El camarada Rosselló decidió tomarse igualmente unas vacaciones, pero no para pescar ni para pegar saltos en el bosque, sino para visitar el Penal del Puerto de Santa María. El Gobernador hizo las oportunas gestiones para conseguir que al doctor Rosselló le fuera permitido ver a su hijo, y tuvo éxito. De modo que Miguel Rosselló se dispuso a cruzar en coche, solo, España de Norte a Sur, hasta Cádiz, conmovido ante la idea de abrazar a su padre, a quien suponía vestido con traje de presidiario.
«La Voz de Alerta» se marchó también por una quincena. Se marchó a Puigcerdá, centro elegante, en la Cerdaña. «La Voz de Alerta» no podía imaginar nunca que aquel viaje iba a ser decisivo para él; que en el hotel donde se alojaría, y en el Club de Golf anexo, conocería a una muchacha de veintiocho años, de Barcelona, rica heredera y poseedora de un título de nobleza, condesa de Rubí, con la que haría tan buenas migas que el hombre olvidaría por completo sus escarceos matrimoniales con la viuda de don Pedro Oriol… Lo cierto es que la pareja se entendió tan de maravilla, que la muchacha, llamada Carlota, tuvo la impresión de que las «Ventanas al mundo» que escribía el alcalde gerundense le iban destinadas en exclusiva; y por su parte «La Voz de Alerta» envió una postal a su amigo pamplonica, don Anselmo Ichaso, en la que le decía: «Acabo de conocer a una criatura deliciosa, que entiende de monarquía más que usted y que yo. Lo sorprendente es que, en la cartera que lleva en el bolso, junto a la efigie de Alfonso XIII ha colocado un retrato mío».
Con todo, el más impensado veraneo lo disfrutó Paz… En efecto, la muchacha, aupada hasta el máximo por sus amores con Pachín, desde el día en que éste la convirtió en mujer a los pies de las murallas, sobre la hierba, había tenido el presentimiento de que algo bueno le iba a ocurrir, que haría dar un completo viraje a su vida. Y acertó. Lo que nunca pudo imaginar es que el alegre disparo llegara por donde le llegó.
Aconteció que Damián el director y trompetista de la
Gerona Jazz
, en un viaje que hizo a Barcelona vio en un «dancing» a una rubia que animaba a la orquesta cantando por el micrófono. Y le pasó por la mente incorporar la idea a la
Gerona Jazz
. Ambrosio, el del contrabajo, ya mayor, siempre asmático y pesimista, le dijo: «Eso no gustará por aquí». Pero Damián se burló de él, como siempre. Y se pasó dos días rumiando y acariciándole su alegre bigote.
Hasta que, como cae un rayo, se acordó de Paz. Damián había visto a la chica, cuando las Ferias, en la barraca que Perfumería Diana instaló en la Gran Vía, y se acordó de su voz, rota y profunda… «¡Perfumería Diana regala jabón a todo el mundo, sin distinción de categorías!». Se acordó de su facha, de sus desplantes a los soldados, de su uniforme de color verde y de su gracioso casquete. ¿No era lo que andaba buscando?
Fue cosa de coser… ¡y cantar! Damián se personó en Perfumería Diana y sin ambages le dijo a Paz:
—Van a empezar las Fiestas Mayores de los pueblos. Necesito una vocalista. Con un mes de ensayo me comprometo a convertirte en una supervedette, más popular que Pachín.
Los ojos de Paz, ¡cansada de vivir con estrecheces!, se abrieron de par en par.
Accedió a someterse a una prueba, con micrófono, en casa del propio Damián. Y el resultado fue el que debía ser.
—Lo dicho, chiquilla. Armarás la de San Quintín. Todo salió a pedir de boca.
Pachín reaccionó como los buenos. «¡De acuerdo, no faltaría más! ¡Menuda pareja! Tú y yo, los amos…» También Dámaso, el patrón de la Perfumería Diana, comprendió que debía darle facilidades. «¡Adelante, pequeña! Por la tienda no te preocupes». En el piso de la Rambla se armó el natural alboroto, que Matías, divertido con la peripecia de su sobrina, cortó diciendo: «Pero ¿qué mal hay en ello? ¿No echan mano del micrófono los predicadores?». Hasta Gol, el gato de Paz, pareció alegrarse y saltó a sus brazos y le lamió la mano. El presentimiento feliz, la lotería «¡
Gerona Jazz
, con la sensacional vocalista PAZ ALVEAR!». La ciudad quedó en un santiamén repleta de carteles con su nombre en letras grandes y rojas, carteles que sustituyeron a los de la Semana Santa, ya ajados. Y pronto dicho nombre se estampó aquí y allá, por toda la provincia.
Hermoso veraneo el de Paz. De pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta. Darnius, Celrá, Vilajuiga, Llagostera, Agullana, Camprodón, Tossa de Mar… La muchacha sabía mover el talle y calzaba sandalias doradas, de tacón alto. Su cabellera les recordaba a los mozos los trigales. Su busto era provocador. Cuando, acercándose al micrófono, lo cogía y miraba la sala con fingida timidez, inclinando un poco la cabeza, se oía: «¡y ole la madre que te parió!». Entonces Paz pegaba como un grito… y por unos instantes la sala quedaba hipnotizada, mientras Fermín, el de la batería, ponía los ojos en blanco y enseñaba los dientes. Y cuando Paz hacía mutis y cogía las maracas, moviéndose a compás, las parejas que abarrotaban el entoldado se dejaban embrujar por aquel ritmo y vivían momentos de plenitud.
Por su parte, Paz descubrió que «aquello» le gustaba. Que le gustaban las anacrónicas colgaduras y los palcos de dichos entoldados, los carteles con su nombre y hasta el olor y el sudor de la carne que bailaba. Fuera de eso, cada pueblo era un mundo.
Aparentemente, todos eran iguales. El mismo bullicio, los mismos vendedores ambulantes, los mismos campesinos endomingados fumando «caliqueños» y bebiendo ron. Pero existía algo distinto en cada lugar: el amor. En Celrá, el novio le ofrecía a la novia una cinta para el pelo; en Agullana, una baratija. En Vilajuiga, mozo y moza de pronto salían fuera y desaparecían entre los pajares; en Palamós, entre las barcas. El amor, según el sitio, se convertía en gaseosa, en cerveza, o en porrón de vino tinto. Tal vez las diferencias se debieran a la tradición; tal vez a los vientos; tal vez a la manera como los perros le ladraban a la luna.
Como fuere, la vida de Paz cobró en aquel verano, gracias al disparo alegre de la
Gerona Jazz
, una nueva dimensión. Gozó mucho más que Marta, muchísimo más qué el camarada Rosselló e igual que Mateo, que «La Voz de Alerta» y que los estraperlistas que alquilaron confortables chalés.
—¿Estás contenta? —le preguntaba Damián, el hombre del bigote negro y de la trompeta irónica, que se había convertido en su mentor.
—Mucho…
—Mañana, en Hostalrich, cuando toquemos la primera rumba, enciendes un pitillo…
Las fiestas acostumbraban a terminar muy tarde, a una hora avanzada. Entonces, cuando todo el mundo se iba y quedaban por el suelo las serpentinas rotas, los cascos de las botellas y los cucuruchos de papel, una extraña nostalgia invadía los entoldados, parecida a los de los Circos después de la función. La tapa del piano, al cerrarse, hacía ¡cloc! como el clavo de un ataúd.
Poco después la
Gerona Jazz
iniciaba el regreso a Gerona, siempre en el mismo taxi de ocho plazas, con un remolque en el que, junto a los instrumentos y en unas trampas construidas a propósito, los músicos acostumbraban a ocultar algún que otro quilo de arroz o unos litros de aceite. ¡Incluso el bombo había sido dotado, con el mismo objeto, de un dispositivo especial de apertura y cierre!
Lo habitual en estos regresos, a las tantas de la madrugada, era que Paz, muerta de cansancio, acabara quedándose dormida y roncando. Pero a veces no. A veces, sobre todo si la noche era clara, se mantenía despierta y miraba fuera, viendo cómo los árboles se amaban en la oscuridad.
Entonces recordaba su época de Burgos, su fracaso en Madrid, pero le sonaban en los oídos todavía los «¡oles!» y las palabras de Pachín: «Tú y yo, los amos…» ¡Dios, se estaba resarciendo de pasadas y lacerantes humillaciones!
Al arribar a Gerona el taxi, como siempre, iba repartiendo los músicos a domicilio.
Al llegarle el turno a Paz, la muchacha se apeaba y se despedía de sus compañeros enviándoles con la punta de los dedos un beso. Ambrosio, el contrabajo, le decía:
«¡Adiós,
supervedette
!».
La fiesta terminaba ahí. Pues la escalera del piso en el que habitó el Cojo se le antojaba siniestra. Tanto, que mientras la subía, procurando no tocar con la mano la pegajosa barandilla, se preguntaba: «¿Cuándo podremos trasladarnos a otro sitio mejor?». Gol, el gato, solía esperarla dormido en el rellano. Al oír sus pisadas, se despertaba y abría un ojo para mirarla como diciendo: «Pronto, pequeña…»
* * *
Verano, pues, un tanto explosivo, como si un Stuka psicológico hubiera dejado caer unas bombas sobre Gerona y sus aledaños.
La bomba de mayor potencia, no obstante, como no podía menos de suceder un día u otro, cayó sobre la cabeza del doctor Chaos.
El doctor Chaos, a lo largo de todo el invierno, se había comportado con gran estilo en el Hospital y en su clínica y con extrema discreción en lo referente a sus costumbres.
Instalado en el Hotel Ciudadanos, en la calle del mismo nombre, recibía ciertamente alguna que otra visita sospechosa, por regla general soldados o algún muchacho agitanado; pero no había ley que le prohibiera abrir la puerta de su habitación, la número 42, a quien solicitada ver al doctor.
De modo que, si en los círculos oficiales era mirado esquinadamente debido a sus opiniones, y el Gobernador y el comisario Diéguez esperaban la ocasión propicia para caer sobre él, en cambio en la ciudad tenía buen ambiente, sobre todo porque había sabido conquistarse la simpatía de casi todas las mujeres influyentes, incluida María del Mar. Éste era un hecho real que había causado el asombro de los inexpertos. El doctor Chaos, precisamente por su anomalía sexual, por la elegancia de su perro Goering y por la boquita de piñón que al hablar o escuchar ponía de vez en cuando, era siempre bien recibido en las tertulias de «las señoras». Y es que… sabía halagarlas, contarles anécdotas graciosas e hilvanar frases de doble sentido, que animaban las veladas como un polvo de rapé animaba en las aldeas los corrillos de los ancianos. Sobre todo doña Cecilia sentía adoración por el doctor Chaos y siempre decía de él que con sólo verlo se le pasaba el mal humor que le provocaban las constantes banderitas que el general iba clavando en los mapas del cuartel.
Pero el verano llevó al doctor Chaos a buscarse un hotel, el Hotel Miramar, en la hermosa población de Blanes, para pasar allí los fines de semana. Entre otras cosas, necesitaba descansar. Su trabajo era duro en los quirófanos, sin contar con que la blenorragia se extendía como una epidemia entre la tropa. Entonces ocurrió que, en ese hotel de Blanes, el doctor Chaos, de cuarenta y cinco años de edad, borracho del sol que por las mañanas lo tostaba en la playa y por el buen vino que le servían en la mesa, perdió un poco el control. Súbitamente se enamoró de un joven camarero, llamado Rogelio, de dieciocho años, imberbe, y que tenía un lejano parecido con Alfonso Estrada.
La espléndida y elegante humanidad del doctor Chaos elaboró sobre la marcha todo un programa de seducción que en otras ocasiones similares le había dado resultado: buenas propinas, paquetes de cigarrillos, extraordinaria amabilidad… El joven Rogelio, que en invierno trabajaba en una bóvila, al comienzo del asedio se sintió simplemente un tanto abrumado, dado el prestigio del doctor Chaos. Éste llegó a decirle que tal vez malgastara su tiempo en menesteres tan humildes como fabricar ladrillos y servir en un hotel y que acaso pudiera aspirar a cursar determinados estudios. Esta idea encandiló al muchacho, de origen muy humilde, pero que tenía sus aspiraciones. Hasta que un día, el doctor Chaos, aprovechando que el chico se quedó súbitamente afónico, adoptando aire profesional se le acercó para examinarle la garganta, los ojos y para auscultarle.
El doctor Chaos, al término del examen, le dijo a Rogelio: «Hay aquí algo que no me gusta. Tómate estas medicinas y veremos…»
La afonía desapareció, pero no la palidez del muchacho. De suerte que a la otra semana el doctor volvió a auscultarle la espalda y el corazón, y le prometió llevarlo a Gerona para someterlo a una exhaustiva revisión en la Clínica Chaos.
—Te notas cansado, ¿verdad? Como si te faltaran las fuerzas
—Sí, un poco.
Rogelio, tal vez por sugestión, lo creía así y no veía otro modo de demostrarle su gratitud al doctor que acudiendo a su habitación cuantas veces era llamado.
Hasta que una tarde de agosto, cuando el sol mediterráneo se derramaba oblicuamente sobre la hermosa población de Blanes y las persianas del cuarto del doctor dejaban filtrar una acogedora luz, el doctor Chaos, ante el torso desnudo de Rogelio, se sintió poseído por su maldita pasión y habiéndose traído consigo una pomada, empezó a acariciarle al muchacho la piel, como si intentara relajarle los músculos.
Rogelio tardó más de un minuto en advertir que algo anormal ocurría. Sobre todo porque su sensación inicial fue placentera, como si experimentase alivio de esa fatiga suya imaginaria. De pronto, se alarmó. Volvióse rápido y miró con fijeza al doctor Chaos. Y vio el rostro de éste encendido, como si llevase una máscara, que se le antojó horrible. Rogelio experimentó un asco indescriptible, aunque se quedó como paralizado.
Entonces el doctor Chaos intentó besarlo. El joven camarero pegó como un alarido, empujó al doctor con fuerza inusitada y salió huyendo, si bien le costó lo suyo acertar a abrir la puerta. Bajó jadeante la escalera, sin saber qué hacer, suponiendo que el doctor lo perseguía aún. Se dirigió a su cuarto, donde rompió a llorar rabiosamente. De pronto, reaccionó. Tiró al suelo el paquete de cigarrillos y levantándose fue a contarle lo sucedido a su patrón, el dueño del hotel. Su indignación era tanta que quería avisar a la Guardia Civil. Y no cesaba de frotarse los labios con el dorso de la mano.
El propietario del hotel, Victoriano de nombre, hombre con experiencia pues había trabajado seis años en la Costa Azul, tranquilizó como pudo al joven Rogelio y lo convenció para que dejara el asunto en sus manos. Desde el primer momento comprendió que no le interesaba que aquello transcendiese.
—Anda, vete a ducharte y tómate un refresco. Yo me encargo de ese canalla…
El joven Rogelio, aunque a regañadientes, obedeció. Y Victoriano, el dueño del Hotel Miramar, subió sin pérdida de tiempo a la habitación del doctor Chaos.
Su entrevista con éste, que ya había preparado su equipaje, fue brevísima.
—Si vuelve usted a aparecer por aquí, lo denuncio a la Policía. De momento, me encargo de que el muchacho se calle también…