El doctor Chaos había hablado en tono menos taladrante y objetivo que otras veces.
Como si aquello le doliera de verdad, íntimamente.
Esther le preguntó:
—¿Ha visto usted alguna vez las procesiones andaluzas?
El doctor Chaos se encogió de hombros.
—En el cine… Imagino lo que son.
—¡No, no! Es algo para ser visto.
Manolo intervino:
—Aquello es peor. Allá la gente bebe y canta. Una especie de Edad Media… borracha.
El doctor Chaos vio en aquel momento unas compactas filas de monjas que avanzaban, con sus tocas y sus hábitos hasta el suelo.
—¡Cuánta psicosis! —repitió—. ¡Cuánto trabajo posible para mi querido colega el doctor Andújar!
Esther informó al doctor de que el objetivo del señor obispo era que todo el mundo, al final de la Cuaresma, hiciese una confesión general, que abarcara toda su vida.
—Eso me parece bien —comentó la esposa de Manolo—. Es una medida higiénica. Yo misma la hago todos los años y me siento mejor.
—¿De veras? —preguntó el doctor.
Manolo, que se había puesto de buen humor, pues acababa de ver desfilar, agachada la cabeza, a su competidor Mijares, el asesor jurídico de la CNS y flamante abogado de la Agencia de la Torre de Babel, dijo:
—A usted le convendría un lavado de ésos, doctor… Tampoco veo claro que pueda usted vivir sin creer en nada.
El doctor Chaos tardó un rato en contestar. Su boca tomó, como le ocurría a veces, la forma de un piñón.
—Por supuesto —admitió— no es nada cómodo… —Vio a mosén Alberto, quien en medio de la Rambla hacía las veces de maestro de ceremonias—. A veces me cambiaría por cualquier mujeruca de esas que creen de verdad que Jesús fue hijo de Dios…
—¿Usted no lo cree, doctor?
—Si creyera eso me metería en un convento.
—¿Por qué?
—No sé. Acabo de descubrirlo. El hecho sería tan grandioso, que el resto no tendría importancia.
Manolo lo miró con extrañeza.
—Pero ¿no acaba usted de hablar de psicosis? ¿No ha dicho usted siempre que el catolicismo impide gozar del presente… y ponerse un sombrero tirolés?
—Cuidado. Lo que yo he dicho siempre es que el fanatismo católico impide adoptar en la vida una postura alegre. Pero en estos momentos, no sé por qué, comprendo que es natural que un hombre de fe le dé al presente escasa importancia. Y que si cree de verdad, sea consecuente hasta el máximo e ingrese en la Trapa.
Esther se encogió de hombros, divertida.
—¡Le veo a usted mal, doctor Chaos! ¡Le veo a usted acompañándome a la confesión general!
—Ni hablar… Al contrario. Esta noche tengo una autopsia. Ello me vacunará y continuaré cultivando mis pecadillos.
El
Vía crucis
torció hacia la plaza Municipal, pasó por la calle de Ciudadanos, subió por la Forsa y atacó las escalinatas de la Catedral. Ése fue el momento más solemne, presenciado por el comisario Diéguez desde el balcón de la Audiencia. La multitud se apretujó en la plaza y las escalinatas quedaron abarrotadas en toda su longitud. Fue un asalto muy distinto de aquél, capitaneado por Cosme Vila, en que los milicianos pretendían incendiar el templo, lo que los arquitectos Ribas y Massana consiguieron evitar. Fue un asalto de exaltada devoción, que humedeció de júbilo los ojos del señor obispo y los de su familiar, mosén Iguacen.
Por último, la Catedral quedó enteramente colmada de fieles, si bien el olor a cera derretida provocó algunos desmayos.
El otro acontecimiento importante fue, como se dijo, el
Vía crucis
celebrado en el patio de la cárcel. No fue declarado obligatorio; pero se «rogó» a los reclusos que asistieran a él. En total sumaron unos doscientos los que accedieron; los otros, el resto, permanecieron en sus celdas, fumando junto a las rejas, jugando al ajedrez o tumbados en sus jergones.
La ceremonia se celebró por la tarde, «pasada la hora tercia» cuando el pedazo de cielo visible desde las ventanas empezaba a teñirse de color escarlata. El patio presentaba un aspecto singular, pues en los muros, a cierta altura y a modo de friso, habían sido colocadas, muy distanciadas entre sí, catorce cruces de regular tamaño, cruces de madera, talladas en el propio taller de la prisión. El sacerdote oficiante iba a ser, en esa ocasión, mosén Falcó, satisfaciendo con ello un anhelo largamente acariciado.
Mosén Falcó, bajito y elástico como Jaime, pero de mirada mucho más segura, inició el recorrido, precedido por un recluso elegido por sorteo —un tal Robles, que perteneció a la UGT—, que era quien izaba la Cruz, haciendo las veces de monaguillo.
«¡Primera estación! ¡Jesús es condenado a muerte!». La frase rebotó contra los doscientos cerebros que seguían al joven sacerdote, pues la víspera el Tribunal Militar había condenado a la última pena a tres reclusos, uno de los cuales, por ser muy chistoso, había llegado a ser muy querido en la prisión. Aunque con algún retraso y con mucha torpeza, los seguidores hincaron la rodilla. Al término de la lectura del primer texto, nadie contestó. Hasta que los hermanos Costa, que se habían situado en primera fila, como en la misa dominical, rompieron el silencio exclamando: «¡Perdónanos, Señor!». Respuesta que fue coreada con timidez por todos los reclusos.
«¡Perdónanos, Señor!». ¿A qué Señor se dirigían y qué clase de perdón era el que solicitaban, entreabriendo apenas los labios? Gatos paseaban, como siempre, por el borde de las tapias del patio de la cárcel. Y algunos pájaros revoloteaban en correcta formación. La arena crujía bajo las pisadas como si fuera la del cementerio. Mosén Falcó, pese a sus convicciones y seguridad, padecía. No le gustaba aquello. ¿Qué podía hacer él para que aquellas doscientas almas se olvidaran de sí mismas y se sintieran culpables de las profanaciones cometidas, o pensaran en la muerte del Redentor?
«¡Octava estación! ¡Jesús consuela a las mujeres que lloraban su Pasión!». ¿Quién, fuera de la cárcel, consolaría a las mujeres de los detenidos? Menos mal que los carceleros, que participaban también en la ceremonia y que eran los únicos que llevaban cirio, daban ejemplo de buena voluntad.
La última estación fue la peor. «¡Decimocuarta estación! ¡Jesús es colocado en el sepulcro!». Fue la peor porque, muy cerca del lugar en que el consiliario de Falange pronunció aquellas palabras, se abría en el muro, a media altura, una ventanuca enrejada, tras la cual contemplaba la escena uno de los tres condenados a muerte en el juicio celebrado la víspera en
Auditoría
. Un hombre con patillas a lo Pancho Villa, que durante la guerra en el frente había destruido dos tanques y en la retaguardia había fusilado por cuenta propia a cinco guardias civiles. El hombre, al oír lo de «bajar al sepulcro», escupió. Escupió por entre las rejas al patio, aunque su salivazo se licuó en el aire, antes de caer en la arena.
Fueron muchos los que vieron aquel rostro enjaulado; pocos, en cambio, se enteraron del salivazo. Mosén Falcó, sí; y le pareció que le daba en la cara y hasta estuvo tentado de enjugársela. Por fortuna, pronto los hermanos Costa, cuyas voces habían ido afianzándose a cada nueva estación, repitieron una vez más, ahora gritando: «¡Perdónanos, Señor!». Gritó bordoneado por el balbuceo del resto de los asistentes.
La ceremonia terminó. Hubo un momento de indecisión en el patio. Hasta que mosén Falcó, sin decir nada, cerró el libro que llevaba en la mano y se dirigió a la puerta de acceso al interior de la cárcel. Los funcionarios de la prisión lo siguieron. Y detrás de ellos, poco a poco y también en silencio, los doscientos reclusos.
Cuando éstos llegaron a sus respectivas celdas, adoptaron ante los abstencionistas un aire cohibido y como responsable. Los hermanos Costa no. Sonrieron como siempre y, acercándose al detenido que había hecho de monaguillo y llevado la Cruz, lo obsequiaron con una cajetilla de tabaco.
Otra persona había de tener una decisiva influencia en el desarrollo de aquella Cuaresma gerundense: el inspector de Enseñanza Primaria, Agustín Lago. Para empezar, y a semejanza del señor obispo, Agustín Lago se sometió a sí mismo a una disciplina más dura que la habitual. La idea de la Institución a que pertenecía, el Opus Dei, lo responsabilizaba cada día más. Preparóse conscientemente, meditando también los evangelios y a la vez dos máximas contenidas en su libro de cabecera, Camino, escrito por su fundador:
Si tienes impulsos de ser caudillo, tu aspiración será: con tus hermanos, el último; con los demás, el primero.
Y esta otra:
Eres, entre los tuyos —alma de apóstol— la piedra caída en el estanque. Produce, con tu ejemplo y tu palabra, un primer círculo… Y éste, otro… y otro, y otro… Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?
A resultas de ello Agustín Lago, desde su soledad en la modesta pensión de la calle de las Ollas, penetró en la Cuaresma con una suerte de serenidad que admiró a cuantos lo trataban.
Sí: a la postre, aquella Cuaresma significaría un rotundo triunfo para Agustín Lago.
No sólo porque, en el plano profesional, siguió ocupándose más que nunca de su cargo y de las necesidades de los maestros, sino porque, en el plano religioso, consiguió galvanizar el entusiasmo de la población y el del alcalde en persona para representar en el Teatro Municipal, por Semana Santa, una antiquísima versión castellana de
La Pasión
que había descubierto en los archivos del Monasterio de Guadalupe y que había adaptado convenientemente. Tratábase de un texto poco enfático, realista y humilde.
Una serie de retablos, de secuencias, que se iniciaban con la Anunciación a María y terminaban en el Calvario, y en la que apenas si los personajes hablaban, a excepción de Jesús. El texto era tan preciso que arrancó de Mateo el siguiente comentario: «Es la primera vez que leo una Pasión teatralizada sin tener la sensación de que me están contando una leyenda».
Agustín Lago y su idea de representar
La Pasión
en el Teatro Municipal adquirieron rápida popularidad. La labor iba a ser ardua —elección de intérpretes, indumentaria, decorados, etcétera—, pero todo el mundo se dio tal maña que en seguida se vio que la empresa sería llevada a feliz término, compensando parcialmente del escaso relieve que tendría en la ciudad la procesión de Viernes Santo, amputada de raíz por haber desaparecido con la guerra los celebérrimos pasos y las fervorosas cofradías de antaño.
Agustín Lago, Mateo y mosén Alberto, éste en calidad de asesor, formaron el triunvirato responsable del éxito de
La Pasión
. A decir verdad, desde el primer instante los tres comprendieron que lo principal era acertar en el reparto de los papeles. Los estudios efectuados al respecto dieron lugar a no pocas sorpresas, pues de pronto resultaba evidente que el mejor de los hombres, debidamente caracterizado, podía representar a la perfección el más vil de los personajes, o viceversa. Como ejemplo podía citarse el comentario que salió de la boca de Mateo: «¡Ah, qué lástima no disponer del Responsable! Duro y terco, lo estoy viendo hacer un San Pedro inimitable».
El caso es que, cuando apareció en
Amanecer
, oportunamente, la lista de las personas que encarnarían las distintas figuras del drama de Jesús, la elección mereció el aplauso casi unánime de los lectores, Jaime, el repartidor del periódico, debió de compartir la opinión general, pues subrayó con su lápiz rojo casi todos los nombres aparecidos.
La Virgen Adolescente en la escena de la Anunciación, iba a ser Gracia Andújar.
¿Por qué no? Gracia Andújar, con sólo bajar los ojos, reflejaba un aire de inocencia sin par en la ciudad.
Manolo, el flamante abogado, haría sin duda un Pilatos sensacional. Tal vez influyeran en ello la barbita que llevaba, de inspiración romana, y la costumbre que tenía de lavarse las manos antes de irse a la Audiencia.
El doctor Andújar fue un caso especial. Se presentó por cuenta propia para representar un papel: el de Simón Cirineo. Él ayudaría a Cristo a llevar la Cruz en el escenario, lo mismo que en los Viáticos lo ayudaba a subir hasta el lecho de los enfermos.
La elección de María Magdalena ofreció ciertas dificultades. ¿Quién aceptaría?
Esther… Mateo pensó en Esther y acertó. Pensó en su ductilidad y en su peinado cola de caballo. El caso quedó con ello felizmente resuelto. Por su parte Esther se mostró encantada. «Me encantará —dijo— perfumar los pies de Jesús».
San Juan, el discípulo amado, sería protagonizado por Alfonso Estrada, presidente de las Congregaciones Marianas. El muchacho, si se lo proponía, tenía la mirada de un efebo iluminado.
Agustín Lago sacaba a escena, en su obra, al joven rico que le preguntó a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna?». El nombre que apareció en
Amanecer
para encarnar al joven rico fue precisamente el de Jorge de Batlle. Todo el mundo se mordió el labio inferior al leerlo, empezando por el interesado. Pero Chelo Rosselló, la novia de éste, hizo cuestión de honor convencer a Jorge para que aceptara el papel. «Debes aceptar, Jorge —le dijo al desasosegado huérfano—. Cosas así son las que te ayudarán a liberarte, a vencer tu sensación de aislamiento».
Ahora bien, existía una incógnita: ¿quién encarnaría la figura de Jesús?
Amanecer
no precisaba al respecto. Decía simplemente: «No se ha tomado todavía una decisión definitiva».
Y era verdad. ¿Quién podía cargar con semejante responsabilidad? Mosén Alberto, Mateo y Agustín Lago repasaron
in mente
todos los rostros de Gerona, sin conseguir dar con el apropiado. Entre otras cosas, faltaba saber cómo fue Jesús en la realidad. Se decía de él que tenía «aspecto distinto…» ¿Qué significaba eso? ¿Cómo sería de frente, cómo sería de perfil? Conocíase su estatura y, gracias al Santo Lienzo, podían reconstruirse más o menos algunos de sus rasgos; pero ¿y la expresión?
Por fin surgió el nombre: el padre Forteza. La idea correspondió a Agustín Lago. Sí, el padre Forteza era el hombre indicado, por su ascetismo, visible en sus facciones, y por el respaldo que suponía, además, su ascendencia judía, mallorquina. Pero he ahí que el padre Forteza, pese a contar de antemano con las debidas autorizaciones superiores, opuso una resistencia extrema. «¿Quién soy yo para representar a Jesús? Yo soy un payaso, lo sabéis todos. Y Jesús era lo más serio y profundo que ha salido de vientre de madre».