Prodújose otro silencio. En realidad, la figura del padre Forteza inspiraba también un gran respeto a todos. Todos le recordaban en
La Pasión
, en el Teatro Municipal, recitando: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados». «Me causan compasión estas turbas, porque tres días hace que permanecen ya en mi compañía y no tienen qué comer».
El jesuita manifestó que, con respecto a la piedad, de momento aquello le bastaba y que podían pasar a otro capítulo: el de las mortificaciones. Suponía que ahí resultaría más difícil hacer memoria, pues César realizaría muchas por cuenta propia, sin que se enterase nadie. Pero no había más remedio que proseguir.
Pilar intervino con más decisión de lo que cabía esperar. Habló de la austeridad de César en la mesa y en los juegos; de su preocupación por no sentarse nunca en posturas excesivamente cómodas; de cómo se mordía la lengua cuando en su presencia se criticaba a alguien.
—Se mortificaba constantemente —concluyó la muchacha—. Aunque estaba tan acostumbrado a hacerlo, que no parece qué ello lo hiciera sufrir.
El padre Forteza se dirigió nuevamente a Matías.
—¿Es cierto, Matías, que le prohibió usted llevar cilicio?
Matías asintió.
—Desde luego. Se lo prohibí. Aunque —añadió en tono ligeramente irónico— me temo que no me hizo el menor caso…
—¿Y por qué se lo prohibió usted? —interrogó el jesuita.
Matías se encogió de hombros.
—¡Qué sé yo! César era un chico débil. Y no me gustaba que hiciera esas cosas…
Carmen Elgazu, que se esforzaba en no olvidar detalle —¡con qué relieve recordó el momento en que Matías tiró coléricamente el cilicio al río!—, intervino otra vez, afirmando que cuando mayormente se mortificaba César era en época de Cuaresma.
—Se pasaba la Cuaresma sin sonreír siquiera. Adelgazaba todavía más, pues no podíamos conseguir que comiera lo que le hacía falta. Y desde luego, no se atrevía ni a silbar.
Pilar, al oír esto, tuvo un reflejo entusiasta.
—En cambio, cuando llegaba el Sábado de Gloria, al oír las campanas pegaba un gran salto y nos abrazaba a todos. Sobre todo a Ignacio.
El jesuita preguntó:
—¿Por qué sobre todo a Ignacio?
—No sé…
El padre Forteza, llegados a este punto, formuló una extraña pregunta, tal vez por aquello de que un dato insignificante podía ser revelador. Preguntó si era cierto que César visitaba con mucha frecuencia el cementerio.
La palabra sonó fuerte en el comedor. Esta vez quien contestó, haciendo de tripas corazón, fue Matías.
—Desde luego, era lo primero que hacía al llegar del Collell.
—¿Qué cree usted, Matías, que lo impulsaba a ello?
Matías aplastó la colilla en el cenicero.
—Eso… nadie puede saberlo. Lo único que puedo decirle es que allí visitaba de preferencia los nichos de los niños.
Al oír esto, el padre Forteza abrió de nuevo el álbum de las fotografías. Y volvió a fijarse en aquélla en que se veía a César pintando en el taller de imágenes la llaga en el costado de Cristo. Cerrado el álbum, el jesuita modificó el tono de la voz.
—César… era un chico triste, ¿verdad?
Las opiniones fueron en este punto contradictorias. Carmen Elgazu negó con mucha seguridad.
—¡De ningún modo! Era el chico más feliz del mundo… En muchos momentos respiraba una alegría que no he visto nunca en nadie más.
Matías manifestó perplejidad, pero no dijo nada. En cambio, Pilar apuntó:
—Pues a mí me parece que el padre tiene razón. Que en el fondo, era triste… —la muchacha agregó—: Muchas veces yo le preguntaba: «Pero ¿qué te ocurre, César? ¿Te sientes mal?».
Hubo un forcejeo, pero Pilar se mostró muy firme.
—Es más —concluyó—. Creo que llegué a descubrir la causa de la tristeza de César.
—¡Ah!, ¿sí? —el padre Forteza miró fijo a la muchacha.
—Sí. César estaba descontento de sí mismo… ¡Se consideraba un pecador!
—¿Un pecador?
—Eso es. Decía que era un pecador… Y que debido a ello no conseguía convertir a los hombres de la calle de la Barca.
El padre Forteza abrió los brazos, dando a entender que las intervenciones de Pilar le agradaban. Marcó otra breve pausa y acto seguido se dirigió nuevamente a Matías.
—¿Podría usted imaginar, Matías, que César cometiera alguna vez actos impuros?
Carmen Elgazu miró a Matías como si quisiera sobornarlo.
—No… —dijo Matías—. Absolutamente imposible… —luego añadió—: Ni siquiera sabía lo que era eso.
La respuesta fue tan contundente, que el padre Forteza golpeó la mesa con el lápiz.
Luego se pasó la mano por la cabeza y, como dispuesto a abreviar, preguntó a todos cuál podía ser, en resumidas cuentas, la principal virtud del muchacho.
Esta vez el mohín de perplejidad fue colectivo. ¿Qué podían contestar? Tal vez la obediencia; tal vez la humildad… Si lo elogiaban, César se ponía nervioso. Matías recordó que en una ocasión el muchacho, en el río Ter, consiguió pescar un pez y se quedó tan aturdido como si hubiera cometido un mala acción.
Carmen Elgazu intervino:
—¿Puedo darle mi opinión, padre?
—Claro que sí.
—Creo que la principal virtud de César era la esperanza… Sí, mi hijo tenía una gran esperanza. Una gran confianza en Dios.
El padre Forteza irguió el busto. Era la primera vez, ¡qué curioso!, que sonaba en el diálogo la palabra Dios. La expresión del jesuita denotaba que habían llegado a un punto particularmente delicado.
—Señora… ¿le habló su hijo, alguna vez, de visiones sobrenaturales?
Esta vez Carmen Elgazu se mordió los labios. Dio la impresión de que la daba apuro entrar en este terreno.
—Hable, señora, por favor…
—Es que… —por fin Carmen Elgazu se decidió—. Una vez me dijo que vio rayos de luz en torno a la imagen de San Francisco de Asís…
El padre Forteza manifestó sorpresa.
—¿De San Francisco de Asís? ¿Es que César amaba mucho a los animales?
Carmen Elgazu dudó un instante.
—No… No creo que los amase de una manera particular.
El jesuita advirtió que Matías había empezado a liar otro cigarrillo.
—La verdad… no sé —y añadió—: De todos modos, César no mentía jamás…
El padre Forteza se dirigió a Pilar.
—¿Te habló a ti de esto en alguna ocasión?
La muchacha movió negativamente la cabeza.
—No. Pero, en cambio, un año, por Navidad, me dijo que tuvo la impresión de que el Niño Jesús le había sonreído.
El padre Forteza se mostró ahora impenetrable. Y resultó evidente que no quería seguir en esa dirección. Entonces se dirigió una vez más a Carmen Elgazu.
—Antes dijo usted, Carmen, que César, en muchos momentos, respiraba una alegría que no ha visto usted nunca en nadie más. ¿Cómo podía estar alegre en aquella época, con tanto escarnio y tanta persecución?
Carmen Elgazu no titubeó.
—Él sabía que Jesús triunfaría, ¿comprende, padre? Lo mejor de César era eso: que creía con todas sus fuerzas en las promesas de Jesús.
Las promesas de Jesús… El padre Forteza evocó para sus adentros, en un instante, varios textos dirigidos a los apóstoles: «Vuestra tristeza se convertirá en gozo». «Dentro de poco ya no me veréis; mas poco después me volveréis a ver».
La palabra «apóstoles» condujo al jesuita a efectuar un viraje enfocando un aspecto de la cuestión que sin duda le interesaba especialmente.
—¿Considera usted, Carmen, que la máxima aspiración de César era ser sacerdote?
Carmen Elgazu tuvo entonces una intervención absolutamente inesperada.
—Pues la verdad… No creo que la máxima aspiración de César fuera ser sacerdote.
Sorpresa general.
—¿Qué quiere usted decir?
Carmen Elgazu asumió una gran dignidad.
—Yo creo que la máxima aspiración de César era otra: era morir… Sí, ésa era su vocación. Decía que precisamente porque la época era de escarnio debía haber quien expiara las culpas. Meses antes de la guerra le entró ese pensamiento muy adentro y no hacía más que hablar de eso. Decía que todos pecábamos y que él deseaba morir.
Al padre Forteza se le marcaron súbitamente las ojeras. Dejó de dibujar arbolitos.
Segundos después prosiguió:
—¿Quién fue el último que lo vio?
Intervino Matías:
—Mosén Francisco… Se había disfrazado con mono azul y se ocultó en el cementerio… Cuando los milicianos se cansaron de disparar y se fueron, mosén Francisco se acercó a las víctimas y consiguió darle a César la absolución.
Un gran silencio se apoderó del comedor. Esta vez fue Carmen Elgazu quien lo rompió, llevándose repentinamente el pañuelo a la nariz:
—¿Sabe usted, padre…? En Gerona hay mucha gente que le reza ya a mi hijo, como si estuviera en los altares. Que le pide favores… —Luego añadió—: Podrá usted hablar con algunas de ellas, si le interesa…
El padre Forteza hizo un gesto que significaba: «Eso, en todo caso, más tarde».
En ese momento exacto se oyó el llavín en la puerta y entró Ignacio.
Todos se alegraron lo indecible de su llegada. Era la pieza que faltaba. En cierto modo, Ignacio fue quien mejor conoció a César, aparte de que hubiera sido verdaderamente una lástima que el padre Forteza se hubiese marchado sin haberle saludado siquiera.
Ignacio, al reconocer desde el pasillo, al jesuita, no pudo disimular su asombro.
Llegaba con el semblante un poco demudado, no se sabía por qué. Tal vez por el exceso de trabajo en casa de Manolo.
El muchacho, en dos zancadas, se plantó en el comedor.
—Pero, ¡padre! ¡Cuánto honor! La verdad es que no esperaba…
El jesuita se levantó para estrecharle la mano.
—Ya lo ves, hijo… Has llegado en el momento oportuno.
—¿De veras?
Ignacio, algo desconcertado, besó en la frente a su madre y tomó asiento a su lado, en una silla que Pilar le acercó. Y fue la propia Pilar la encargada de explicarle el motivo por el cual el padre Forteza estaba allí.
Ignacio, mientras escuchaba a Pilar, iba moviendo repetidamente la cabeza. Era evidente que le costaba adaptarse al tema, que llegaba con la mente muy ajena a él. Ello intensificó el cambio de clima que la llegada de Ignacio había operado en el comedor.
No obstante, el muchacho había visto en seguida el álbum de las fotografías sobre la mesa. Y aquello lo puso rápidamente en situación.
—César, claro… —musitó, como hablando consigo mismo, sin dejar de mirar el álbum.
El padre Forteza le dijo:
—Me han contado cosas de gran interés para mi labor. Estoy muy impresionado.
Ignacio, por fin, levantó la vista y la fijó en el jesuita. Y en un tono muy suyo, mezcla de añoranza y de descontento, replicó:
—Lo impresionante sería que César continuara sentado aquí con nosotros, en su silla de siempre.
Carmen Elgazu volvió a palidecer. Matías mudó de expresión.
El padre Forteza comprendió al muchacho.
—Por supuesto —dijo—, tienes razón. Desde el punto de vista humano, mejor sería tenerlo sentado aquí… —el jesuita, midiendo bien sus palabras, agregó—: Sin embargo, en un orden… diríamos trascendente, reconocer la santidad de César podría servir de consuelo, ¿no te parece?
Ignacio sintió activarse en su interior su atávica rebeldía. Era obvio que su lucha era fuerte. Finalmente respondió:
—Compréndalo usted, padre… En estos casos hablar de consuelo resulta difícil…
Esta vez el tono de voz de Ignacio fue más duro que antes. Carmen Elgazu miró a su hijo con expectante temor. El juego era complejo y sutil y las vacías copitas de Calisay parecieron notas frívolas. Ocurría lo siguiente: los allí reunidos ignoraban que Ignacio no llegaba de casa de Manolo, sino de casa de Adela. De ahí su contagiosa incomodidad. Ignacio, un cuarto de hora antes, le estaba diciendo a Adela: «Es terrible. Me doy cuenta de que no puedo vivir sin ti…»
Se había creado un silencio tenso. El padre Forteza apuntó:
—Sin embargo, insisto en que puede ser hermoso pensar que César es ya un ángel, y que desde arriba está mirando, en estos momentos, este comedor…
Ignacio hizo una mueca. Recordó las dudas que respecto al cielo había expuesto en casa de Manolo y Esther. Incluso pensó: «¿Por qué dice esto el padre, si sabe que a los ángeles y a los santos les basta con la contemplación de Dios?». Pero cedió. ¿Por qué cedió? Porque allí estaba su madre, Carmen Elgazu, que lo miraba con aquella expresión dramática con que lo miró años atrás, cuando él se enfrentó con mosén Alberto.
Ignacio realizó un esfuerzo titánico pero consiguió iluminar su rostro y hablar en tono de gran convicción.
—Tiene usted razón, padre… Sí, seguro que César está en el cielo… y que en estos momentos nos está mirando.
Carmen Elgazu casi estalló de alegría.
—¡Hijo! —exclamó tomándole la mano con dulzura—. Gracias a Dios que te oigo hablar así.
La situación había dado un vuelco. Las palabras de Ignacio cayeron como una lluvia bienhechora en el comedor. El jesuita miró al muchacho con gratitud, si bien no se le ocultó que su reacción obedeció a un impulso de carácter emocional.
Ignacio, sin embargo, estaba tan contento por haber triunfado sobre sí mismo —además de que se dio cuenta de que su padre lo miraba también con gratitud—, que decidió rematar su buena acción.
—¡César…! —exclamó, como dando a entender que él podría estar hablando de su hermano interminablemente—. A su lado yo era… ¡qué sé yo! Un cobarde —sonrió y añadió—: Y como han visto ustedes, ¡sigo siéndolo!
El jesuita protestó:
—No digas eso, muchacho. A tu edad, es lógico que te formules preguntas…
Además —prosiguió, en expresivo gesto—, si no lo hicieras así no serías Ignacio, ¿verdad?
Pilar casi palmoteo.
—¡Eso me gusta!
El padre Forteza recogió su bloc de notas, indicio cierto de que daba por terminado «el interrogatorio». Entonces Ignacio, viendo la botella de Calisay dijo: «¡Hum…!». Y se sirvió una copita y paladeó el licor.
El clima habla pasado a ser alegre. El jesuita entonces bromeó de nuevo sobre el nombre que oficialmente le correspondía: vicepostulador. «Todo lo que sea vice —comentó—, malo. Significa que la opinión propia no cuenta».
Ignacio, lanzado a convertir la alegría en euforia, le preguntó al jesuita:
—¿Le han dicho ya que hoy es día grande en esta casa?