El forcejeo duró dos días consecutivos. «Si no tuviera que aparecer de frente en el escenario… Si pudiera salir sin dar la cara…» El padre Forteza se atrevía a imitar a Jesús en la actitud de los hombros, en la manera de andar; pero no en la manera de mirar ni de mover los labios. Finalmente, intervino el señor obispo y el asunto quedó zanjado, «por obediencia».
Los ensayos comenzaron con la debida antelación. Se celebraron a diario, por la noche. Y aun cuando tenían lugar a puerta cerrada, los actores empezaron ya a ser nombrados por la calle de acuerdo con el personaje que les había tocado en suerte.
Debido a ello el profesor Civil pasó a ser, en Auxilio Social, Caifás y el jefe de Policía, don Eusebio Ferrándiz, pasó a ser llamado, para general regocijo… ¡Barrabás!
Todo listo, llegó la Semana Santa. La ciudad pareció encogerse. La Andaluza y sus muchas pupilas se pasaban el día charlando, mientras los treinta mil gerundenses hacían, por familias, las reglamentarias visitas a las iglesias, a los Monumentos, para ganar la indulgencia plenaria. Las calles habían sido sembradas de arena, para evitar las caídas originadas por la cera, arena que crujía pedantescamente bajo los pies.
Y de pronto, la noche del miércoles… ¡
La Pasión
, adaptada por Agustín Lago! El Teatro Municipal quedó abarrotado. Las autoridades, eclesiásticas, militares y civiles ocuparon los palcos de honor. En el último piso, las cabezas rozaban el techo. Hasta que por fin, en medio de una expectación inusitada, el Drama que dos mil años antes conmovió al mundo se desplegó ante los gerundenses…
El éxito fue apoteósico. El rostro de Gracia Andújar, Virgen Adolescente, arrancada de una tela de Boticelli, no se borraría ya de los asistentes. Sobre todo Pablito, el hijo del Gobernador, quedó embobado. Tampoco el Pilatos que hizo Manolo se olvidaría; ni el San José, ¡eficaz gestión de la ambiciosa Adela!, que hizo Marcos… La colocación de los personajes en la escena era impecable. El señor obispo, presidente nato del espectáculo, daba con la cabeza intermitentes muestras de aprobación.
Uno de los pasajes más brillantes fue precisamente el del joven rico, el de Jorge de Batlle, propietario de bosques y masías. «Maestro bueno, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna?». Jorge de Batlle lanzó la pregunta con altanería, como era preciso; pero luego, al recibir la respuesta de Jesús: «Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres…», desapareció por el foro con un aire de humildad que impresionó al teatro entero.
Y con todo, el máximo triunfador de la velada fue el padre Forteza… Colocóse, además de la túnica, blanca y larga hasta los pies, una peluca, bigote y barba. Pero era inconfundible. Sus ojos eran inconfundibles, pese a que miraban de modo transfigurado.
Hizo un Jesús impar. Identificóse de tal modo con su misión que los demás actores, y el teatro en pleno, se contagiaron de su verdad interior y se le rindieron. El padre Forteza fue, al compás de los retablos del texto, suave, digno, inflexible, poderoso, suave otra vez…
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».
«Yo os digo más. Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón».
«No queráis amontonar tesoros para vosotros en la tierra, donde el orín y la polilla los comen».
«Las raposas tienen madriguera, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del hombre no tiene sobre qué reclinar la cabeza».
«Me causan compasión estas turbas, porque tres días hace que permanecen ya en mi compañía, y no tienen qué comer».
«En verdad os digo que uno de vosotros me hará traición».
«Padre mío, si no puede pasar esta cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad».
«En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Terminada la escena del Calvario, el telón bajó… Entonces los aplausos se multiplicaron. No cesaban. El telón subió y bajó de nuevo. Por fin los actores avanzaron hasta el proscenio, cogidos de la mano, mientras iban despojándose de sus estrafalarios gorros y de los postizos que los desfiguraban.
Luego aparecieron también Agustín Lago, con su manga flotante, Mateo y mosén Alberto, El único que faltó a la cita fue el padre Forteza; el padre Forteza se escabulló por una puerta casi invisible y se dirigió, corriendo a buen ritmo, por la plaza Municipal y la calle de Albareda, a su convento, a su celda. Claro, él era Jesús. Es decir, acababa de morir —perdonando— y tardaría tres días en resucitar. ¿Cómo podía salir al proscenio?
El padre Forteza, al encontrarse solo en su celda, se quitó la peluca, la barba y el bigote, y se arrodilló en el reclinatorio. El Crucifijo, el Cristo de verdad, estaba delante de él. Lo miró. El jesuita quería soltar una de sus clásicas carcajadas… pero no pudo.
Rompió a llorar. Sin saber por qué, se sintió a un tiempo desesperado y dichoso.
* * *
Al día siguiente, Sábado de Gloria; al otro, Domingo de Pascua, Las campanas voltearon, flotaron al aire las banderas, en los pasillos del Gobierno Civil desaparecieron los cuadros religiosos y el conserje colgó de nuevo las fotografías de paisajes costeros.
La Delegación de Abastecimientos otorgó un suministro extraordinario para que las mesas se alegraran; el rancho en los cuarteles fue también abundante; hubo partido de fútbol, de campeonato, que el Gerona Club de Fútbol, gracias a los gritos de Eloy, ganó por tres tantos a uno; excepcionalmente fueron suprimidos los salvoconductos, excepto para dirigirse a la zona fronteriza.
Alegría: Cristo había resucitado. La gente se fue a los pueblos a visitar a los familiares. Las ermitas cercanas recibieron a multitud de excursionistas y la belleza de la comarca, aquella belleza que el pequeño Manuel descubriera cuando la visita a San Antonio de Calonge, reapareció de sopetón —a semejanza del Jesús redivivo ante las mujeres de Galilea— y se ofreció a buenos y malos, infundiéndoles gozo y confianza.
Pascua de Resurrección. Varios reclusos fueron liberados por gracia del Gobernador. Se presentía la primavera. El general Sánchez Bravo y el Gobernador empezaron a ocuparse del desfile que había de tener lugar pocos días después, el 1° de abril, primer aniversario de la Victoria.
Del 1 de abril de 1940 al 30 de marzo de 1941
El día 1 de abril tuvo lugar efectivamente el desfile del primer aniversario de la Victoria. Pasaron cañones, un par de tanques, ametralladoras y tropas por la Rambla, por el mismo lugar donde días antes había pasado el solemne
Vía crucis
. En la tribuna de honor, las autoridades de siempre, con el Gobernador vistiendo el uniforme del Ejército. Los altavoces que habían servido para transmitir las evocaciones religiosas del
Vía crucis
, sirvieron ahora para transmitir los himnos de siempre. El héroe en esa jornada no fue el obispo: la antorcha había pasado a manos del general.
Según
Amanecer
, fue el día siguiente, 2 de abril, el escogido para inaugurar las obras del que había de llamarse Valle de los Caídos, es decir, «el gigantesco monumento que perpetuaría durante centurias la gesta de los muertos en la Cruzada». El primer barreno había hecho explosión. La crónica, redactada por «La Voz de Alerta», según datos recibidos de Madrid, explicaba que el lugar donde se edificaría el Valle de los Caídos había sido elegido personalmente por el Caudillo, quien había sobrevolado y recorrido a caballo durante muchos días los parajes del Guadarrama, decidiéndose al fin por el sitio llamado Cuelgamuros, próximo a los arroyos Guatel y Boquerón. La grandiosa Basílica sería horadada en la roca viva y tendría una capacidad para tres mil personas. Sobre ella se levantaría una cruz de ciento veinte metros de altura, la mayor de la Cristiandad, visible a larga distancia. La obra en conjunto sería comparable a la de El Escorial, cuya ejecución había durado veinte años, y la construirían a la par empresas privadas y batallones de «trabajadores».
Con motivo de esas jornadas los periódicos publicaron de nuevo grandes alabanzas al Jefe del Estado. En Gerona, Jaime, repartidor del periódico y librero de ocasión, estaba descontento… Y lo estaba porque continuaba siendo tan catalanista como siempre y he ahí que uno de los homenajes al Caudillo a raíz de aquellas fechas se lo habían rendido los mismísimos frailes de Montserrat. En efecto, el abad mitrado, padre Antonio María Claret, se había trasladado a Madrid acompañado de los monjes para entregar al Caudillo, en el Palacio de Oriente, una riquísima arqueta elaborada en las cárceles «rojas» y que contenía nada menos que la Cédula de la Hermandad de Nuestra Señora de las Candelas, con la que en otros tiempos se honraron Carlos I y Felipe II. La Cédula había sido impresa en papel del siglo X, cuidadosamente guardado durante centurias por los monjes benedictinos del monasterio, y simbolizaba el retorno de España a su pasado esplendoroso.
—Así no iremos a ninguna parte —había comentado Jaime, mientras, en su quiosco de libros, próximo a la fábrica Soler, le entregaba una novela del Oeste a un obrero que cotizaba para el Socorro Rojo y que también, en sus noches de insomnio, escribía versos en catalán.
Inmediatamente después, y coincidiendo con la lujuriosa apoteosis de la primavera, se desencadenaron en el mundo una serie de acontecimientos trascendentales que conmovieron la conciencia universal y que pegaron a los aparatos de radio los oídos de todos los gerundenses.
El primero de dichos acontecimientos fue el cese de las hostilidades entre Finlandia y Rusia. Firmóse en Moscú el acuerdo preliminar. Probablemente ello debió de coincidir con haberse agotado la cera y el vino que España había enviado en su día a los católicos finlandeses.
Según dicho tratado de paz, Finlandia consentía en ceder a Rusia el istmo de Carelia —la mayoría de cuyos habitantes optaron por trasladarse a Helsinki— y una base militar en la península de Hango. En Moscú, la mujer de Cosme Vila, que jamás había comprendido la agresión rusa al pacífico país vecino, le dijo al ex jefe comunista gerundense: «No entiendo que Rusia no haya sido capaz de conquistar Finlandia. Esto es una derrota ¿no?».
El segundo acontecimiento —10 de abril— fue la fulminante ocupación de Dinamarca y Noruega por parte del ejército alemán. Operación tan sorprendente que justificaba las palabras de Goebbels a los periodistas: «Nadie conoce de antemano los proyectos del Führer». Dinamarca aceptó la situación, se rindió sin condiciones; Noruega, en cambio, ayudada por un cuerpo expedicionario franco-británico que desembarcó en Narvik, opuso una débil e inútil resistencia y sus reyes, puesto que Oslo había sido ocupado, se trasladaron a Hamar. En su discurso oficial, Hitler alegó que con su decisión quería evitar el «manifiesto propósito de Inglaterra y Francia de bloquear el suministro a Alemania de materias primas». Pero en Gerona, los estrategas aficionados, que brotaron como setas, opinaron que lo que el Führer pretendía era iniciar por el Norte el cerco de Inglaterra, lo que a buen seguro constituía su obsesión.
Un mes después —11 de mayo— prodújose el tercer acontecimiento, éste de importancia mucho mayor: fulminante ocupación, por parte de Alemania, de Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Esta vez la guerra, «el pecado mortal de los hombres», según frase de mosén Alberto, penetraba en el corazón de Europa. La importancia del hecho quedaba subrayada por las propias palabras del Führer: «La lucha que he empezado decidirá el futuro de Alemania para los próximos mil años». El estupor se apoderó del mundo entero, pues no había existido provocación. La respuesta de las democracias aliadas fue, en opinión del Gobernador de Gerona, muy débil: Churchill sustituyó a Chamberlain en la presidencia del Gobierno inglés. «¿Qué va a hacer Churchill? Cuenta ya sesenta y cinco años. No puede ser el mismo que cuando la guerra 1914-1918».
Además, desde el punto de vista bélico, Inglaterra no estaba preparada en absoluto, como el propio Churchill reconoció en la alocución que dirigió a su pueblo. Por otra parte, si bien Suiza decretó prudentemente la movilización general, no podía sino tirar piedras desde las montañas… En cambio, los Estados Unidos —y éstos sí que constituían una fuerza— se declararon neutrales.
Los comentarios más dispares estaban a la orden del día. En España todo el mundo recordaba la disciplina y eficiencia de las fuerzas y de los técnicos alemanes —Mateo se acordaba mucho del comandante Plabb— que habían intervenido en la guerra civil. «La Voz de Alerta», en su sección «Ventana al mundo», se adhirió sentimentalmente a la actitud del joven rey Leopoldo, quien se puso al frente de las tropas belgas que intentaban resistir, y alabó la actitud de la reina Guillermina, de Holanda, la cual, dirigiéndose a sus súbditos dijo: «Que cada uno: cumpla con su deber; yo cumpliré con el mío».
Ahora bien ¿cómo contener el alud? Éste era el comentario del general Sánchez Bravo. Cierto que los ingenieros holandeses inundaron parte del territorio, apretando el famoso botón preparado al efecto. Cierto que tropas francesas se dirigieron cansinamente hacia el Norte y que Inglaterra envió al continente otro cuerpo expedicionario. Pero los bombardeos alemanes eran devastadores, los vehículos motorizados, las
Panzer-divisionen
, concebidas para actuar independientemente y no, como era tradicional, pegadas a la infantería, avanzaban por doquier, y además se había producido otra innovación que arrancó del general Sánchez Bravo una exclamación admirativa que hirió incluso los oídos de doña Cecilia: Hitler se había apoderado por sorpresa, valiéndose de tropas paracaidistas, de los aeródromos de Amsterdam y La Haya. «¿Se dan ustedes cuenta? —les dijo el general a sus oficiales, reunidos ante el mapa de operaciones—. Ha sido un ardid genial. ¡Ocupar desde el aire la retaguardia enemiga!».
Lo cierto era que la exaltación en favor de Alemania cundía en toda la ciudad y se manifestaba ostentosamente en las tertulias. No podía olvidarse, ni siquiera en aquellas circunstancias, que «las democracias se habían puesto, durante la guerra española, del lado de los rojos». El Gobernador, Mateo, Marta, don Emilio Santos, José Luis Martínez de Soria y gran parte de la población consideraban al Führer como una suerte de encarnación de la omnipotencia terrestre, que iba a aplastar en un santiamén a todos sus enemigos. Por su parte, el doctor Chaos parecía alegre. Su admiración por los medios de investigación alemana no había hecho más que aumentar. «Ahora con la guerra —dijo—, los cirujanos alemanes harán milagros». El doctor Andújar se mostró más cauto.