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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (15 page)

Conforme avanzaba hacia el Este por los bosques, iba dejando atrás las tierras de los burgundios para adentrarme en las de los alamanes. Allí no esperaba encontrar gallineros donde robar ni pajares para guarecerme, pues los alamanes son nómadas sin granjas, viñedos ni casas; según el dicho «pasan toda su vida a caballo». Los alamanes no tienen rey como la mayoría de las naciones —ni siquiera dos reyes, como era el caso de los burgundios en aquel entonces— sino una multitud de ellos, pues llaman «rey» al jefe de cada insignificante tribu de su pueblo. Esas bandas de alamanes recorren constantemente los bosques y viven de la tierra y gracias a su ingenio y habilidad. Es lo que ahora me convendría hacer a mí.

Hasta entonces el invierno había sido aceptablemente suave, pero ahora estaba en las estribaciones de las impresionantes cumbres que en latín se llaman los Alpes, y las montañas más bajas que cruzaba se llaman en el antiguo lenguaje los emHrau Albos —Alpes Crudos— por sus rudos inviernos. Aquel invierno era ciertamente duro y lo fue conforme avanzaba hacia el Este. Incluso a mediodía, los bosques eran oscuros, desagradables y fríos, no paraba de nevar, y se respiraba sin cesar un aire helado que habría despellejado a un buey.

De la vida en el bosque sabía lo poco que había aprendido vagando por el Circo de la Caverna; sabía que tenía que tener mucho cuidado para no perder el pedernal y la yesca de la bolsita que llevaba en la cintura, y lo guardaba tan concienzudamente como la redoma con la gota de leche de la Virgen; sabía encontrar leña seca para hacer fuego, sabía cómo encender un fuego debajo de un árbol o de una roca cubierta de nieve, que se derretiría con el calor y acabaría apagándolo. Era bastante hábil con la honda, lo que me permitía emcazar de vez en cuando una ardilla o una liebre, pero había pocas ardillas y las liebres blancas eran difíciles de distinguir en la nieve. En los arroyos de montaña no había más que pececillos diminutos, por lo que pasaba hambre y me hallaba débil, pero, a pesar de todo, procuraba no agotar mi reserva de embutido, pues quería que me durase lo más posible y, además, me daba mucha sed; creía que la nieve paliaría la sed, pero no era así. Por lo tanto, recurría al embutido únicamente cuando acampaba junto a algún arroyo de cierta anchura en el que hubiera posibilidades de encontrar agua bajo la capa de hielo.

Fue el emjuika-bloth quien me enseñó a encontrar comida más fácilmente. El águila estaba siempre gorda y sana y no tenía que volar muy lejos para encontrar presas; la observé y vi que se contentaba con hurgar en grietas de las rocas y en ellas encontraba toda clase de serpientes y lagartos dormidos en estado de hibernación, y a veces racimos de serpientes enroscadas para darse mutuo calor. Seguí su ejemplo y con una vara pinchaba la nieve y a veces encontraba una hoquedad en la roca o una grieta en el suelo que era la guarida de un erizo, de un lirón o de una tortuga. Lo que más me complacía era cuando descubría madrigueras de marmotas, porque su carne es gustosa y tiene mucha grasa, lo que me ayudaba a mantener el calor del cuerpo tiempo después de haberla comido. Además, las madrigueras de marmotas están siempre llenas de nueces, raíces, semillas y bayas secas, que aquéllas acumulan para comérselas si se despiertan, y eran un buen complemento a la carne de marmota. Era prudente y no fisgaba en madrigueras más grandes, porque podía tratarse del refugio de invierno de algún oso. No estaba muy seguro de ser capaz de matar a un oso —aunque estuviera profundamente dormido— de una cuchillada, pues sabía que no tendría una segunda oportunidad. También tenía cuidado de esquivar a otros animales mayores que viven bien despiertos y activos en invierno; varias veces tuve que trepar a los árboles para evitar el encuentro con un alce cíe grandes cuernos o un bisonte de enorme giba. Y en cierta ocasión tuve que pasarme toda la noche en un árbol mientras un gigantesco uro —que era cuando menos un pie más alto que yo— escarbaba enfurecido en tierra, bramando por no poder cazarme, topando constantemente el árbol con sus temibles cuernos. Hubo muchos días en que creí morir de hambre o sed, y muchas noches en que pensé que iba a morir congelado, pero seguía ansiando tropezarme con un grupo de errantes alamanes que me dejasen unirme a ellos, participar en sus cacerías, y aprender a llevar una vida nómada. Pero casi con la misma frecuencia deseaba morirme, y así podría ir al más allá, llamado en el antiguo lenguaje emWalis-Halla, «la morada de los elegidos», que algunos pueblos paganos creen se halla en la cara oculta de la luna. (Los paganos romanos deformaron las palabras emWalis-Halla transformándolas en Avalonnis y creían que eran una especie de islas afortunadas situadas en el Océano al oeste de Europa.) En cualquier caso, tanto los pueblos paganos germánicos como los romanos dicen que en el más allá hay seis estaciones al año y que emninguna es invierno; las estaciones son dos radiantes primaveras, dos suaves veranos y dos otoños dorados de abundantes cosechas. En mis frecuentes crisis de desesperación, aquel concepto me atraía profundamente, aunque, teniendo en cuenta la vida pecaminosa que había llevado, era más probable que «muriese dos veces», como creen los cristianos germánicos que les sucede a los malos. Moriría primero para ir a un ardiente infierno y luego a un infierno gélido, un «infierno

brumoso». O quizá, meditaba yo —sobre todo cuando el hambre me daba vahídos—, ya había muerto dos veces y me hallaba en ese insoportable infierno gélido y brumoso.

A veces detectaba en mi camino signos de que los alamanes habían pasado hacía tiempo por los mismos lugares que yo. En ocasiones encontraba unas simples piedras partidas, pero examinándolas minuciosamente advertía que las había partido el fuego, lo que significaba que alguien había hecho allí

una hoguera. A veces salía del bosque y entraba en un gran calvero en donde se notaba que había acampado un número importante de personas durante cierto tiempo, pero la broza daba a indicar que lo habían hecho hacía mucho. En algunos de esos lugares encontraba otros indicios del paso de los alamanes: una piedra lisa o una plancha basta de madera en la que estaba grabada la cruz con los brazos angulados que representa el martillo de Thor girando, y debajo encontraba runas inscritas en un círculo o un triángulo o en forma de serpentina.

Sólo pude descifrar del todo uno de aquellos objetos, que decía: «Yo, Wiw, hice estas runas», cual si el tal Wiw hubiese esculpido la frase para proclamar a la posteridad que era él el autor de las breves palabras. Había otros que en gótico denominábamos «las runas favorables, las runas victoriosas, las runas medicinales o las runas amargas», estilos grabados de un modo ligeramente distinto y que se empleaban para dar las gracias a un dios pagano por algún favor, para mostrar agradecimiento por haber ganado una batalla, para implorar la curación de una herida o enfermedad o para pedir venganza contra una persona odiada o alguna tribu enemiga. En uno de aquellos claros encontré un gran trozo de madera con un extenso mensaje inscrito totalmente en caracteres góticos modernos. Era una madera gastada por el tiempo y enmohecida, pero las palabras no se habían borrado y pude leerlas todas: emCaminante, breve es la vida.

Detente y lee estas runas.

Esta sombría losa cubre a una mujer hermosa.Su nombre es Juhiza.Era mi luz y mi amor.Lo que yo deseaba lo deseaba ella.Lo que yo evitaba ella lo evitaba.Era buena, casta, leal y discreta.Caminaba con nobleza y hablaba suave.Caminante, eso es todo.Sigue.

Continué mi camino, tal como me decían, pero sin dejar de pensar en el epitafio. No había en él ninguna mención a Dios ni a Jesús o a los ángeles, ni sentimientos afectados como «descansa en paz», ni siquiera una súplica para que los Manes paganos protegiesen la tumba de profanaciones. El apenado esposo que había grabado aquella lápida rudimentaria no era cristiano, católico ni arriano, y, al parecer, no adoraba a ningún dios ni tenía religión alguna. Desde luego debía ser bárbaro y nómada, y sin duda la gente civilizada le habría considerado un extranjero emsalvaje. Pero a través de esta manifestación de cariño

—con palabras sencillas y expresivas, sin ninguna fioritura— mostraba una sensibilidad y una profundidad de sentimientos nada bárbaros. Estoy convencido de que a cualquier mujer, incluso a una cristiana y hasta a la cristiana emromana más patricia —y hablo como mujer—, en lugar de ser honrada después de muerta con un fastuoso monumento de mármol con aduladoras y simplonas frases piadosas, más la complacerían esa sencilla afirmación de: «Caminaba con nobleza y hablaba suave.»

Llevaba ya varias semanas de viaje cuando me tropecé con el primer ser humano en los Hrau Albos. Fue al atardecer de un día en que nevaba, un día en que estaba muerto de cansancio, hambriento, sediento y entumecido por el frío. Como en el bosque oscurecía en seguida, andaba buscando desesperadamente agua para apagar mi sed de toda la jornada, tratar de hallar en las proximidades la madriguera de algún animal en hibernación y poder enrollarme junto a ella en mi piel de cordero para pasar la noche. Fue en

ese momento cuando el emjuika-bloth en mi hombro aleteó ligeramente para avisarme. Alcé la cabeza, escrutando por entre los copos de nieve, y a cierta distancia atisbé una luz bermeja. Me aproximé con cautela y vi que se trataba de un modesto fuego de campamento junto al que había alguien sentado e inclinado. Despacio y con gran cautela, anduve en círculo por detrás de aquel ser, acercándome cada vez más. Lo único que distinguía era que se trataba de una persona con una gran pelambrera gris descuidada, porque el resto de su figura estaba envuelta en gruesas pieles. Pensé que sería un hombre, pero no veía caballo alguno trabado por allí cerca ni otras gentes u hogueras. Y me pregunté, extrañado, qué haría un alamán solo y sin caballo rondando por los Hrau Albos. Seguía tiritando, sin decidirme a anunciar mi presencia o a retroceder y alejarme, cuando, de pronto, aquella figura, sin erguirse, sin volver la cabeza, ni alzar la voz, dijo:

— emGalithans faúr nehu. Jau anagimis hirjith and fon uh thraftsjan thusis. Era voz de hombre, bronca, y hablaba el antiguo lenguaje con un acento que yo no conocía, pero sí

que entendí lo que había dicho: «Ya que te has acercado tanto, podrías llegarte hasta el fuego y calentarte.»

Me había esforzado tanto por aproximarme despacio y sin hacer ruido… ¿Sería algún demonio del bosque con ojos en la nuca? Habría optado por dar media vuelta y echar a correr, pero el chispeante fuego era una tentación muy fuerte. Me llegué sigilosamente hasta el otro extremo y pregunté con cierto apocamiento:

—¿Cómo sabías que estaba ahí?

— em¡Iésus! —gruñó él disgustado. Era la primera vez que yo oía el nombre del Señor usado como expletivo—. Muchacho estúpido, hace por lo menos una semana que sé que andabas a trompicones detrás de mí.

Tal vez fuera un emskohl con dotes sobrenaturales, pero tenía el aspecto de un ser humano muy peludo y barbudo. Era un viejo pero fuerte, igual que el buen cuero que se ha gastado mucho y se ha vuelto flexible. En realidad, la poca piel que podía verle entre la maraña de pelo parecía cuero bien curtido. No parecía faltarle ningún diente y eran, no amarillentos, sino blancos, cual si se alimentasen mascando cuero.

—Toda la caza del bosque se ha ido corriendo, dejándome atrás —dijo refunfuñando—, huyendo del ruido que haces. em¡Iésus! Eres como un abejorro andando por el bosque; se ve que no tienes costumbre de moverte por los bosques. Me he parado un rato para ver cómo eras y decirte lo torpe que eres, lo mal que usas la honda, y las veces que no ves animales de buena carne que se quedan quietos cuando pasas a su lado. No vales ni para besarle el trasero a la diosa cazadora Diana. Al final, cuando vi que eras emcapaz de espantarme la caza y que incluso podías despertar a los osos dormidos, decidí detenerme para que me alcanzases. ¿Quién eres, imbécil?

—Me llamo Thorn —contesté, aún más apocado.

—Buen nombre te han puesto —replicó con una carcajada forzada—. Eso es lo que eres; una espina que me molesta, me entorpece la caza y me estropea el sustento. ¿Y qué te trae por aquí pilluelo Thorn?

No cazas más que para comer, y con torpeza. Por los cuernos de san José, me sorprende que no te hayas muerto de hambre. Con lo poco que sabes vivir en el bosque, ¿cómo has cazado ese águila que llevas, emniu? Seguro que estás vivo porque parte contigo las serpientes que caza. ¿A que sí? ¿Tienes hambre, pilluelo?

—Y sed —balbucí.

—Hay un arroyo detrás de esas matas, si es que aún tienes fuerzas para romper el hielo. Siguió hablando mientras yo me acercaba y bebía con ansia. Me atemorizaba aquella locuacidad, y la descarada impiedad y blasfemia de muchas expresiones que usaba, pero debo admitir que era ecuánime con los dioses y personajes venerables a los que vituperaba en sus exclamaciones.

—Hay otros rapaces en el mundo además de tu águila, pilluelo. Rapaces mucho más malignos que te dejan sin bolsa, equipaje y ropa, y lo que hacen con tu cuerpo desnudo no te lo puedes ni imaginar. Me sorprende que no hayas sido presa de esos infernales hijos de perra. Si tienes hambre… toma.

Y mientras volvía a acercarme al fuego, me lanzó por encima de él un trozo de algo blando, crudo y marrón, que salpicó sangre al cogerlo.

—Hígado de alce. Lo guardaba para mí como regalo, pero yo he comido muchos. Y, por las siete penas de la Virgen, te comportas como si te faltase un buen hígado. Coge un palo y ásalo en las llamas.

— emThags izvis, fráuja —balbucí con respeto, dándole en gótico el título de «maestro».

— emVái, no hablas mucho, pilluelo, ¿eh? Otra prueba de que es la primera vez que vives en el bosque. Cuando hayas vivido en él tanto como yo, hablando, maldiciendo y blasfemando a solas, ya verás como charlas cuando tengas quien te escuche, aunque sea un buitre solitario.

Y ya lo creo que hablaba, mientras yo comía. Tenía tantas ansias por comer aquella carne que la tosté lo menos posible y luego, prescindiendo del cuchillo, la devoré vorazmente con los dientes casi sin masticarla, y los trozos que me caían de la boca se los daba al emjuika-bloth.

—La nieve cuaja —dijo el viejo—. Eso es bueno; así hará una manta caliente que nos cubra. Aún no me has dicho qué te ha traído a los Hrau Albos, pilluelo. Si eres, como supongo, un esclavo que ha huido, ¿por qué te has venido a estos bosques inhóspitos, emniu? En esta soledad resultas más raro que un cocodrilo de las tierras tórridas. ¿Por qué no has ido a una ciudad en donde puedas mezclarte entre la gente y pasar desapercibido?

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