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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (32 page)

—¿Qué, vamos a hacerles una trastada a los judíos, o nos pasamos todo el día ganduleando?

Como he dicho, muchas veces me había preguntado, en las ocasiones en que habíamos vuelto a vernos después de sus desapariciones, si había olvidado lo que había hecho o simplemente prefería simular que se le había olvidado; pero esta vez era evidente que Gudinando no recordaba en absoluto haber hablado de un mochuelo, ni de haber lanzado un grito antes de echar a correr, ni de los sufrimientos padecidos durante el ataque o el tiempo que había transcurrido desde que habíamos comentado hacer alguna travesura. No supe hacer otra cosa más que quedarme sentado donde estaba, mirándole embobado. Él se puso en pie muy ágilmente, pues debía tener los músculos entumecidos por el rigor, y se vino hacia mí despacio; pero con el movimiento notó su propio hedor y se detuvo como herido por el rayo. Una contorsión de consternación y asco cruzó su rostro, casi al borde de las lágrimas, y cerró los ojos, meneando la cabeza anonadado.

—Ya lo has visto —dijo en voz tan baja que casi no le oí—. Adiós, Thorn. Voy a lavarme. Y se dirigió rápido al lago, apartándose lo más posible de mí.

Cuando volvió, sólo se cubría con su atlético taparrabos que chorreaba, y en los brazos llevaba el resto de sus ropas también mojadas. Al verme aún recostado en el árbol, me miró francamente sorprendido.

—¡Thorn! ¿No te has marchado?

— emNe. ¿Por qué iba a irme?

—Salvo mi anciana madre, todos los que se han enterado de mi… Los que se han enterado de cómo soy… se han apartado de mí y nunca han vuelto a tratarme. Te habrás preguntado por qué no tengo amigos. Antes tenía alguno, pero me he quedado solo.

—Pues entonces no merecían el nombre de amigos —dije—. ¿Es por eso por lo que sigues en ese empleo tan despreciable en la peletería?

Él asintió con la cabeza.

—Nadie contrata a un trabajador que puede sufrir un ataque delante de la gente. Donde trabajo ahora, no me ve nadie y… —lanzó una risa descarnada— si en el baño me da una convulsión, no afecta mucho al trabajo. En realidad, me ayuda a sacudir las pieles. Lo único que me preocupa es que alguna vez no me dé cuenta a tiempo de cuando me viene y no pueda llegar al borde del baño para mantenerme de pie. Si eso llegara a sucederme, me ahogaré en aquel líquido repugnante.

—Conocí a un anciano monje que tenía el mismo mal —dije—, y su emmedicus le hacía beber cada cierto tiempo una poción de semillas de cizaña, que hace que los ataques sean menos frecuentes o no tan fuertes. ¿Lo has probado?

—Mi madre me la daba con una cuchara —contestó, asintiendo con la cabeza—, pero una dosis excesiva, que es difícil de determinar, puede ser mortal. Así que dejó de hacerlo. Prefirió tener un monstruo vivo a un hijo muerto.

—¡Tú no eres ningún monstruo! —exclamé—. Muchos grandes hombres de la historia han padecido ese mal durante toda su vida: Alejandro, el César Julio y hasta el apóstol san Pablo. Y eso no les impidió ser grandes.

—Bueno, hay cierta posibilidad de que no tenga que padecerla durante toda la vida —replicó con un suspiro. —¿Cómo así? Yo creía que era un mal incurable… —Lo es para quien lo contrae cuando es ya adulto, como imagino sería el caso de ese monje que dices. Pero el que la tiene de nacimiento como yo… dicen que desparece en el caso de una chica cuando le viene el primer menstruo, y en el de un chico, cuando tiene su iniciación sexual. Y yo no la he tenido —añadió ruborizándose.

—¿Y, de verdad, eso te lo curaría? —dije entusiasmado—. ¡Qué estupendo! ¿Y por qué, entonces, sigues aún virgen? Ya a mi edad podrías haber holgado con la mujer que hubieras querido. O antes.

—No te burles de mí —replicó él apesadumbrado—. ¿Holgar con qué mujer? Todas las mujeres de Constantia y de millas en derredor me conocen, y a todas las jovencitas sus padres las amonestan de antemano. No, ninguna mujer se arriesgaría a quedar preñada de mí y dar a luz a un niño afectado por la enfermedad; hasta los hombres y los chicos me esquivan por miedo a que los infecte. Tendría que ir muy lejos de aquí para hacerme amigo de una mujer que no supiera nada o seducirla. Y no puedo dejar sola a mi madre inválida. —¡Bah, Gudinando! En Constantia hay lupanares, y no cuesta tanto, por un…

—No. Las prostitutas tampoco quieren, ya sea por temor a contraer la enfermedad o por miedo a que me dé el ataque en plena copulación y pueda hacerles daño. Mi única esperanza es encontrar una muchacha o una mujer que acabe de llegar a la ciudad y enamorarla —o al menos que consienta— antes de que se entere de nada. Pero hay pocas viajeras y, de todos modos, ni siquiera sé cómo tendría que abordarla. Llevo tanto tiempo solo que soy torpe en el trato y no sé qué decir. He pensado en la bendita circunstancia en que te conocí, ya ves, por pura casualidad.

Reflexioné un instante y una audaz idea se abrió camino en mi mente (y sentí esa pesadez de párpados); ahora era yo el que notaba rubor; pero recordé que había jurado tiempo atrás que nunca me inhibiría por escrúpulos de conciencia o por lo que la gente llama moral. Además, aunque la idea fuera motivada en parte por mis propios deseos, los moralistas más intransigentes tendrían que sancionarla como una buena obra, ya que sería lo único capaz de librar a Gudinando de su terrible aflicción.

—Pues mira, Gudinando, yo sé de una recién llegada a Constancia, y puedo concertarte un encuentro con ella —dije.

—¿Ah, sí? —contestó animado—. ¿Podrías hacerlo? —y volvió a ponerse taciturno—. Pero seguro que se entera de lo mío antes de que pueda…

—Yo la hablaré de ti y no tendrás que perder tiempo en cortejarla ni seducirla. En cualquier caso, ella no va a enamorarse de ti, porque ha prometido no hacerlo jamás. Pero yacerá complacida contigo y lo hará cuantas veces haga falta para curarte la epilepsia.

—¿Qué? —exclamó sin acabar de creérselo—. ¡Santo cielo! ¿Y por qué iba a hacerlo?

—Por el simple motivo de que no hay peligro de que quede en cinta, pue su emmedicus hace tiempo que le dijo que sería estéril. Y por otro motivo: por complacerme a mí.

—¡Cómo! —volvió a exclamar Gudinando, esta vez pasmado—. ¿Por qué?

—Porque soy amigo tuyo y ella es mi hermana. Mi hermana gemela.

— em¡Liufs Guth! —balbució—. ¿Vas hacer de alcahuete con tu propia hermana?

— emNe. No hay necesidad. Llevo todo el verano haciéndole elogios de ti y ya conoce tus buenas cualidades; y te ha visto alguna vez que me has acompañado hasta la puerta de nuestro alojamiento, por lo

tanto conoce tu apostura. Y lo que es más importante, ella es una persona muy amable, tierna de corazón, y hará sin vacilar cualquier cosa que mitigue tu padecer.

—¿Y cómo me ha visto sin que yo la haya visto a ella? Ni siquiera sabía que tenías una hermana.

¿Cómo se llama?

—Pues… Juhiza —contesté, diciendo el primer nombre que se me ocurrió, recordando mi charla con el tabernero Dylas en Basilea—. Juhiza, igual que yo, es pupila del viejo Wyrd que tú conoces, y es muy severo con ella. Le tiene prohibido salir del albergue hasta que los tres reemprendamos viaje. Ella te vio desde la ventana del emdeversorium, pero ahora que Wyrd está fuera de la ciudad, desobedeceré sus órdenes y convendré un encuentro contigo. Ni Juhiza ni yo diremos nada a nuestro tutor, y tú menos aún.

—Desde luego que no —dijo Gudinando aturdido—. Pero… si es hermana gemela… ¿no será

demasiado joven…?

—Ay —exclamé con aire de tristeza—. No tan joven que aún sea virgen. Tuvo unos amores desgraciados con otro tutor, pero él la dejó para casarse con otra. Por eso éste la tiene tan recluida, y por ese motivo ella ha jurado no volver a enamorarse.

—Bien… —añadió Gudinando, radiante ante la halagüeña perspectiva—. Probablemente es mejor que no sea virgen, pues así sabrá… lo que hay que hacer.

—Eso creo. Y será una buena maestra para tu iniciación, como tú dices. Después podrás hacer mejor el amor a otras, cuando te hayas curado y puedas ir con más mujeres.

em—Liufs Guth —musitó Gudinando—. No es que importe —añadió—, pero ¿es guapa?

—¿Cómo puede un hermano admirar o juzgar a su hermana? —contesté, encogiéndome de hombros—. Mira, Juhiza es mi hermana gemela, y la gente dice que nos parecemos.

—Y tú eres bien parecido, sí. Bien, Thorn… ¿qué puedo decir? Si Juhiza está dispuesta a ser tan amable con un perfecto desconocido, sólo puedo estarle agradecido, ¡bendita sea! Y a ti también. ¿Cómo convenimos el encuentro?

—¿Por qué no lo hacemos aquí mismo, en este bosquecillo? —dije—. Por aquí no hay curiosos y quizá sea importante —porque propicie y asegure la curación— que yazcáis en este lugar en el que yo he sido testigo de tu mal. A lo mejor es el último ataque que padeces. emJa, creo que debéis veros aquí. Y yo desapareceré discretamente; ni siquiera vendré para presentártela. No, le indicaré el sitio para que ella misma venga mañana por la noche, a la hora en que tú y yo tenemos costumbre de encontrarnos.

— em¡Audagei af Guth faúr jah iggar! ¡Dios os bendiga a los dos! —comentó él con toda franqueza. Y así fue como «Juhiza» se vio con Gudinando.

CAPITULO 4

Al día siguiente acudí al bosquecillo del lago al anochecer, como habíamos convenido, debidamente vestido de mujer, con una pañoleta, algo de cosmético en la cara y algunas de las chucherías que había comprado en Basilea. Debajo del vestido, llevaba ceñido el emstrophion para elevar los pechos y que se me notaran, y otro fuerte ceñidor para ocultar mi miembro viril en el bajo vientre y que pasara desapercibido. Calcé sandalias femeninas, porque siempre que había estado con Gudinando —menos en las ocasiones en que íbamos descalzos— yo usaba botas de cuero, y así las sandalias de «Juhiza», a primera vista, me hacían un poquito más bajo que Thorn.

Algún resto inconsciente de mi naturaleza masculina persistía en infundirme en la mente el reproche de que lo que hacía era disfrazarme, como había hecho en Vesontio para comprobar la reacción de las prostitutas, y que yo mismo ahora actuaba simplemente como una prostituta que obtenía los favores

de un joven inocente, para mis bajos propósitos; pero mi naturaleza femenina logró desechar sin ambages aquella idea. Sí, aprovechaba la oportunidad para consumar con Gudinando una unión que hacía meses anhelaba, pero no podía aceptar que fuese por bajos motivos. Al fin y al cabo, era la única hembra capaz de hacerle aquel favor para librarle de su mal y ayudarle a que a partir de ese momento llevase una vida normal, no conmigo, Juhiza, pues a finales de verano yo marcharía hacia el este, sino con una amante o una esposa que él mismo eligiera, cuando tuviese ya un trabajo mejor que la despreciable ocupación que durante tanto tiempo lo había crucificado.

En cuanto a la insistente comezón masculina de que Juhiza no era más que Thorn disfrazado… bien sabido es que tanto dioses como mortales han recurrido al atavío del sexo opuesto para sus jolgorios o travesuras. Los paganos dicen que Wotan cortejó a Rhind, reina del invierno, vistiéndose de mujer, dado que ésta despreciaba a todos sus pretendientes masculinos. Pero yo no fingía, pues era hembra y, por naturaleza, tenía derecho a mostrarme como la mujer que era y soy.

Mucho antes de que yo naciera, el poeta Terencio escribió: «Soy un hombre y nada humano me es ajeno.» No creo que fuera presuntuoso por mi parte pensar que, dado que soy hombre y mujer, estaba más cualificado que Terencio para afirmar que «nada humano me es ajeno». Por consiguiente, cuando acudí a encontrarme con Gudinando en mi condición de Juhiza, deseché toda duda e incertidumbre. Era una hembra y sería hembra, y estaba firmemente convencido de que, de estar en la piel de un hombre, habría podido enamorarme sin paliativos de la joven que yo era entonces. Pero eso lo dejaría en manos de las circunstancias; a aquel encuentro acudiría simplemente para comprobar el éxito o el fracaso que cosechaba como mujer.

Gudinando había confesado que no sabía qué decir a una desconocida, y aquel día se mostraba muy nervioso y azorado. Pero, en cuanto me vio, exclamó sin ocultar su admiración:

—Eres casi idéntica a mi amigo Thorn, tu hermano Thorn. Salvo que —añadió, ruborizándose aún más— Thorn no es más que un chico guapo y tú eres una muchacha hermosísima. Sonreí e incliné la cabeza de un modo femenino para agradecerle el cumplido, y él siguió

balbuciendo:

—Eres un poquito más baja y más delgada. Y tienes… protuberancias y curvas que no tienen los chicos.

En cuanto a protuberancias, él también tenía la suya, y bien manifiesta, en la entrepierna de los pantalones; y confieso que yo sentía ya desde la víspera esa pesadez de párpados que me producía el deseo, y ahora ya sentía palpitar mis diversos órganos femeninos, por lo que dije sin ambages:

—Gudinando, los dos sabemos a qué hemos venido. ¿No te gustaría mirar mejor mis curvas? —él se puso rojo como una amapola, pero yo proseguí—. Yo sé cómo soy sin ropa, pero a ti siempre te he visto vestido. ¿Por qué no nos desnudamos al mismo tiempo? Así nos ahorraremos las fintas y coqueterías a que recurren para conocerse los amantes que se ven por primera vez. Estoy seguro de que si Gudinando hubiese tenido en su vida una relación social normal con una muchacha o una mujer, se habría escandalizado de mi desparpajo, pero debió dar por sentado que yo era una mujer mundana que sabía cómo se trata a un hombre. Muy obediente, aunque con torpeza, comenzó a desvestirse. Yo hice igual, no con torpeza, sino con lentitud y provocativa gracia; conforme descubría más y más de mi cuerpo, a Gudinando se le salían los ojos de las órbitas y la boca se le abría y cerraba, al tiempo que se le aceleraba la respiración. Yo procuraba mostrarme en pleno dominio de mi ser, reprimiendo mi reacción al verle totalmente desnudo por primera vez, pero era difícil. Nada más ver su emfascinum —tan rojo, grande y tieso como el del hermano Pedro— sentí que de mis partes femeninas surgía algo húmedo, cálido y pegajoso y me llevé una mano allí, comprobando que se habían abierto, incitantes, y que tanto había aumentado su sensibilidad que el menor roce me hacía estremecer de emoción.

La mirada profunda y soñadora de Gudinando se recreaba en mi persona, yendo desde mi rostro a los senos y a la vulva, y el rubor que al principio llenaba su cara se le había difundido hasta el pecho; abrió los labios varias veces y se los humedeció con la lengua para poder hablar. (He de decir que ya todo

mi cuerpo temblaba cual si me hubiera lamido; si bien al mismo tiempo temía que se conturbara tanto que pudiera sobrevenirle un ataque.) Pero se limitó a decir:

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