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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (10 page)

Se rellenaban la pechera del hábito o la camisa con la estopa del hilado de la rueca para aumentar el bulto de los senos; se revestían y envolvían con cualquier trozo largo de tela que tuvieran a mano, fingiendo lucir túnicas de moda y dalmáticas de seda brocada; se ponían al cuello tiras bordadas y se colgaban de las orejas nueces o cerezas, o se enrollaban mechas de cirio en muñecas y tobillos, simulando llevar collares, pendientes, pulseras y ajorcas de perlas y piedras preciosas. Yo observaba atentamente todos aquellos juegos y participaba en ellos, fijándome en todo. Muchas veces se empeñaban en adornarme, porque, según decían, era la más guapa de todas y merecía que me acentuaran esa belleza. La hermana Tilde, que era muy llana, dijo animosa:

—Hermana Thorn, tienes unas trenzas rizadas rubio claro, unos ojos grises grandes y luminosos y una boca de aspecto tan tierno…

Lo que entonces aprendí sobre cómo pintarme, adornarme y peinarme el pelo, al cabo de los años me sería muy útil, aunque, naturalmente, más adelante aprendí a hacer esas cosas con más habilidad y sutileza.

Las otras muchachas probablemente no se daban cuenta, pero yo estaba decidida a imitar los movimientos, amaneramientos y posturas que adoptaban cuando jugaban a ser «damas de ciudad». La manera suave con que una mujer dobla el brazo, por ejemplo, de forma que el músculo del bíceps no se abulte como sucede cuando un hombre hace el mismo movimiento con mayor rapidez y energía; de igual modo, la lentitud con que alza el brazo al tiempo que echa hacia atrás el hombro con el fin de elevar los senos (sean de carne o de relleno) de una manera tan sensual; los gestos que hace con la mano, siempre manteniendo unidos los dedos índice y anular, para dar esbeltez a la mano; el modo en que alzan la cabeza, doblándola levemente al mismo tiempo para conferir una suave línea al cuello y la garganta; la manera de no mirar nunca a una persona directamente, sino siempre un poco en oblicuo o, según las circunstancias, mirarla altiva por encima de la nariz o con frialdad con los ojos entornados… Decidí que, como a partir de entonces iba a ser mujer, bien podía aspirar a ser algún día la más fina de las damas. En ciertos aspectos, pensé, las damas más finas no tienen ventaja alguna respecto a la más desaseada villana. Como aprendería, hay afecciones físicas que no afectan a los varones y que toda hembra padece. La hermana Tilde y yo estábamos un día fregando las celdas, cuando, de pronto, oímos un ruido raro en una de ellas. Nos acercamos con cautela y miramos furtivamente. Era la celda de la hermana Leoda, una novicia que tendría nuestra misma edad. La pobre se retorcía en el catre, entre gemidos y sollozos, y tenía la parte baja de la camisa toda empapada en sangre.

— emGudisks Himins —musité horrorizada—, Leoda se ha herido.

— emNe —replicó Tilde impasible—, es el mes; el menstruo. emNonna Aetherea la habrá dispensado hoy de hacer tareas.

—¡Pero tiene dolores y está sangrando! ¡Vamos a ayudarla!

—No se puede hacer nada, hermana Thorn. Eso es algo normal y todas tenemos que sufrirlo unos días todos los meses.

—Tú no, que yo sepa. Y yo, desde luego que no.

—Con el tiempo, lo tendremos también tú y yo. Nosotras somos del Norte, pero la hermana Leoda es de Masilia en el Sur, y las chicas de tierras más cálidas maduran antes.

—¿Eso es emmadurez? —exclamé espantada, mirando de nuevo a Leoda, que, sin hacer caso de nosotras, seguía quejándose de aquel tormento.

—La madurez, emja —contestó Tilde—. Es la maldición que hemos heredado de Eva. Cuando una chica se hace mujer y le llega la edad de concebir y tener hijos, sufre el primer menstruo. Sucede todos los meses, a no ser que se quede preñada. Es una molestia que sólo dura unos días y que la mujer ha de soportar todos los meses de su vida hasta que se le pasa la edad de concebir, se le secan los flujos y se hace una vieja de cuarenta años o así.

— emLiufs Guth —balbucí—. Pues me imagino que todas las mujeres ansiarán quedarse preñadas para que les cese la molestia.

—¡ emAj, no digas eso! Alégrate de que en Santa Pelagia hayamos renunciado a los hombres, a casarnos y a tener hijos. El menstruo es una maldición, pero no es nada comparado con el horror del parto. Recuerda lo que dijo nuestro Señor a Eva: «Parirás hijos con dolor.» emNe, hermana Thorn, congratúlate de que seamos vírgenes para toda la vida.

—Si tú lo dices —comenté con un suspiro—. No me apetece nada la madurez, pero me resignaré. Aunque tenía que esforzarme constante y cuidadosamente en aprender a comportarme como una mujer, me complacía comprobar que no me costaba mucho llegar a sentirme como tal. Ya he dicho como antes de enterarme de mi peculiaridad física, ya manifestaba varios rasgos femeninos: incertidumbre, duda, sospecha e incluso el sentimiento de culpabilidad tan poco masculino. Una vez que acepté mi femineidad, fue como si todas mis emociones salieran más a la superficie, por así decir, y cedía a ellas con más facilidad, manifestándolas y notando su influencia. Mientras que antes, siendo niño, admiraba la fortaleza viril de Cristo en la cruz, ahora sentía casi de un modo maternal el dolor que habría sentido y dejaba que las lágrimas brotasen de mis ojos sin avergonzarme. Y mi carácter se volvió muy veleidoso, pues, a semejanza de mis compañeras novicias, disfrutaba con aquellos juegos frivolos de disfrazarnos y presumir, y, lo mismo que ellas, me deprimía cualquier leve tropiezo real o fingido y me ponía mohína.

Me di cuenta de que, igual que ellas, era muy sensible a los olores, fuesen agradables o repugnantes, y más adelante, cuando olía perfumes o inciensos, descubriría que afectaban profundamente a mi estado de ánimo o disposición. Igual que mis hermanas, podía detectar cuando una mujer tenía la indisposición del mes por la expresión de su rostro así como por el sutil olor a sangre que despedía; y fuera del convento seguiría advirtiéndolo, aun cuando una mujer tratase de disimular su estado con un velo o una nube de perfume. Igual que mis hermanas, sabía cómo disimular a voluntad mi estado de ánimo más irascible o sensible tras una máscara de impasibilidad, cosa que los varones nunca acaban de aprender. Quiero decir que un varón habría sido incapaz de escrutar esa máscara, que para otra mujer resulta transparente. Y, como el resto de mis hermanas, sabía cuándo una de ellas estaba contenta o triste, era sincera o engañaba.

Además, habían cambiado mis puntos de vista. Ahora apreciaba mi destreza de tacto femenino y mi capacidad de compasión, tanto como antes había tenido a gala mi fortaleza masculina y mi frialdad. Me enorgullecía por haber hecho una costura fina o haber consolado a una hermana enferma, tanto como antes en la ocasión en que yo solo maté al glotón salvaje. Antes había apreciado las cosas en el sentido de su sustancia y función, pero ahora las consideraba con más agudeza, apreciando en ellas diferencias de tacto, forma, color, textura y hasta sus calidades sonoras. Mientras que antes, para mí, un árbol era una cosa firme a la que se trepaba, ahora sabía distinguir sus detalles, la ruda corteza, las ramas flexibles y blandas de los extremos, sus hojas tan distintas unas de otras en forma y matices verdes, y el árbol en su conjunto constituía cierta melodía desde el más leve susurro hasta la queja más estremecedora. Cuando las monjas de Santa Pelagia entonaban sus cánticos, cualquier varón zoquete habría podido advertir que sus voces eran infinitamente más dulces que las de los monjes de San Damián, pero yo ahora había aguzado el sentido auditivo y era capaz de detectar el rencor de emdomina Aetherea aunque hablase con la mayor untuosidad.

Quizá sea porque las mujeres, en las sucesivas generaciones desde Eva, han efectuado siempre tareas delicadas y recoletas que sus actuales descendientes nacen con tan refinamiento de sentidos y habilidades. O tal vez sea al revés: sus sutiles talentos innatos hacen que descuellen en los trabajos de gran precisión. No lo sé. Pero a mí entonces me alegraba enormente —y me sigue alegrando— el haber sido dotada, como las demás mujeres, con los atributos de la sensibilidad y el discernimiento. No obstante, no por eso perdí ni disminuyeron un ápice las cualidades menos refinadas pero útiles de la mitad masculina de mi naturaleza. Como el muchacho independiente que también constituía mi ser, encontraba el ambiente de Santa Pelagia opresivo y vejatorio, e hice cuanto pude por pasar el mayor tiempo posible fuera del convento, prestándome voluntaria a las tareas que menos agradaban a novicias y monjas: el cuidado del ganado y los cerdos, por ejemplo.

Había otro motivo, más íntimo y algo más masculino, para desear pasar el tiempo en los corrales, y por esa misma razón oculta, lograba con bastante frecuencia, después del anochecer, escaparme del convento. Lo podía hacer por la simple razón de que para las monjas mayores resultaba inconcebible que una chica anduviera vagando por ahí, y más de noche, dado que todas, jóvenes y viejas, consideraban que de noche es cuando más demonios andan sueltos. No obstante, siempre adoptaba la precaución de esperar a que emdomina Aetherea hubiese efectuado el recuento de novicias y monjas en las celdas, y entonces salía cautelosamente de la mía, del convento y de su recinto.

Lo que me inducía a aquellas escapadas —aparte de eludir la severa disciplina del convento y además de mi deseo de darme un buen baño en el agua espumosa de las cascadas— era la necesidad de seguir cuidando y amestrando a mi emjuika-bloth.

En Santa Pelagia, en cuanto pude, me creé fama de ser «la que hace casi todos los trabajos sucios afuera», y, a la primera oportunidad, me escabullí una noche y me llegué corriendo a San Damián, subí

sin que me vieran hasta el palomar, recogí mi ave y volví a todo correr al convento. Durante una parte del camino, el emjuika-bloth pareció disfrutar con aquel viaje en mi hombro, pero en la última parte alzó el vuelo y fue delante de mí volando, como si me animase a ir más de prisa. Ya en el convento, le metí en la vaquería, en una cesta de mimbre que había hecho yo misma, y comencé a regalarle con ratones vivos que había cazado y guardado para la ocasión.

A partir de entonces pude mantener en secreto su presencia en Santa Pelagia, sin que le faltara comida ni agua, ni —generalmente de noche— ejercicio en vuelo. De vez en cuando entraba en el establo una serpiente dispuesta a darse un atracón en algún cubo dejado descuidadamente. Yo las cazaba y la guardaba hasta que tenía ocasión de soltar al águila para que se entrenase en caer en picado sobre el señuelo a mi grito de em«¡Sláit!» En cuanto comprobé que el emjuika-bloth seguía obedeciéndome y no había olvidado nada de lo que le había enseñado, comencé a enseñarle otra cosa que se me había ocurrido. Pero fue por entonces aproximadamente, un día perfumado de otoño, cuando me sorprendió ser acariciada íntima e inesperadamente por una suave mano, al tiempo que una dulce voz exclamaba:

«Oooh…» Así entró la hermana Deidamia en mi vida.

CAPITULO 7

Ya he hablado de mi primer encuentro con Deidamia en Santa Pelagia, y también del último. Entre ambos hubo otros muchos en los que, como he explicado, nos enseñamos mutuamente muchas cosas. Como Deidamia no cesaba de quejarse de no ser «una mujer completa y desarrollada» —porque de la escasa «protuberancia» de su entrepierna no brotaba jugo como de la mía— yo siempre trataba de consolarla y hasta intenté remediar aquella carencia que tanto la apenaba. Y le dije con cierta prevención:

—Una vez oí decir a un hombre… que hablaba de su… cosa… que se puede aumentar el tamaño, aunque el suyo ya era notable.

—¿Ah, sí? —inquirió Deidamia animada—. ¿Y crees que mi cosa podría también aumentar? ¿Qué

dijo que había que hacer?

—Bueno… en su caso… que una mujer se lo metiera en la boca de vez en cuando y… se lo masajease enérgicamente con los labios y la lengua.

—¿Y eso lo hace crecer?

—Eso dijo.

—¿Y dijo si efectivamente le había crecido?

—Lo siento, hermana, pero no le oí decir más —contesté yo circunspecta para no arriesgarme a que Deidemia sospechara que no es que lo hubiera oído, sino que lo había hecho, pues estaba segura de que le disgustaría, igual que a mí me molestaba siempre que lo recordaba.

—¿Y tú crees…? —inquirió con voz tímida, pero con ojos de deseo.

—Puede ser. Nada se pierde por probar.

—¿Y no te importaría… hacerlo?

—Ni mucho menos —contesté yo, con toda sinceridad, pues lo que me había resultado repugnante cuando el hermano Pedro me había obligado, no me lo parecía ahora con la hermosa Deidamia—. Esto —

añadí agachando la cabeza hacia el sitio— tal vez te dé otra clase de placer. Yo bien sabía que sí y así fue al instante, pues nada más poner mi boca allí Deidamia se movió

sacudida por un espasmo, cual si le hubiese frotado enérgicamente la pequeña protuberancia con un trozo de ámbar.

—¡ emAj, hermana! —dijo jadeante—. em¡Aj, meins Guth! —para mí era también un placer darla tanto gusto, y ella se retorcía y contorsionaba de tal modo, que al cabo de un rato tuve que sujetarla por las caderas para que no se me descentrara la boca. Al final, al cabo de un buen rato, jadeó débilmente casi sin aliento—. emGanohs… basta. emGanohs, leitils svistar… —yo me erguí y me tumbé junto a ella, mientras seguía jadeando un instante—. Qué egoísta he sido —añadió, una vez recuperado el ritmo normal de respiración—, todo para mí y nada a ti.

— emNe, ne, he disfrutado mucho…

—Calla. Debes estar muy fatigada.

—No, no creas —contesté, sonriendo.

— emAj, ja, entiendo —replicó riendo—. Tú, ahora no te muevas, hermana Thorn. Quédate tumbada como estás y yo me monto… así. Ahora deja que esta cálida y agradecida cavidad mía acoja a tu preciosa cosa… así… y la dé la santa comunión… así…

La tercera o cuarta ocasión en que dediqué mis cuidados a la protuberancia poco desarrollada de Deidamia, ella me detuvo para no excitarse más de la cuenta, cogiéndome delicadamente del pelo para apartarme la cabeza, diciéndome:

—Hermana Thorn… ¿por qué no… te pones hacia aquí… mientras lo haces?

—¿Crees que lo pasarás mejor si me pongo al revés?

—¡ emAj, mejor no puedo pasarlo, hermanita! Pero me parece que mereces sentir el mismo placer que tú me das a mí —añadió, ruborizándose.

Y cuando las dos aplicamos nuestras bocas a tal fin sentimos inmediatamente un paroxismo que dejaba sin punto de comparación a los previos espasmos de Deidamia. Cuando por fin descendimos de las cumbres del placer, yo no hacía más que jadear y sudar, pero Deidamia tragaba, se chupaba los labios, y no paraba de tragar. Debí hacer algún ruido o decir algo, porque me sonrió temblorosa y me dijo con voz un tanto ronca:

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