Miguel Rosselló, secretario y chófer del Gobernador, admiraba cada día más a su jefe y camarada. No comprendía que, con tal peso sobre sus hombros, conservase tanta serenidad.
—¿Cuál es tu secreto? —le preguntaba—. ¿Cómo te las arreglas, si puede saberse? Si a mí me dijeran que pasan por aquí los Rotschild; y además tuviera tantos detenidos en el Seminario; y diplomáticos ingleses y alemanes en el Hotel Peninsular, y al mismo tiempo tuviera que perseguir a los estraperlistas y discutir en casa con mi mujer, creo que me volvería loco.
El Gobernador, el camarada Dávila, se quitaba las gafas negras y sonreía.
—Los años, amigo Rosselló, los años. Los años enseñan a no mezclar los asuntos y a hacer de ellos un resumen coherente. No hay más secreto que ése.
—¿Resumen coherente? ¡Ya me dirás!
—Pues claro que sí. ¿No comprendes que todo lo que ocurre demuestra sólo una cosa: que teníamos razón? Olvídate por un momento de los estraperlistas y de los miedos nocturnos de mi querida esposa, María del Mar. ¿Qué sucede? Que mientras Europa está ardiendo, España sigue firme en su trayectoria de reconstrucción nacional.
¿Quién podrá, a partir de ahora, echarnos en cara el Alzamiento? ¿Te imaginas lo que sería esto si aquí hubiera continuado el Frente Popular o si hubieran ganado los rojos?
Hitler no se hubiera detenido donde lo ha hecho, en el sur de Francia; hubiera franqueado los Pirineos y ahora nuestro país sería otra vez un campo de batalla. En vez de eso, ya lo ves: España no beligerante… y respetada por todos. La mano que la gobierna demuestra ahora el mismo pulso que a lo largo de la Cruzada. Lee, lee
Amanecer
de hoy y te convencerás…
Era cierto. El periódico de aquel día no llevaría ningún subrayado de Jaime, porque el lápiz rojo de Jaime iba a lo suyo. Pero traía varias noticias de este estilo: se habían reabierto oficialmente las Bolsas de Madrid, Barcelona y Bilbao. España había enviado a la Feria de Milán una brillante participación industrial —trece stands— entre la que destacaban productos del corcho elaborados precisamente en la provincia de Gerona. La Delegación Nacional de Sindicatos había creado la organización «Educación y Descanso», cuyo objeto era proporcionar a sus afiliados, los obreros, facilidades para la práctica del deporte, para el disfrute de vacaciones y otras ventajas de este orden.
Asimismo se había puesto la primera piedra para la reconstrucción de Guernica. El Coro de la Sección Femenina, bajo la dirección del maestro Quintana, había efectuado su primer ensayo…
—¿Comprendes, camarada Rosselló? Esto es lo importante. Aquí hay una persona que ha visto claro: el mariscal Pétain. El mariscal Pétain declaró anoche por radio que «Franco es la espada más limpia del mundo».
—De acuerdo, de acuerdo —admitía el camarada Rosselló—. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Cómo te las arreglas para mantenerte sereno y en forma? A mí me basta con perder jugando al póquer o con oír en el coche un ruido raro para ponerme nervioso. El argumento de los años no me sirve, pues veo a gente mayor que tú ahogarse en un vaso de agua.
—No sé qué decirte… Será el temperamento. Será el haber vivido en el campo y amar las dificultades. Lo que yo no soporto es que todo me salga bien. El día que el comisario Diéguez me da un disgusto, o que me lo da mi hija Cristina, es el día que vengo al despacho con más ganas de trabajar.
—Desde luego, te envidio. ¿No será un problema de salud?
—¡Por supuesto! Esto es fundamental. Por eso hago gimnasia todas las mañanas y ando lo menos una hora diaria.
—¿Quieres decir que si te fallara la salud no serías el que eres?
—No lo puedo asegurar… También quizá lograra sobreponerme. Pero no estoy seguro.
—A ver si pillas la gripe… Me gustaría comprobar qué tal te portas con cuarenta de fiebre.
El Gobernador volvió a sonreír.
—Seguramente tendría un humor de perros… y deliraría. Deliraría como tantos otros. Como el camarada Núñez Maza, que cree posible repoblar forestalmente a España en cinco años. Como el general De Gaulle, que ha fundado en Londres nada menos que «la Francia Libre». Y como esos diplomáticos alemanes que están en el Hotel y suponen que voy a facilitarles todos los impertinentes informes que me han pedido…
La primavera jugaba al ajedrez con la naturaleza y con los hombres. Parecía ignorar que existían la guerra, los paracaidistas, los sueños del Führer y pilas de cadáveres. Más bien se dedicaba a resucitar. A resucitar las hojas de los árboles, ciertos dolores y muchas apetencias dormidas. La primavera jugaba con el talante, con la edad y con el sexo de quienes la sentían resbalar sobre la piel.
En la cárcel, donde se habían producido muchos indultos con motivo de la Pascua y del aniversario de la Victoria, circuló el rumor de que por Navidad habría una amplia amnistía, que reduciría a la mitad la población penal. Los hermanos Costa tuvieron la certeza de que ellos serían los primeros en beneficiarse. ¡Ah, el día que salieran a la calle! Los picapedreros de sus canteras entonarían una canción… ¡y ellos estrecharían por primera vez las manos del coronel Triguero y del capitán Sánchez Bravo!
Carmen Elgazu mejoró. Mejoró hasta el punto que se atrevió a salir para ir a misa y para realizar algunas compras en las tiendas del barrio, donde fue recibida como una reina. Pero caminaba con dificultad, no podía llevar peso y determinados movimientos le estaban prohibidos. Lo cierto es que se le notaba mucho el zarpazo de la operación. El pelo mucho más blanco y más ojeras. Unos años más. «El espejo no engaña a nadie», le dijo a Pilar. Sabía que la recuperación completa era cosa de meses, de modo que convinieron que Claudia, la mujer de la limpieza que iba a ayudarlas sólo dos veces por semana, fuera todos los días. «Al fin y al cabo —echó cuentas Carmen Elgazu—, es de esperar que Ignacio pronto gane más. Y la verdad es que ahora yo no soy la misma».
A Jorge de Batlle le dio por agravarse de forma alarmante en la depresión que lo atenazaba. Sufrió una crisis mucho más aparatosa que las anteriores. Chelo Rosselló, su novia, viendo que el muchacho llevaba día y medio sin llamarla y sin aparecer por Ex Combatientes, fue a su casa y lo encontró sentado en su sillón, inmóvil y con la mirada perdida… La sirvienta le dijo a Chelo: «El señorito lleva cuarenta y ocho horas así, sin apenas comer». Chelo llamó al doctor Andújar y éste, al ver el rostro mineralizado, sin expresión, de Jorge, dijo: «Hay que actuar rápido». Se llevó el enfermo a su consulta y a la media hora le dio la primera inyección de
cardiazol
. Jorge sufrió angustias de muerte por espacio de unos minutos, hasta que por fin se quedó profundamente dormido. El doctor Andújar le dijo a Chelo Rosselló que el ataque de inhibición de Jorge era feroz y que debería repetir dicho tratamiento lo menos siete u ocho veces. Jorge, al despertar, no conocía a nadie. Chelo le decía: «Jorge, cariño… Soy yo, Chelo…». Jorge barbotaba palabras ininteligibles. El doctor Andújar estaba atento y su cara revelaba intensa emoción. No obstante, se mostró optimista. «Es una depresión reactiva —le dijo a Chelo—. Si usted me ayuda, su prometido saldrá adelante y tal vez entre luego en un ciclo de euforia».
La primavera provocó reacciones más alegres que ésta del «huérfano resentido», como le llamaba a Jorge el chistoso señor Grote. Más alegres y entrañables. Motivo clave: el amor. Los afectados fueron, por este orden, Pablito; luego, Paz; el último, Ignacio.
Pablito, desde que viera a Gracia Andújar hacer de Virgen Adolescente, en la escena de la Anunciación, sintió tal estremecimiento que, pese a acercarse la época de los exámenes, empezó a perseguir a la chica por todas partes con la obstinación de la adolescencia. Soñaba con sus ojos y con aquella su sola trenza, que se le enroscaba en el cuello como una deliciosa serpiente. Pablito sabía de sobra que él sólo tenía quince años y Gracia diecisiete. Pero pensaba que podría compensarlo estrenando un traje un poco más serio, peinándose con la raya a un lado y apretándose un poco más el nudo de la corbata.
Trazóse un plan de ataque digno del general. Empezó a enviarle notas, primero anónimas, luego firmadas. Eran madrigales, algunos de ellos con influencias de Rabindranath Tagore. La muchacha se sentía halagada, pero no podía tomarse aquello en serio. Pablito entonces le escribió una larga carta pidiéndole que se la contestara.
Gracia Andújar optó por continuar guardando silencio.
Pablito se sintió ridículo. Pero algo muy hondo le decía que un hombre no podía dejar de querer por sentirse ridículo. Gracia Andújar significaba para él la primavera, los libros de texto y el descubrimiento, esta vez concreto, de la mujer. ¿Cuándo podría hablarle sin prisa, escuchar su voz, adivinar en su rostro si podía acariciar alguna esperanza?
La ocasión se le presentó con motivo de la fiesta de San Fernando, patrón de los Ingenieros. Celebróse una recepción oficial en los cuarteles, con un
buffet
bien provisto, y Gracia Andújar y Pablito coincidieron en ella. Pablito, por fin, pudo acercarse a su razón de ser.
—Me gusta mucho que hayas venido —le dijo.
Gracia, que había estrenado un vestido rosa pálido, precioso, le contestó, riendo:
—Ya lo supongo.
—Te ríes de mí, ¿verdad?
—No, no, nada de eso. Pero ¿qué quieres que haga?
—Pues tu papá me invitó a visitar el Manicomio. El pabellón de los hombres… —Pablito añadió—: Cualquier día de éstos iré.
—Eso está bien. Hay que ver esas cosas.
Pablito no acertaba a coordinar. Él, que en el Instituto, cuando se le apetecía, hacía gala de una asombrosa facilidad de palabra; que tenía un cerebro tan poderoso que a veces le dolía; que estaba muy fuerte en griego, en latín y en todas las disciplinas de un quinto curso bien llevado, se sentía junto a Gracia y a su trenza única, un palurdo.
—¿Te molesta que te escriba?
—Pues la verdad, sí, un poco. No tiene sentido.
—¿No tiene sentido?
—No, Pablito. Deberías comprenderlo.
—Llámame Pablo.
—No me sale. ¡Eres un chaval!
—¿Quieres un emparedado de jamón?
—No te molestes. Me lo tomaré yo misma.
Gracia Andújar se apartó… y se fue para otro lado. Donde, casualmente, se hallaba Alfonso Estrada.
Pablito sintió que se le hundía el mundo. Un desánimo ignorado hasta entonces se apoderó de él. Abandonó la fiesta y, en un estado casi sonámbulo, tomó el camino de la Dehesa, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo.
Otro amor: Paz Alvear. La primavera le dio a la chica un aldabonazo en el corazón.
Pachín, el delantero centro del Gerona Club de Fútbol, muchacho atlético, rubio, al que en los cafés los camareros le decían sistemáticamente: «Ya está pagado», acabó sorbiéndole los sesos a la sobrina de Matías.
Hasta entonces habían salido juntos muchas veces, pero la innata seriedad de Paz paralizaba un poco los deseos de Pachín. Pero he ahí que, de repente, todo estalló. Ello ocurrió una tarde en que el futbolista, que acababa de ducharse al término de un agotador entrenamiento en el Estadio, esperó a la muchacha a la salida de la Perfumería Diana. En contra de su costumbre, aquel día los dos se fueron andando, a darse una vuelta por la parte de atrás de la Catedral, donde habían sido restauradas las estaciones del Calvario, y cuyo paisaje continuaba recordando, por los olivos y la topografía, el huerto de Getsemaní. Acodados en la barandilla del mirador, desde allí contemplaron el meandro del río Ter, que dibujaba una elegante curva en su camino hacia el mar; el campanario de San Pedro de Galligans y, a la derecha, el ubérrimo valle de San Daniel.
Todo aquello fue penetrándolos como a veces el rencor o una enfermedad desconocida. Hasta que fue haciéndose de noche morosamente, puesto que los días iban alargándose, y se sorprendieron a sí mismos rodeados de soledad.
Entonces, sin saber qué les ocurría, se besaron con una fuerza casi desesperada y al mismo tiempo con una gran dulzura. Permanecieron unidos por espacio de un buen rato, hasta que Pachín murmuró al oído de la muchacha:
—Vámonos un poco más arriba.
Apartándose a la derecha buscaron un espacio libre, con hierba. Lo encontraron a los pies de las murallas, entre bloques de piedra que el tiempo había ido desmoronando.
Paz había perdido por completo el dominio de sí, en tanto que una fuerza violenta se había apoderado del atleta Pachín. En un santiamén, como quien descubre un tesoro o que Papá Noel no proviene del otro mundo, la hija de la vulgar Conchi, la prima de Ignacio, conoció por vez primera, de modo total y pleno, el placer y el daño del amor.
No hubo sollozos, ni gritos, ni medió apenas una palabra. A no ser por las murallas, siempre majestuosas, todo hubiera transcurrido en medio de la mayor sencillez. Lo único, el jadeo de Pachín, que se sintió héroe, aunque esta vez sin la escolta de la multitud que lo jaleaba en los estadios.
Paz no se atrevió luego a pronunciar tampoco una sílaba. En cambio, Pachín, ducho en esas lides, comentó:
—Nunca hubiera creído que fueras virgen…
Paz, sin acertar a explicárselo, al oír aquello no se enfadó. Sintióse aún más feliz.
—Pues ya lo ves. Lo reservaba para ti…
Minutos después se levantaron. El atleta rodeó con su brazo el cuello de la muchacha y, fundidos en un solo ser, iniciaron el regreso hacia la plaza de los Apóstoles y luego se dirigieron al barrio en que vivía la muchacha. Pachín fumaba entretanto y despedía el humo a varios metros de distancia.
Uno y otro notaron que un secreto los unía. Y también que la mutua atracción era fuerte y que aquello se repetiría cuantas veces se le antojase a la primavera.
Llegados a la calle de la Barca, Paz, que paradójicamente iba experimentando un bienestar infantil, contra su costumbre, empezó a reírse de cuanto veía. De una parada de churros, del gitano que pregonaba «El crimen de Cuenca» y de los cristales, empapelados con calcomanías, del bar
Cocodrilo
, donde su madre trabajaba.
Hasta que, acurrucado en un portal, vieron un gato gris y pequeño, que visiblemente no tenía dueño. Paz se despegó de Pachín y acercándose al gato lo tomó en sus manos con aire maternal. El gatito no protestó. Las manos de Paz le parecieron también un tesoro o Papá Noel.
—Me quedo con él. Es mío —dijo Paz—. ¡Se llamará Gol!
—Gol, Gol… —Pachín se rió de buena gana. Seguía fumando y echó una bocanada de humo a la cara del animalito gris.