—Ya. Es una lástima —dije yo.
— emGwyn bendigeid Annwn, faghaim —dijo él con un suspiro —. Adiós para siempre al bendito Avalonnis.
Sus viejos ojos legañosos se nublaron y dijo casi para sus adentros:
—Ahora, debemos contentarnos con sentirnos orgullosos de nuestros recuerdos… por haber sido de la vigésima, la Valeria Victrix, una de las cuatro legiones más poderosas que dominaron y civilizaron aquellas tierras. Ah, en los buenos tiempos de la vigésima — en los buenos tiempos del imperio — se podía viajar desde las Islas del Estaño hasta el Este a los puertos de la Pimienta, y viajar seguro, hablando latín en todas partes.
Se sirvió otro cuerno de vino y brindó otra vez por mí:
em—Iwch fy nghar, Caer Thorn. Tú, igual que nosotros, has nacido demasiado tarde. Y lo vació de un trago.
— Cachorro, no bebes — dijo Wyrd, hipando, volviendo a la mesa, mientras Paccius abandonaba la taberna, alzando el puño cerrado a guisa de despedida—. Y te vas a quedar dormido si sigues aquí
escuchando los recuerdos de dos viejos soldados. Vete a dormir cómodamente en el barracón. Pero… toma esto.
Se quitó la bolsa del cinturón, la abrió y me echó en la mano un montón de monedas de cobre, bronce, plata y hasta una de oro.
—¿Y qué hago con ellas, emfráuja? —inquirí.
—Lo que quieras. Es tu parte de las pieles que hemos vendido.
—¡Si no he hecho nada para ganar tanto…! —repliqué perplejo.
— emSlaváith. Yo soy el maestro. emHic. Tú eres el aprendiz. Soy yo quien juzga lo que valen tus servicios. Cómprate algo que creas que necesitas para el viaje. O algún capricho. Le di mis más sinceras gracias por su generosidad, agradecí a Dylas el festín, les deseé a ambos una buena velada y me marché. Había un emsolidus de oro, muchos emsolidi y siliquae de plata y no pocos sestercios de bronce y embummi de cobre; en total, el asombroso equivalente de emdos solidi de oro. Miré en derredor y vi que Basilea volvía a la vida. Hombres, mujeres y niños deambulaban tranquilamente por las calles; las casas abrían sus ventanas y se oía el ruido sordo de los telares de las amas de casa. En la cuesta de la colina que había detrás de la guarnición, en donde daba la sombra y aún quedaba nieve, había varios soldados fuera de servicio jugando como niños, que se dejaban deslizar sobre sus escudos y gritaban alegremente. Las tiendas de las emcabanae estaban todas abiertas y numeroso público entraba y salía para reponer las provisiones que habían agotado durante el enclaustramiento. No sabía qué podía necesitar para mis posibles viajes; ya había adquirido casualmente más riquezas de las que una persona reúne en toda su vida: un magnífico caballo con silla y arreos, una espada con vaina, una cantimplora militar y todo lo que había comprado en Vesontio; pero apenas tenía sentido llevar dinero a los bosques para no poder usarlo, y, por otra parte, tenía dinero de sobra para comprar cualquier cosa útil que hubiera a la venta en Basilea, y que no fuese uno de los carismáticos de diez emsolidi del sirio. No es que deseara comprar eso, pero al recordar aquellos desgraciados seres asexuados di en pensar en otra cosa, dado que yo era precisamente lo contrario a lo asexuado.
Tenía un rudimentario vestuario femenino —vestido y pañoleta— por si en alguna ocasión y en algún lugar consideraba conveniente ser una chica ante los demás, pero me faltaban detalles y complementos de adorno. Así, mientras andaba por las emcabanae, busqué una emmyropola y la encontré. Entré en la tienda y —en parte por ocultar el hecho de que la quería para mí y en parte por justificar que llevase tanto dinero— dije a la tendera que era criado de una emfemina clarissima, y, como aquella mujer debía conocer a todas las damas de Basilea, añadí que mi señora acababa de llegar y que durante el viaje había perdido su estuche de cosméticos.
—Naturalmente —alegué—, mi señora desearía tener el mejor aspecto posible al entrar en la ciudad y por eso me ha enviado por delante a comprarle los tintes, lociones y afeites necesarios. Pero como yo no sé de esas cosas, emcaía myropola, confío en ti para que me proveas de todo lo necesario para una dama. La mujer sonrió —con cierta codicia por la oportunidad de hacer una buena venta— y dijo:
—Dime el color de tez y del pelo de tu señora.
—Es que por eso me ha enviado a mí en vez de a una de sus criadas —respondí—, porque de tez y pelo somos casi iguales.
—Hummm —musitó, ladeando la cabeza y examinándome con gesto de profesional—. Creo que… un emfucus de color melocotón… y una emcreta de marrón ceniza. Y se puso a rebuscar por la tienda, haciendo acopio de pomos, tarros y pinceles. Fue una compra costosa, pero podía permitírmelo y salí de la tienda con un precioso envoltorio de ungüentos y polvos, frasquitos con líquidos y varitas de tiza, aunténticos adminículos femeninos de los sucedáneos de zumo de bayas, hollín y sebo con que nos adornábamos las novicias en Santa Pelagia. Lo que compré a continuación me costó aún más. En el taller de un emaurifex adquirí alhajas para «la dama que estaba a punto de llegar». Aunque prescindí de las joyas en oro y sólo las elegí de plata sin piedras preciosas engastadas, el joyero me dejó la bolsa medio vacía. Me compré una fíbula de plata que parecía una cuerda anudada para abrocharme las hombreras del vestido, un collar, una pulsera y pendientes a juego, todo ello hecho con cadeneta de plata. Después, subiendo la cuesta hacia la
guarnición, me entraron dudas sobre lo que había comprado. ¿Serían aquellas alhajas, imitando cuerdas y cadenetas, debidamente femeninas? Pero luego me dije que si las había elegido en función de mi mitad varón, los hombres que me vieran con ellas las admirarían y, por consiguiente, me admirarían también.
¿Para qué, si no, llevan alhajas las mujeres?
Ya no había tanta gente dentro de la fortaleza, pues se habían marchado casi todos los campesinos y viajeros que habían estado recluidos, pero sí que continuaban allí el sirio y sus carismáticos, en el mismo barracón que Wyrd y yo, pues el tratante esperaba sin duda que Paccius le devolviera a Becga. Una vez en el cuarto del barracón, vencí mi ansia femenina por desenvolver y probarme lo que había adquirido, porque antes tenía que hacer una tarea muy masculina y quería acabarla antes de que regresase Wyrd y me regañase por no haberla hecho. La noche anterior, al cortarle el cuello a la bruja huna, no había limpiado la sangre de mi espada corta antes de envainarla, y, al secarse, la espada se había quedado pegada al forro de lana de la vaina. Así que pedí una tina a uno de los soldados del barracón, la llené de agua y fui mojando la vaina hasta que pude extraer la espada; luego, limpié cuidadosamente la hoja, la sequé y dejé la vaina a remojo en la tina hasta que la lana recuperó su blancor. A todo esto, me había entrado bastante sueño, pero mi natural femenino me impulsaba a probarme las alhajas y los afeites. Como no tenía emspeculum —y no me atrevía a preguntar a un soldado si tenía adminículo tan afectado— no podía ver cómo me sentaban las cosas, y, comprobando que en aquel momento no estaba el sirio, llamé a uno de los carismáticos, un muchacho de mi edad aproximadamente y de tez parecida, quien complacientemente —casi encantado— se sentó y dejó que le probase las alhajas, le diese colorete en las mejillas, le ennegreciera pestañas y cejas y le pintase de rojo los labios con un ungüento. Hecho lo cual, retrocedí para contemplar mi obra, mientras él me sonreía muy orgulloso. A pesar de su harapiento atavío, las alhajas de plata lucían muy bien y complementaban muy bien su pelo rubio; pero me había excedido en los afeites del rostro y más bien tenía el aspecto de lo que yo imaginaba debían ser los malignos emskohls.
Fui a quitárselo, pero él tanto protestó y suplicó, diciéndome que «le gustaba estar guapa», que le dejé aquella máscara de diablo y llamé a otro de parecida edad y color de tez. Esta vez le embadurné más discretamente, aplicando los cosméticos con más habilidad, y, al contemplarlo, quedé satisfecho de mi obra. Aquella prueba me dio la seguridad suficiente de que cuando pudiese disponer de un emspeculum para pintarme yo, tendría suficiente experiencia para aplicar los afeites y lograría un resultado más que aceptable. Quité las alhajas al primer muchacho y se las puse al otro, y tanto el primero como yo convinimos en que parecía una auténtica chica y el propio interesado estaba diciendo que así se sentía realmente, cuando los tres nos sobresaltamos al oír al sirio exclamar con desdén a nuestras espaldas:
—¡Ashtaret, cachorro entrometido! Primero me robas a Becga, y ahora ¿qué estás haciendo con Buffa y Blara?
—Ponerles atractivos como muchachas. ¿Qué tienes que objetar? —repliqué zalamero.
—¡Bah! El que desee una pobre hembra puede obtenerla por un precio cien veces menor de lo que cuesta un carismático. Mocosos, quitaos inmediatamente esa porquería de la cara. Me devolvieron las alhajas y se marcharon obedientemente. Yo fui al cuarto a guardar mis cosas y acabar de limpiar con agua la funda de la espada, y el sirio me siguió, gimoteando.
— ¡Ashtaret! —suplicó—. Estoy harto de que se me trate como a una alcahueta, cuando soy un respetable tratante que posee valiosas mercancías.
Me tumbé en el catre y, aunque realmente no me preocupaba, le pregunté:
—¿Quién es Ashtaret a quien tanto invocas?
—Es una gran diosa de la que soy devoto. Era la Astarté de los babilonios, y anteriormente la Isthar de los fenicios.
—No creo que merezca la pena —repliqué displicente, pero con intención— adorar a una diosa que se haya metamorfoseado dos o tres veces en la tradición.
—No hay ningún dios o diosa, o incluso un semidiós que no tenga su antecedente si se investiga bien. La diosa más prominente del paganismo romano, Juno, procede de la Uni de la religión etrusca; el
dios griego Apolo, era en origen el Aplu etrusco —respondió él desdeñoso, con una carcajada—. Y si quieres que te diga los orígenes de tu Dios, de Satán y de Jesús…
No me cabe la menor duda de que me lo habría dicho, e incluso con datos ciertos, pero ya me había quedado dormido.
Me desperté a oscuras a media noche, cuando dos soldados medio borrachos entraron casi arrastrando a un Wyrd inconsciente. Después de dar tumbos de un lado a otro del cuarto y proferir maldiciones, vieron el catre vacío y le tumbaron en él; cuando les pregunté, un poco asustado, qué le sucedía a Wyrd, se echaron a reír y me dijeron que le oliese el aliento.
Una vez que se hubieron marchado, lo hice —por asegurarme de que respiraba— y me aparté
asqueado y casi mareado por el hedor a vino. Me alegré de que me hubiesen despertado, pues la funda de la espada seguía en remojo; la saqué y la sequé cuanto pude y la metí entre la colchoneta y la madera, tumbándome encima para que al secarse el cuero no se combara, e inmediatamente volví a quedarme dormido.
Cuando me desperté ya había luz y la mañana estaba bastante avanzada; Wyrd estaba levantado e inclinado sobre la tina, metiendo repetidas veces la cabeza en el agua. Yo pensé cómo no habría advertido que el agua estaba tintada de rojo —pues se estaba lavando en sangre de huno diluida— hasta que se irguió, y, al volverse, vi que sus ojos estaban aún más enrojecidos que el agua.
—Oh, emvái —balbució, retorciéndose la barba—, tengo un dolor de cabeza de padre y muy señor mío. El Oglasa se cobra un alto precio a sus adictos. Pero merece la pena… Sí que la merece…
—Quizá un desayuno te haga sentirte mejor —dije sonriendo—. Vamos al emconvivium a ver si nos dan algo de comer.
—Los muertos no comen. Vamos primero a las termas a ver si resucito con un buen baño. Pero resucitó sin necesidad de darse el baño, porque en el emapodyterium nos encontramos con Paccius que se estaba quitando la coraza, toda manchada y salpicada de sangre seca; él también estaba sucio y con aspecto de agotamiento, pero despierto y sonriente.
—Ah, emsignifer, salve, salve —dijo Wyrd—. ¿Todo ha ido bien?
—Perfectamente; ya está. Todo ha terminado —contestó Paccius animoso—. Y quiero estar bien presentable como corresponde al centurión que ya soy.
— emGratulatio, centuria —dijimos Wyrd y yo.
—Sí, hemos exterminado a esos salvajes en su campamento —añadió Paccius—. Y me ha dicho Calidius que la columna con el supuesto rescate ha hecho lo propio en el río Birsus. Esas carroñas no volverán a molestarnos; al menos no en bandadas.
—¿Y qué más? —inquirió Wyrd, ya desvistiéndose.
—Tal como dijiste, no hemos recogido los restos de Fabius y Placidia —dijo el romano muy serio—. Los quemamos con los demás cadáveres y le he dicho al legado que los cuerpos de su hijo y de su nuera ya habían sido quemados antes de que llegásemos nosotros. No podrá darles un entierro decente romano, pero así le ahorraremos el dolor de saber cómo murió Fabius.
—Gracias por la noticia, emcenturio —dijo Wyrd—. Había decidido retrasar nuestra marcha hasta saber cómo había ido la expedición de castigo, y eso que esperaba la rotunda victoria de tus tropas; en realidad he celebrado anticipadamente el éxito —y de nuevo se llevó despacio la mano a la frente—. Ahora sólo la retrasaré hasta que me haya recuperado.
—¿Y el carismático Becga? —pregunté a Paccius.
—También ha muerto —contestó con indiferencia.
—¿A manos de un huno o de un romano?
—Lo maté yo —me contestó—. Tal como me indicaste, Uiridus —añadió para Wyrd—, lo hice rápido sin que sufriera.
—¿Tú se lo indicaste? —inquirí—. Si tú mismo admitiste que Becga no era más que una víctima inocente de las circunstancias.
—No hables tan alto, cachorro —contestó con una mueca—. Y recuerda que fuiste tú quien voluntariamente elegiste esa víctima. Calidius no nos habría perdonado jamás el insulto a su honor dejando vivo al que suplantó a su nieto, quien tal vez algún día se habría jactado de ello, resultando ser un despreciable puto carismático.
—Matar al despreciable Becga por satisfacer el orgullo del emlegatus, me parece una crueldad innecesaria —espeté yo.
—¡No ha sido ninguna crueldad! —replicó—. Bien sabes qué clase de vida habría tenido de seguir vivo. Ahora, vamos al emunctuarium.
Había que admitir que Wyrd tenía razón, y le seguí obedientemente al interior de los baños. Mía había sido la idea de un «substitutus», condenando así a Becga a la muerte. Aunque no hubiese sido más que mi mitad viril la responsable, ahora me molestaba la mala conciencia femenina; de hecho, lo lamentaba como una mujer.
Recuerdo que me tranquilizó la idea de que ser un emmannamavi era algo muy ventajoso, pues no me vería inducido nunca a amar a otra persona, de un sexo u otro, y así nunca tendría que padecer las cuitas del amor. Pero ahora comprendo otra cosa: aunque fuese inmune a los tormentos que acompañan esa emoción extenuante, sí tendría que aprender a acallar o al menos no dar importancia a las discrepancias y querellas que se suscitasen entre las mitades hembra y varón de mi naturaleza. Muy bien, me dije, me alegro de no haber conocido lo bastante a Becga, y de que no existiera ningún vínculo sentimental; rechazo toda responsabilidad y todo remordimiento por su muerte; a partir de ahora, siempre aprovecharé la ventaja de ser Thorn emel Mannamavi— una criatura sin conciencia, compasión ni remordimientos— un ser despiadado y amoral como el emjuika-bloth o cualquier otro rapaz de este mundo. Lo juro.