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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (20 page)

— ¡Por todos los truenos de Thor! —le interrumpió Wyrd—. No nos des órdenes como si fuésemos sirios o esclavos. Thorn es mi aprendiz y está aprendiendo de su emfráuja Wyrd… el emmagister Uiridus, si prefieres, y quiero que él se entere también de todo lo que me tenga que decir el emlegatus. Los dos iremos a ver a Calidius.

em—¡Heu me miserum! Como quieras —replicó el emsignifer, alzando las manos exasperado—. Pero vamos de una vez.

Así pues, até mi emjuika-bloth a la cabecera de la cama y volvimos a seguir a Paccius. Esta vez nos condujo por la emvía praetoria, la otra calle principal que cruzaba perpendicularmente la emvía principalis y al final de la cual se hallaba el empraetorium o residencia del legado con su familia y servidumbre, un edificio casi tan grande e impresionante como el cuartel general. Mientras seguíamos a Paccius, pregunté en voz baja a Wyrd:

— emFráuja, ¿qué son carismáticos?

—Pues esos chicos que hemos visto —contestó, señalando con el pulgar hacia atrás.

em—Ja, pero ¿por qué les llaman así?

—¿No lo sabes? —inquirió, volviéndose hacia mí y mirándome de una manera rara.

—¿Cómo voy a saberlo? Nunca lo había oído.

—Viene del griego emkhárismata —contestó, mirándome aún de aquel extraño modo—. Un eunuco, sí sabrás lo que es…

—He oído hablar de ellos, pero no he visto ninguno.

em—Khárisma, en griego —prosiguió él sin dejar de mirarme perplejo—, significaba un don o un talento especial de una persona, pero en la acepción moderna es una clase especial de eunuco; los más exquisitos y caros.

—Pues yo pensaba que los eunucos eran… pues, eso, nada… neutros. ¿Cómo puede haber varias clases de nada?

—Un eunuco es un hombre que ha dejado de serlo porque le han extirpado los testículos, y un carismático es uno al que ahí abajo le han extirpado todo. emSvans y lo demás.

em—¡Iésusl —exclamé yo—. ¿Por qué?

—Hay amos —contestó Wyrd, desviando la mirada— que los quieren así. Un eunuco corriente no es más que un criado con garantía de que no importune deshonestamente a la esposa de la casa, mientras que un carismático es un juguete para el propio amo. Y los amos los prefieren jóvenes y atractivos. Me apostaría algo a que esos que acabamos de ver son francos. Hacer carismáticos de los niños guapos huérfanos es el bollante comercio a que se dedica la ciudad franca de Verodunum. Pero claro, como muchos niños mueren por efecto de la brutal cirugía, los pocos que sobreviven alcanzan un precio astronómico. Ese vil sirio conduce un ganado que vale una fortuna, por así decir.

— emIésus —repetí, y proseguimos nuestro camino hacia el edificio, desde la puerta del cual Paccius nos hacía señal de que nos apresurásemos. Wyrd se volvió de nuevo hacia mí y dijo:

—Perdóname cachorro; al preguntarme qué es un carismático, me quedé sorprendido porque… emAj, bueno, pensé que tú eras uno de ellos.

—¡Ni mucho menos! —repliqué yo indignado—. ¡A mí no me falta ninguna parte del cuerpo!

—Ya te he dicho que perdones —añadió, encogiéndose de hombros—, no voy a decirte nada más… ni siquiera a preguntarte si eres descendiente del Hermafrodita. Te dije que me importaba un bledo lo que pudieras ser y te lo vuelvo a decir. Dejemos ese tema para siempre. Vamos, entra conmigo al pretoriado y nos enteraremos por qué el augusto Calidius se alegra tanto de que hayamos venido.

CAPITULO 6

Paccius nos condujo a través del vestíbulo y varias salas, todas magníficamente amuebladas y decoradas con mosaicos en suelo y paredes, divanes, mesas, tapices, lámparas y otros objetos cuya utilidad desconocía. Pensé que el cuidado de tales aposentos requeriría gran número de criados, esclavos u ordenanzas militares, pero no vimos a nadie. A continuación, Paccius nos hizo salir afuera otra vez, a un jardín con columnata que había en el centro del edificio. También allí había nieve, todas las plantas estaban sin flor y sólo se veía a un hombre paseando de arriba a abajo por una terraza enlosada, abrumado, al parecer, pues se retorcía las manos igual que había hecho el tratante sirio de esclavos. Su pelo era blanco y tenía arrugas en su rostro curtido y afeitado, pero caminaba bien erguido y parecía fuerte para su edad. No vestía uniforme, sino una larga túnica de lana fina de Mutina, elegantemente orlada de armiño. Para un noble como él, Wyrd y yo deberíamos parecer unos salvajes que su emsignifer había apresado en una guarida remota. No obstante, al vernos, se iluminó su preocupado rostro y se nos acercó animoso, exclamando:

—¡Caius Uiridus! em¡Salve, salve!

— emSalve, Clarissimus Calidius —contestó Wyrd, al tiempo que ambos se agarraban mutuamente la muñeca con la mano derecha.

—He de encender una lámpara a Mitra —añadió Calidius— por enviarte en estos momentos de terrible desgracia, viejo guerrero.

—No sé por qué Mitra me honra con sus favores —replicó con sorna Wyrd—. ¿Cuál es la desgracia, emlegatus?

Calidius hizo señal a Paccius de que se retirase y, sin preocuparse por mi presencia, respondió:

—Los hunos han raptado a una mujer romana y a su hijo y los tienen como rehenes, exigiendo un rescate que me es imposible pagar.

—Por mucho rescate que pagues —dijo Wyrd torciendo el gesto—, no esperarás que te devuelvan los rehenes.

—Ciertamente, no abrigaba la menor esperanza… hasta que supe que habías llegado, viejo compañero.

— emAj, viejo sí soy, pero sólo he venido a vender unas pieles de oso y…

em—¡Eheu! No tienes necesidad de ir a discutir y regatear con todos los mercaderes de Basilea. Yo mismo te compraré todo lo que tengas y al precio que pongas, por muy alto que sea. Quiero que persigas a esos hunos y rescates a la mujer y al niño.

—Calidius, ahora ya no mato hunos, sino osos. Es improbable que los parientes de los osos muertos me persigan.

—Antes no hablabas así —replicó el legado con viveza—. Y no siempre respondías al nombre proletario de Cayo Uiridus, cuando derrotamos a Atila en los campos Cataláunicos —al oír esto yo me volví sorprendido y maravillado a mirar a Wyrd con mayor respeto aún—, eras un respetuoso emdecuria de tropas auxiliares que luchaba con los emantesignani en cabeza de los estandartes. Hace quince años no le hacías ascos a matar hunos.

—¡Ni entonces ni ahora, centurión venido a más! —replicó Wyrd—. Lo que sucede es que ya no me salgo de mi camino para matar enemigos. Si yo estuviera en tu caso, Calidius, me preocuparían menos las víctimas del secuestro que los cobardes que tienes a tu mando. Si un huno zarrapastroso es capaz de robar aunque sólo sea una boñiga de caballo de una ciudad con guarnición romana, bien se merece el trigo y el vino de tus hórreos. Y a partir de ahora todos tus legionarios, reservistas y auxiliares deberían alimentarse únicamente con la cebada y el vinagre de la desgracia.

El legado asintió entristecido.

—Realmente, más que una desgracia ha sido la tozudez de una mujer —dijo, torciendo el gesto—. Una mujer mal llamada Placidia. Su hijo de seis años —por nombre Calidius, en homenaje a mi persona— tiene un caballito, un animal que nunca habían montado en invierno, que tenía la pezuña del casco crecida y había que recortársela; y resulta que las caballerizas del mejor herrero de Basilea están lejos, en las afueras, y el pequeño Calidius se le antojó ir con su caballito allí, por lo que Placidia, que está preñada de otro hijo y a punto de dar a luz y presenta, por tanto, un aspecto poco apto para presentarse en público, se empeñó en acompañarle, y sin ningún esclavo de escolta; se fue con el niño, únicamente con los cuatro esclavos porteadores de la emlectica y un esclavo a pie conduciendo al caballo. Y…

—Perdona, Calidius —le interrumpió Wyrd con un bostezo—, yo y mi aprendiz estamos rendidos y en imperiosa necesidad de darnos un baño. ¿Son realmente necesarios todos esos detalles triviales?

— em¡Quin taces! Bien sé yo que tú tienes también buen pico. Y los detalles son importantes, porque es muy posible que los hunos hayan estado al acecho en las afueras, esperando la oportunidad. Un grupo cayó sobre la reducida comitiva, mataron a los cuatro porteadores y desaparecieron, llevándose ellos mismos el palanquín. El esclavo que se salvó regresó con el caballito y trajo la horrible noticia. —Le mataste, naturalmente.

—Eso habría sido demasiada clemencia. Está preso a perpetuidad en el pozo del molino —ese que los esclavos llaman «el infierno viviente»—, haciendo girar la rueda. Allí las condenas de por vida no duran mucho, dado el trabajo agotador con aquel calor y el polvillo asfixiante. Bien, dos días después se presentó con bandera blanca un huno que hablaba el suficiente latín para decirnos que Placidia y el pequeño Calidius seguían con vida y seguirían vivos si le dejábamos regresar indemne con los suyos y le dábamos garantías para volver aquí con las instrucciones que le diesen. Le di tales garantías, y el mismo huno canalla volvió al cabo con una lista de las exigencias para el rescate. No te las enunciaré todas —

vituallas, caballos y sillas, armas—, pero basta que sepas que son unas demandas exorbitantes que no puedo aceptar. Contemporicé, diciéndole que necesitaba tiempo para considerar si los rehenes valían ese precio y que le contestaría al cabo de tres días. Es decir, que ese maldito enano volverá mañana. Comprenderás mi desesperación y por qué me he alegrado al saber que habías venido y por qué…

—No, no acabo de comprenderlo —dijo Wyrd—. Calidius, me perdonarás que abra viejas heridas, pero recuerda que cuando tu hijo Junius cayó en los campos Cataláunicos, tú nos dijiste que no guardásemos luto. Dijiste que la muerte de un soldado no era una pérdida intolerable para el ejército; y eso que era tu propio hijo. ¿Por qué ahora, por una simple mujer temeraria y su desventurado hijo, aunque se llame… —Uiridus, tuve otro hijo que aún vive, el hermano de Junius. Y sirve a mis órdenes.

—Lo sé. El emoptio Fabius. Un muchacho estupendo.

—Bien, esa tozuda Placidia es su esposa; mi nuera. Y su hijo y el que lleva en las entrañas son mis dos únicos nietos. Si están vivos… Tienen que estarlo. Son mis únicos descendientes.

—Entiendo —musitó Wyrd, poniéndose tan serio como el emlegatus—. Fabius habría debido salir inmediatamente en su persecución, buscándose la muerte.

—Así es, pero logré con una argucia encerrarle en el cuerpo de guardia antes de que se enterase del secuestro; y allí continúa, maldiciéndome furiosamente a mí y a los hunos.

—Pues, de nuevo te digo que no sé por qué te desesperas —dijo Wyrd—. Lamento parecer despiadado, pero sé muy bien que un hombre puede soportar la pérdida de su esposa y hasta olvidarla con el tiempo, al menos a una como la que me dices es esa Placidia. Fabius es joven y hay muchas mujeres, y

algunas mucho más plácidas. Y los hijos son la cosa más fácil del mundo de hacer. No tiene por qué

perderse tu apellido.

El legado lanzó un suspiro.

—Es exactamente lo que yo le he dicho, y suerte que nos separaban las barras de la celda. No, Uiridus, por lo que sea, Fabius está loco por esa mujer y embobado con el pequeño Calidius y se halla muy ilusionado con que nazca su otro retoño. Me ha jurado que si mueren, a la primera ocasión se clavará

la espada. Y sé que, siendo mi hijo, lo hará. Tengo que salvar a esos rehenes.

—Quieres decir que tengo que salvarlos yo —dijo Wyrd malhumorado—. Pero ¿por qué crees que los hunos no mienten y los tienen todavía vivos?

—Ha aportado pruebas las dos veces que ha venido —contestó el emlegatus con otro suspiro, metiendo la mano en su túnica y sacando dos pequeños dedos lívidos y tendiéndoselos a Wyrd—. Son de Placidia. Uno cada vez.

Yo volví la cabeza para no vomitar, y, mientras Wyrd los examinaba, el legado prosiguió como si nada:

—Cada vez que ha traído uno, he amputado yo mismo dos dedos a ese miserable esclavo condenado al molino, y si las negociaciones para el rescate se estancan, acabará empujando la muela con los codos.

—Son dos dedos índices —musitó Wyrd—. Pero éste fue el primero que trajo, ¿verdad? Ha perdido la rigidez. Mientras que éste, lo han cortado hace poco. Muy bien, de acuerdo. La mujer seguía viva, al menos hace dos días. Calidius, manda traer ahora mismo a ese esclavo, antes de seguir mutilándole. El legado gritó «¡Paccius!» y el emsignifer apareció inmediatamente por una puerta, saliendo acto seguido, tras recibir órdenes.

—Una cosa que he aprendido respecto a los hunos —dijo Wyrd mientras aguardábamos— es que tienen muy poca paciencia. Puede que una cuadrilla estuviese al acecho en las afueras esperando una oportunidad para capturar a alguien, pero no estarían mucho rato ante la escasa posibilidad de que se tratase de rehenes importantes para el compasivo emclarissimus Calidius. Sabían a quién esperaban, cuándo iba a aparecer esas personas y lo indefensas que iban. Me resulta sospechoso que uno de los cinco esclavos escapase milagrosamente ileso.

—Demos gracias a Mitra —dijo el emlegatus— de que todavía no le haya matado. Paccius regresó con dos guardias que arrastraban al esclavo al que hacían ir casi corriendo a trompicones. Era un hombre fornido y de tez clara, pero tembloroso y asustado, y sólo se cubría con un taparrabos y unas vendas sucias y sanguinolentas en las manos. Nada más dejarlo en presencia nuestra, vi que al emlegatus le temblaban las manos, como conteniéndose por no estrangularle, pero Wyrd se limitó a interrogarle en el antiguo lenguaje.

— emTetzte, ik kann alls («Desgraciado, lo sé todo»). Sólo tienes que confirmarlo y prometo liberarte del molino.

Cuando Wyrd tradujo en latín la última frase, el emlegatus profirió una protesta, pero Wyrd le acalló

con un gesto y prosiguió:

—Por el contrario, desgraciado, si te niegas a confesar la verdad, te prometo que volverás al molino.

— emKunnáith, ¿niu? («¿Lo sabéis?») —balbució el esclavo.

—Claro —contestó Wyrd con displicencia como si realmente lo supiera, y siguió traduciendo lo que decían en latín para que se enterase el emlegatus—. Sé que primero hablaste con un huno al acecho en las afueras de Basilea en otro viaje que hiciste al herrero, que conviniste con los hunos para que estuviesen preparados cuando la dama Placidia y su hijo fuesen a la herrería y que le aseguraste que no le aguardaba ningún peligro y que no saliera con escolta. Y, luego, te alejaste como un cobarde mientras tus compañeros se enfrentaban desarmados a los hunos y morían.

— emJa, fráuja —musitó el miserable, sudando copiosamente a pesar del frío que hacía en el jardín—, lo sabes todo.

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