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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (12 page)

Tilde lanzó una especie de bufido y añadió:

—Dudo mucho que ningún varón vuelva a sentirse atraído por Deidamia. Ya no es bonita ni tiene la figura de antes; emnonna Aetherea la ha azotado horriblemente sin compasión. Proferí la horrenda maldición que había oído al obispo Paciente:

—¡Que el diablo se la lleve durmiendo! Eso es, durmiendo —añadí tras una pausa—. ¿La abadesa duerme profundamente, emne?

— emAj, ya lo creo, sobre todo cuando está cansada por el violento ejercicio de los latigazos.

—Muy bien. Ya me ocuparé de darle algo en que pensar mañana aparte de Deidamia. Ven, Tilde. Voy a dejar el águila aquí, mientras voy al aposento de la abadesa. Vigílamela.

— em¡Gudisks Himins! Ahora hablas como un chico temerario. A ninguna hermana bien disciplinada se le ocurriría introducirse…

—Como tú misma has dicho, ya no soy una hermana bien disciplinada. Pero no temas. Si alguien llega mientras hago una visita a emnonna Aetherea, dame un silbido de alerta y escabúllete. Anda, hazlo por Deidamia.

—Por ti, que eres varón, no podría hacer nada, pero incluso por una hermana sería un crimen nefando. ¿Qué vas a hacer? ¿Algún daño a la abadesa?

— emNe, ne, sólo enseñar a esa diabólica mujer, Halja que más vale que emule a otra mujer de la antigüedad, una mujer tierna y cariñosa.

Y Tilde me acompañó hasta la ventana del aposento de emdomina Aetherea, desde la cual oímos sus ronquidos, tan fuertes como los de cualquier campesina. Trepé a ella y, como llevaba tanto rato en la oscuridad pude ver bien para acercarme a su catre. Salvo por el horrendo ruido que hacía, la abadesa dormía el sueño profundo y apacible de una mujer satisfecha con la conciencia tranquila. Acerqué con cautela las manos a su garganta hasta dar con la pesada redomita de cristal; estaba tapada con un grueso anillo de latón unido a una correa de cuero crudo que le colgaba del cuello, pero atada con un fuerte nudo. Como Tilde no daba ningún silbido de alarma de que viniese nadie, pensé que tenía tiempo de sobra y mojé a conciencia el nudo con saliva y lo fui manoseando hasta que el cuero se ablandó; luego pude deshacerlo con mis finos y hábiles dedos. Advertí que era un nudo bastante complicado, con toda evidencia ideado por ella. Saqué la redoma de la correa, me la guardé en el cinturón y pacientemente rehice el nudo.

Me descolgué por la ventana y volví con Tilde al establo, sin decirle lo que había hecho hasta que estuvimos allí.

—¿Le has robado la santa reliquia, la leche de la Virgen…? —exclamó ella acobardada.

—Chist. Nadie debe saberlo. Por la mañana el cuero se habrá secado y el nudo volverá a estar muy fuerte. Cuando emdomina Aetherea se despierte y vea que le ha desaparecido lo más valioso que tenía, sin que el nudo esté deshecho, tendrá que pensar que la redoma se ha esfumado por intervención sobrenatural y creo que pensará que es la propia Virgen quien le ha quitado la gota de leche. Deducirá que ha sido castigada como aviso para que se enmiende. Así, la hermana Deidamia se librará de más sufrimientos.

—Eso espero —dijo Tilde—. ¿Qué harás con la reliquia?

—No sé. Pero yo tengo pocas cosas, y para algo me servirá.

—Eso espero —volvió a decir Tilde en tono sincero. Me incliné y la besé en su naricilla respingona y ella retrocedió como si fuese un intento de violación, pero luego lanzó una risita, encantada, y nos despedimos siendo amigos.

Ya he dicho antes que salí del Circo de la Caverna con dos cosas que no eran mías. Ahora ya las tenía —el emjuika-bloth que había cazado y el relicario robado— pero no me marché del valle. Aún me había asignado otra tarea. Cuando todavía era de noche, me introduje en el huerto de la cocina de San Damián y robé unos cuantos nabos de invierno para combatir el hambre y la sed, y trepé, cargado con ellos, un árbol que sobresalía por la tapia. Trepaba con dificultad, pues llevaba también la jaula del ave a la que no podía arriesgarme a dejar que cazara antes de su debido tiempo. Cuando emdomina Aetherea me había devuelto a San Damián, diciendo a uno de los monjes que me dejaran en una dependencia externa, yo le había preguntado a éste qué trabajo habían asignado al anterior cocinero, el hermano Pedro. Y me lo había dicho. Pedro tenía el cometido (probablemente para siempre) de esparcir los excrementos —humanos y de los animales— por todos los campos y parcelas de la abadía que requerían abono. Así que, yo sabía que tarde o temprano tendría que estar abonando aquel huerto, y estaba decidido a esperar los días y noches que fuera necesario, a pesar del frío, hasta sorprenderle. Tuve que estar encaramado a aquel árbol, tiritando, sólo el resto de aquella noche, el día siguiente y toda la noche; la segunda noche, bajé a reponer mi reserva de nabos y hasta encontré lombrices para el águila, que, aunque no le gustaron mucho, se las comió. Ya por la mañana, cuando los frailes dentro de la abadía entonaban maitines, y tras un breve intervalo para el desayuno, las diversas puertas —dos de las cuales yo veía— comenzaron a dar paso a los hermanos que trabajaban en los campos.

Por una de las puertas que podía observar salió Pedro. Se dirigió a un cobertizo, salió con una horca y un capacho lleno de excrementos y se llegó al huerto que había entre la cocina y el árbol en que yo me encontraba; dejó en tierra el pesado capacho, que humeaba al sol, y comenzó a esparcir con la horca el abono entre los surcos de verduras.

Aguardé pacientemente, a pesar de que lo tenía justo debajo de mí. Despacio, alargué el brazo, lo introduje en la jaula del emjuika-bloth, le puse la muñeca bajo las garras y el águila se encaramó, por reflejo, a mi brazo; lo saqué de la jaula, quité el capuchón al ave y aguardé un poco más. Por entonces, el hermano Pedro, ya acalorado con el ejercicio, se había quitado la cogulla, pero, inclinado como estaba, el ave y yo sólo le veíamos la nuca. Aguardé a que estuviese bien erguido. Ya con la cabeza levantada y el tronco recto, la tonsura canosa y blanquecina de pelo grisáceo, era un simulacro aceptable del huevo reluciente y pegajoso en el nido de musgo con que las semanas anteriores había yo estado entrenando al águila. Se la señalé, musitándole em«Sláit».

Alcé el brazo y el águila alzó el vuelo, haciendo temblar la rama en que yo estaba. Pedro debió oír el rumor de hojas o el batir de alas del emjuika-bloth ganando altura, porque miró aturdido a su alrededor, pero sin levantar la vista, aunque sí girando la cabeza, que seguía pareciendo un huevo en el nido, sobre el que el águila se abatió desde lo alto.

Cayó en picado con los espolones erectos a increíble velocidad, pero la sombra que proyectaba el bajo sol matinal le precedió, desplazándose bruscamente desde un muro de roca al Oeste, surcando pausadamente los campos y cruzando rauda el huerto. emJuika-blothh, sombra y presa se fusionaron en una fracción de segundo.

El águila golpeó la cabeza de Pedro con un ruido sordo, clavándole los espolones en el pelo, y seguramente también en el cráneo, pues Pedro lanzó un grito desgarrador, aunque breve, pues el emjuika- embloth clavó su temible pico curvado en el cráneo del monje, en el centro justo de la tonsura, ensangrentando el blanco huevo, y derribando al fraile entre dos surcos de altas coles, donde siguió

picoteando sin piedad aquel cráneo, enfurecida porque aquel huevo tuviese una cascara tan dura. El breve grito atrajo a otros dos monjes, que aparecieron corriendo por una esquina del monasterio para dar una ojeada al huerto, pero no vieron a Pedro caído entre las hojas de las coles. Yo llamé al emjuika- embloth en voz baja y el águila alzó obedientemente el vuelo, con el pico lleno de unas hebras grises que sobresalían de la cabeza rota de Pedro y que se rompieron y cayeron a tierra cuando el ave, con las plumas de la cabeza ensangrentadas, volvió a posarse en mi brazo. em«Aj, ese ruido debe haber sido un conejo o un campañol atacado por un águila», comentó uno de los monjes, y los dos regresaron a sus faenas.

Me puse en el hombro al emjuika-bloth —que seguía picoteando ávido aquella sustancia gris— y sujeté la jaula de mimbre bajo un brazo para bajar del árbol; la jaula ya no la necesitaba, pero no quería dejar ninguna prueba y me la llevé un buen trecho de camino hasta esconderla en un soto de espesa maleza, en el que había previamente dejado mis escasas pertenencias, que ahora recogí. Había llegado el momento de marchar. Era Adán y Eva al mismo tiempo, expulsado del Edén. En mi supuesta condición de godo por nacimiento, había sido objeto de cierta sospecha por parte de la Iglesia católica, y ahora, en mi condición de emmannamavi, era una abominación para dicha Iglesia. Ahora, además de mis otras ambigüedades, delitos y pecados intrínsecos a mi naturaleza —una naturaleza que me había sido dada— hacía dos días que había robado deliberadamente una reliquia sagrada, y aquella mañana había sido tan rapaz como el emjuika-bloth. Y pensé a cuál de aquellos dos pecados, hurto y homicidio, me habría inducido mi herencia de Adán y cuál mi herencia de Eva.

Daba igual. Ahora tenía que irme y dejaría aquel lugar para ser godo y arriano, si es que los cristianos arríanos aceptaban más compasivamente que los cristianos católicos a un emmannamavi. Así, cuando hube escalado el Circo de la Caverna y alcanzado la altiplanicie de lupa, tomé por el camino de la izquierda hacia el Nordeste, para ir al encuentro de los pueblos civilizados llamados embarbaricum entre los cuales las tribus ostrogodas vivían —o se escondían como salvajes— allá en las profundidades de los bosques.

II. Wyrd
CAPITULO 1

Del Circo de la Caverna pasé a un mundo que era casi tan ambiguo en cuanto a identidad y destino que el mío propio. Indudablemente, tiempo hacía que cronistas y juglares escribían y cantaban tristemente la confusión en que había caído el otrora ordenado, sólido y poderoso imperio romano, y ninguno que leyera libros o escuchara los rimeros juglarescos podía ignorarlo. Hasta alguien tan joven y humilde como yo, enclaustrado en un monasterio perdido en el rincón de un valle alejado del mundo, sabía que el imperio se hallaba cada vez más dividido y débil.

El que ocupaba el trono imperial en Roma cuando me dejaron a la puerta de San Damián, el emperador Avito, había reinado bien poco antes de ser depuesto y desterrado. Desde entonces, tan sólo en el breve espacio de mi vida, se habían sucedido otros tres emperadores en Roma. Debo explicar que nosotros, subditos del imperio occidental, hablábamos como si el emperador y la corte imperial estuviesen «en Roma» al modo en que los cristianos hablan de sus seres queridos como si estuviesen «en el cielo». Nadie sabe nada seguro sobre el lugar en que se hallan los seres queridos, pero todos sabían dónde estaba el emperador y el lugar no era Roma. Aunque aún se reunía allí el Senado romano, ningún emperador gobernaba desde aquella ciudad el imperio occidental, pues hacía cincuenta años que los emperadores residían y mantenían la corte —por seguridad, si no por cobardía— en el norte de Italia en la ciudad de Ravena, que estaba rodeada de marismas y era de fácil defensa. En cualquier caso, el trono imperial «en Roma» llevaba ya bastante tiempo inestable, igual que todo lo demás del imperio occidental. Como ya he señalado, fue únicamente al morir Atila, cosa que ocurrió

poco antes de mi época, cuando los hunos se retiraron de Europa dirigiéndose a Sarmacia, de donde habían salido un siglo antes. Pero los hunos habían dejado sus huellas en el imperio, pues en su avance fueron desplazando a varios pueblos germánicos del lugar tradicional de residencia y éstos ahora ocupaban otras zonas.

Los godos habían abandonado sus tierras para asentarse en torno al mar Negro; los ostrogodos, que constituían la mitad de aquel pueblo, se habían asentado en la provincia de Moesia y los visigodos en las provincias de Aquitania e Hispania. Otro importante pueblo germánico, los vándalos, había migrado completamente de Europa y ahora dominaba toda la costa norte de Libia. Otros, también de origen germánico, como los burgundios, vivían en las tierras en que yo había nacido, y los francos habitaban en casi todo el resto norte de la Galia. Aunque todas esas tierras seguían siendo de nombre provincias romanas y era evidente que debían lealtad al imperio, Roma las miraba con el recelo de que los pueblos

«bárbaros» que las ocupaban se volvieran beligerantes en cualquier momento. La única fuerza que habría podido mantener intacto todo el imperio, la Iglesia católica, estaba demasiado atareada con sus propias rivalidades y disputas internas. El cristianismo que se profesaba en el imperio occidental se hallaba enfrentado doctrinalmente al del imperio oriental y, mientras, los patriarcas y obispos de las principales sedes cristianas —Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén— rivalizaban continuamente por ser la sede suprema reconocida en la cristiandad, por ser el único obispo cariñosamente llamado empapa y que su sede tuviese primacía respecto a las otras. Además,

pese a que el cristianismo llevaba ya dos siglos siendo la religión oficial del imperio, abundaban las sectas heréticas y los cultos paganos. La población germánica del imperio era fiel a la antigua religión —de Wotan y su panteón de dioses— o había abrazado el cristianismo «herético» de Arrio; muchos romanos seguían adorando a Júpiter y su familia divina, mientras que los militares romanos juraban el «viril» culto persa de Mitra.

Éste era el confuso y triste mundo en el que yo, también confuso y triste, entraba, sin ser consciente de que daba los primeros pasos para encaminarme al encuentro de la persona destinada a restaurar la paz y la unidad, la ley y el orden del imperio romano en Europa. ¿Cómo iba a saberlo? El propio imperio ignoraba que tal persona existiese, pues Teodorico —que llegaría a ser conocido como Teodorico el Grande— era aun un niño como Thorn emel Mannamavi.

E incluso debía ser mucho más niño que yo a esa edad —en virtud e inocencia, me refiero— porque yo, en los últimos meses, había conocido los diversos placeres, con las penosas y a veces crueles consecuencias de actuar como un ser casi sexualmente maduro y, al mismo tiempo, no ser de un sexo determinado.

Debo señalar ahora que cuando realmente maduré, estuve exento —como había predicho tanto tiempo atrás el enfermero Chrysogonus— de algunas de las miserias de ambos sexos: nunca tuve hijos y nunca padecí el menstruo que tanto aflije a otras hembras. Y, que yo sepa, tampoco fui genitor. Así, afortunadamente, me libré de los inconvenientes y responsabilidades derivadas de la familia que encadenan a la mayoría de hombres y mujeres.

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