Ignacio intuyó los escrúpulos de la muchacha y le dio toda clase de explicaciones.
—Comprendo tus reservas, Ana María. No hace falta que digas nada. Pero he agotado todos los recursos. Ni yo podría hacer feliz a Marta ni ella podría hacerme feliz a mí. Si la conocieras te darías cuenta de que tengo razón. Ambos cometeríamos un tremendo error —luego añadió—: Lo que ocurre es que he sido un insensato llevando las cosas tan lejos…
Ana María era feliz por dentro. Se daba cuenta de que Ignacio no mentía, de que esta vez aquello era definitivo. Pero no podía dejar de pensar: «¡Si esto me ocurriera a mí, me volvería loca!».
Por fortuna, Ignacio dio con las frases justas. Él necesitaba una mujer alegre, afectuosa y que no tuviera que luchar para colocarlo a él detrás de José Antonio, o de los Albergues Juveniles, o de los documentales cinematográficos del III Reich. En el matrimonio se jugaba uno la vida entera. Marta encontraría a la larga otro nombre: probablemente, un militar. Cuando la herida se le hubiera cicatrizado. Él, desde que conoció a Esther, comprendió que necesitaba una mujer que se le pareciera. Y Ana María le ofrecía esta posibilidad. Ana María era capaz de jugar al tenis, de enviar crismas y de otras mil cosas por el estilo. Y era femenina por los cuatro costados, hasta el punto de guardarse, como acababa de hacer, los envoltorios de los dos terrones de azúcar que ellos se habían tomado en el café.
Ana María, por fin, agachó la cabeza… sonriendo. Y se declaró vencida —o vencedora—, al margen de los escrúpulos, que por otro lado honraban a su sensibilidad.
Entonces tuvo un rapto de alegría. Se acercó a Ignacio y le dio un fortísimo beso en la mejilla, que era como el sello del pacto que acababan de hacer.
—Yo te quiero, Ignacio. Te quise desde el primer día… Pero eso tenía que ser limpio. Ahora creo que lo está. ¡Dios, qué alegría! ¿Te das cuenta de que yo también he aprobado? ¡Pídeme otro café, por favor!
Ignacio y Ana María se aislaron otra vez… y el amor, ya sin niebla, embelleció sus semblantes. Se pasaron una hora regodeándose con el pensamiento del futuro que los aguardaba, mientras allá al fondo, los dos ancianos continuaban fumando y jugando a las damas.
—¡Ignacio!
—Ana María…
Ana María reclinó la cabeza en el hombro del muchacho.
—Te escribiré todos los días… —susurró.
—Y yo te contestaré.
—¿Sabes? En julio nos instalamos ya, otra vez, en San Feliu ¿Cuántas veces irás a verme?
—Cada semana. Los domingos.
—A ver si es verdad.
Ignacio simuló repentinamente asustarse.
—¿Crees que todavía habrá guardias civiles en la playa?
Ana María hizo un mohín.
—Eso… supongo que no habrá cambiado.
—Bueno —aceptó Ignacio, encogiéndose de hombros—. Tendré que contentarme, como siempre, con mirarte sin estorbos debajo del agua.
No quedaba sino un problema que resolver, aparte el de la imprevisible reacción que, al enterarse, tuviera el padre de Ana María, «el cada vez más poderoso don Rosendo Sarró»: ¿Cuándo y cómo Ignacio le diría a Marta esto ha terminado? Era preciso herirla lo menos posible. Ignacio dijo: «Regresaré a Gerona y esperaré la oportunidad… Lástima que no pueda contar con Pilar. Pilar quiere tanto a Marta, que se pondrá furiosa».
Ana María dijo:
—Lo dejo en tus manos. Y deseo con toda el alma que Marta consiga reaccionar.
La entrevista terminó, pues Ignacio quería tomar el tren aquella misma tarde.
Salieron del bar del Frontón Chiqui y subieron a un taxi, en dirección a casa de Ezequiel, para recoger la maleta. Ana María en el trayecto reclinó al cabeza en el hombro de Ignacio y le pareció que en aquel coche había flores y lacitos blancos, como en los que conducían novias a la iglesia.
Ezequiel felicitó a Ignacio por el aprobado.
—Conque abogado, ¿eh? A ver si les zumbas a los estraperlistas…
Ignacio comentó:
—Ya lo hago.
El mismo taxi los condujo a la estación. Al llegar allí faltaban escasos minutos para que el último tren partiera. Se abrazaron fuertemente, en el andén. Las locomotoras echaban humo espeso y negro; pero este humo acabó desvaneciéndose en la gran nave e Ignacio pensó para sí que del mismo modo se habían desvanecido por fin, ¡ya era hora!, las dudas de su corazón.
Gerona recibió a Ignacio con banda de música. «¡Menudo telegrama! —exclamó Matías—. ¡El mejor que he recibido desde que estoy en la oficina!».
Destapóse champaña en casa de los Alvear. Champaña que, inesperadamente, mareó a Eloy, así como el de Navidad había mareado a tía Conchi. «¡Hupi…!», gritaba el chico, dando vueltas por el comedor y besuqueando a todos.
Marta participó en la ceremonia… más que nadie, pues se presentó en el piso de la Rambla con un obsequio que significó para Ignacio un mazazo en la cabeza: una placa dorada, idéntica a la que Manolo tenía en la puerta, y que decía: Ignacio Alvear, Abogado.
Ignacio palideció. No consiguió otra cosa que tartamudear:
—Gracias, Marta. Es un detalle… maravilloso.
Ignacio no sabía qué hacer con la placa. Todo el mundo advirtió su incomodidad.
Marta comprendió que había gastado en balde su último cartucho. Y Pilar miró a Ignacio sin poder ocultar su irritada desazón.
Una hora después Ignacio había hecho ya las dos visitas inevitables: a Manolo y Esther, y al profesor Civil. Nuevos brindis. Manolo le dijo: «Mañana hablaremos de negocios. Ahora podremos trabajar en serio». El profesor Civil lo abrazó: «¡Bueno, Ignacio! Estaba seguro de que todo saldría bien».
Aquella noche, en la cama, Ignacio decidió esperar a que Marta estuviera en Palamós, en el Albergue Juvenil, para ir a verla… y comunicarle la decisión que había tomado, dolorosa e irrevocablemente.
El padre Forteza llevaba más de dos horas en casa de los Alvear. Había ido allí cumpliendo una misión agradable: recoger datos sobre César, con vistas a la causa de beatificación del hermano de Ignacio.
Dicha causa había entrado en su fase legal y el señor obispo había nombrado al padre Forteza vicepostulador de ella; es decir, el jesuita sería el encargado de buscar los testimonios y pruebas que pudieran resultar «favorables». Más tarde, no sólo expondría el resultado de sus investigaciones ante el Tribunal eclesiástico, sino que se encargaría de su defensa, mientras «el abogado del diablo», es decir, mosén Alberto, opondría las objeciones pertinentes, con el objeto de que el mencionado Tribunal, oídas ambas partes, decidiese si valía o no la pena proseguir el expediente y mandarlo a Roma.
De ahí que la entrada del jesuita hubiese iluminado el piso de la Rambla.
—Perdonen ustedes —había dicho, con su abierta sonrisa—, pero mi visita tiene carácter profesional.
Carmen Elgazu, al ver al padre Forteza, había exclamado:
—¡Virgen Santísima! —Y había corrido al lavabo a arreglarse el moño y a quitarse el delantal, lo que hizo en un abrir y cerrar de ojos.
Entretanto, Matías y Pilar habían acompañado al padre Forteza al comedor y le ofrecieron una taza de café.
—Gracias, pero preferiría algún licor dulce.
—¿Anís? ¿Calisay?
—Preferiría Calisay.
—De acuerdo, padre. Un momento…
Pronto la botella de Calisay y las copitas correspondientes presidieron la mesa y todos se sentaron alrededor. La expectación familiar era enorme. ¿Visita profesional? ¿Qué podía ser?
El padre Forteza pareció querer jugar un poco con aquellos seres que lo miraban entre alegres y cohibidos. Con la mayor calma sacó un bloc de notas y un lápiz, como disponiéndose a tomar apuntes. Luego, mirando al balcón que daba al río, comentó: «Esto a veces olerá mal, ¿verdad?». A continuación preguntó por Ignacio. «¿Saben ustedes si volverá pronto?». Matías alzó los hombros. «No lo sé, padre… A veces sale muy tarde del trabajo».
Por fin el padre Forteza se decidió a hablar. Explicó a los presentes a lo que había ido, y toda la familia respiró aliviada. No obstante, desde el primer momento quiso que supieran a qué atenerse con respecto a los trámites a seguir. «Son trámites largos. Pueden durar incluso años. La Iglesia, en estas cosas es muy prudente». Añadió que los motivos por los cuales se había abierto la Causa de Beatificación eran dos. Uno, el principal, porque en principio podía considerarse que César había realmente muerto por Cristo. «Con demostrar esto sería suficiente». El otro motivo, secundario, se refería a la conducta observada por el muchacho en los pocos años que había vivido. «Todo el mundo coincide en que poseía virtudes excelsas, propias de una criatura santa».
—Así, pues —concluyó el padre Forteza—, ese nombre tan raro, vicepostulador, significa eso: yo estoy aquí en calidad de abogado defensor de su hijo.
Carmen Elgazu estaba tan emocionada, que su mano tembló cómicamente al llevarse a los labios la copita de Calisay. Matías no sabía qué decir. Se sentía confusamente halagado, aunque no acababa de entender que su hijo necesitase «abogado defensor». Pilar miraba al jesuita pensando: «Si yo fuese vicepostulador, o como se llame, beatificaría también al padre Forteza».
Matías fue el primero en reaccionar. Lió con extrema lentitud su cigarrillo, y atrayendo hacia sí el cenicero preguntó:
—Bueno, padre, ¿y en qué podemos ayudarle nosotros?
—Lo primero que desearía pedirles —dijo el padre Forteza— es que me enseñaran algunas fotografías de César.
Carmen Elgazu palideció. Desde la operación ello le ocurría por cualquier motivo.
Sin embargo, Pilar se había ya levantado, dirigiéndose a su cuarto.
—Voy por el álbum.
Y he aquí que en aquellos segundos de espera el padre Forteza empezó a hacer uso del lápiz y el papel. Pero no «para tomar notas», como todos habían creído.
Simplemente le gustaba, siempre que debía tratar algún asunto serio, amenizarse el trabajo dibujando casitas y árboles, con alguna que otra oveja alrededor.
Pilar regresó al punto.
—Ahí tiene —dijo. Y depositó el álbum en la mesa, al alcance del jesuita.
Se hizo un silencio. Y el padre Forteza, abriendo el álbum, inició su itinerario.
La mayor parte de las fotografías en que aparecía César eran antiguas y borrosas.
Pero no importaba. Ante cada una de ellas, el vicepostulador se detenía y la contemplaba con calma. Lo cierto es que la figura del muchacho le impresionó sobremanera. Aquellos ojos abiertos, aquellas orejas separadas, aquel aire de humildad… Siempre con los pantalones excesivamente largos… En una de ellas se le veía en el Collell, en la pista de tenis, recogiendo una pelota. En otra se le veía en el taller de imágenes, el taller Bernat, pintando con unción la llaga del costado de Cristo.
César tenía en ella una expresión de ángel, de un ángel que hubiera sacado fuera la puntita de la lengua…
El padre Forteza no pronunciaba una sílaba, por lo que la tensión iba en aumento.
Hasta que Carmen Elgazu no pudo más.
—¡Era un santo, padre…! —exclamó, llevándose las manos a la cara y estallando en un sollozo. Luego añadió—: ¡Dios mío, y esa gentuza se lo llevó y lo mató!
Matías estrechó dulcemente el brazo de Carmen Elgazu. Y el padre Forteza miró a la mujer con ternura. El jesuita era todo lo contrario de un ser frío; pero en esta ocasión quería evitar las expansiones inmoderadas.
Por fin cerró el álbum.
—Bueno, esto basta —comentó—. Ahora ya conozco a su hijo.
El padre Forteza se bebió un sorbo de agua. Y acto seguido les dijo que se vería obligado a proceder con cierto método, «de acuerdo con las normas». Les pedía excusas porque aquello iba a tener aire de interrogatorio. «Pero es necesario, ¿comprenden?». En las causas de Beatificación era preciso tener en cuenta muchas cosas: los actos de caridad, las fórmulas de devoción, las mortificaciones, la pureza… Y a veces un detalle de apariencia insignificante podía ser más revelador que un acto heroico o espectacular.
—De acuerdo, padre. Estamos a su disposición.
El padre Forteza empezó diciendo que todo lo referente a la caridad que podría llamarse «externa» de César le era ya sobradamente conocido.
—Sé que se iba a la calle de la Barca, con su estuche bajo el brazo, y que afeitaba a los viejos y a los enfermos que no podían moverse de la cama… Sé que se sentaba en el vestíbulo de cualquier casa para darles clase a los chiquillos que se encontraban dispersos por la calle… —el padre Forteza se paró—. ¡Sé que lo llamaban 4 x 4, 16!
—Sí, es cierto —ratificó Carmen Elgazu, ya más serena y que procuraba sonarse sin hacer ruido.
El padre Forteza añadió:
—En cambio, no tengo el menor dato sobre sus devociones, sobre su piedad. En este sentido, ¿qué era lo que más destacaba de él?
La pregunta del jesuita hizo que multitud de recuerdos afluyeran a la mente de todos. Carmen Elgazu, y muy especialmente Pilar, cuidaron de seleccionarlos para informarle lo mejor posible. Por supuesto, resultaba un poco difícil concretar. César era una oración continua… Rezaba jaculatorias, el Credo, sentía predilección por la imagen de San Ignacio que había en su cuarto, leía a menudo los Evangelios…
—Tal vez —dijo Pilar—, amaba por encima de todo a la Virgen. Siempre llevaba muchas estampas y medallas, precisamente de la Virgen del Carmen, y las repartía. Y al terminar el Rosario se arrodillaba, porque le gustaba rezar la Salve brazos en cruz.
El jesuita asintió con la cabeza. Y en ese momento Carmen Elgazu, repentinamente iluminada, afirmó que habían olvidado lo más importante: la comunión. En efecto, lo que César consideraba más grande era comulgar… «Sin comulgar no hubiera podido vivir, ¿comprende, padre?». La mujer explicó que, cada mañana, cuando el muchacho regresaba de la iglesia, no se atrevía siquiera a pedir el desayuno, «por respeto a Jesús, que acababa de entrar en su pecho».
El padre Forteza, al oír esto, miró a Matías, quien hasta el momento se había abstenido de intervenir.
—¿Recuerda usted, Matías… algo significativo en relación con ese amor de su hijo por la Eucaristía?
Matías, a quien la palabra Eucaristía le sonaba siempre un poco rara, titubeó un instante y luego dijo:
—Supongo que hay un dato que lo resume todo: si los milicianos lo detuvieron fue porque se escapó de casa para salvar los copones de las iglesias…
El jesuita, pese a conocer ya este detalle, se quedó pensativo. Y esta vez dibujó en el bloc un árbol. Pilar iba pensando: «Pero ¿se acordará de todo esto el padre? ¿Por qué no lo anota, en vez de dibujar ovejas y arbolitos?».