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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (94 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Últimamente al padre Forteza le había sido encargada otra misión. Se la encargó el señor obispo, en gracia a que el jesuita dominaba varios idiomas: la asistencia religiosa de los refugiados extranjeros que, por motivos de salud, después de pasar, en Figueras, por las manos del coronel Triguero y de la Guardia Civil, eran internados en el Hospital gerundense y reclamaban un sacerdote.

Esta circunstancia, este contacto íntimo del padre Forteza con gente que llegaba directamente del teatro de la guerra, unido a su profundo conocimiento de la psicología alemana, lo convirtió imperativamente, por la misma inercia de los hechos, en el «comentarista internacional» más solicitado e incisivo de cuantos existían en la ciudad.

Comentarista, desde luego, que sólo ejercía como tal en la intimidad: es decir, que no escribía en el periódico ni se acercaba nunca a la emisora de radio.

Lo cierto es que su celda empezó a ser llamada «el centro de información Forteza», puesto que acudían a ella, para escuchar su versión de los acontecimientos bélicos que se desarrollaban en Europa y en el mundo, un número de personas cada vez mayor, y cada una de ellas con un propósito definido. Así, por ejemplo, el profesor Civil, preocupado desde siempre por la cuestión judía, de la que tantas veces había hablado en clase con Ignacio y con Mateo, sabía que nadie como el padre Forteza podía informarle sobre las actividades nazis en este aspecto. El notario Noguer le exigía, en nombre de la amistad y de la Diputación, un comentario objetivo sobre la insólita evolución que el mariscal Pétain, presionado por los alemanes, imprimía a la demócrata Francia. Manolo y Esther le suplicaban que valorara con un sentido realista la flema de que daba muestras Mr. Edward Collins, el cónsul británico, flema comparable a la que, en su conferencia en Madrid, evidenció Sir Samuel Hoare. El propio Agustín Lago le había pedido su parecer con respecto a la actitud de Pío XII, a quien las radios anglosajonas acusaban de germanofilia. Etcétera.

El padre Forteza no veía razón alguna para callarse. De modo que, utilizando siempre su parabólico lenguaje, dejaba satisfecho, en lo que cabía, al interlocutor de turno; felicitándose él, en el fondo, de que tales personas no se limitaran a leer los partes de guerra, sino que tuvieran conciencia de lo que éstos podían significar en el terreno del espíritu.

—Profesor Civil, el asunto de los judíos, que tanto le interesa a usted, es muy serio. En Alemania la población judía se acerca a los cuatro millones, si no estoy equivocado; en toda Europa, a los diez millones. De sobra conoce usted el odio que los nazis sienten hacia esa raza. Si ha leído usted
Mi lucha
, de Hitler, me ahorrará explicaciones. Pues bien, las cosas van adquiriendo, según mis informes, un cariz lamentable. Mientras yo vivía en Heidelberg, se quemaban en Alemania, de vez en cuando, algunas sinagogas, se expropiaban empresas y tiendas judías, se trazaban planes de emigración —a Palestina, a Madagascar…—, todo ello bajo el pretexto de la salvaguarda de la casta nórdica, a la que por cierto Himmler bautizó con un bello nombre: la
Orden de la Sangre Preciosa
.

»Ahora, por lo visto, hay algo más y los relatos de la BBC en Londres parecen ajustarse a los hechos. Desde que estalló la guerra se ha pasado a una acción mucho más directa, y no sólo en Alemania, sino en todos los territorios ocupados, especialmente Polonia. Sí, parece ser que lo peor está ocurriendo en Varsovia, en cuyo ghetto han sido confinados quinientos mil judíos, previa matanza de los dementes, de los ancianos y de los inválidos. Me consta que usted, profesor Civil, no siente tampoco una simpatía especial por esa raza, que, por una jugarreta del azar, resulta ser la mía… No voy a discutírselo, aunque está bien claro que un cristiano no puede permitirse la menor discriminación.

»Ahora bien, mi opinión es que la cosa no ha hecho más que empezar. A medida que la guerra se complique —y se está complicando, como usted habrá podido observar—, los nazis llevarán su persecución a los últimos extremos. Hitler está convencido de que los judíos —junto con nosotros, los jesuitas— son la encarnación del Mal. Y por desgracia, no es hombre que consulte con Dios; consulta a los astros, los cuales bien sabe usted que lo mismo son capaces de hacer concebir sueños poéticos que sueños infernales.

El profesor Civil se quedaba asustado. Era cierto que él atribuyó siempre a la raza judía la responsabilidad de tres de los grandes males que en su opinión aquejaban a la humanidad: la deificación del dinero; la rotura psicológica, a través de la literatura y el arte, y la pérdida del sentido de la individualidad. Pero de eso a confinar en un ghetto a medio millón de hombres y mujeres, con el peligro del tifus exantemático… De eso a concebir una aniquilación masiva…

El profesor Civil salía de la celda del padre Forteza doblemente preocupado, por cuanto su hijo, Carlos, que acababa de llegar a Gerona para ponerse al frente de la
Emer
, sucursal de Sarró y Compañía, daba la impresión de estar tocado de todos los defectos mencionados: no hacía más que hablar del patrón oro, sonreía con displicencia al oír hablar del arte románico de las iglesias gerundenses y parecía feliz mezclándose con la multitud. «Me lo han cambiado —decía el profesor Civil—. Dándole ese cargo me lo han cambiado. No le falta sino colocar en la oficina —o en su casa, presidiendo las comidas de mis nietos— la estrella de David y el candelabro de siete brazos».

El notario Noguer salía también asustado del «centro de información Forteza». El jesuita contestaba a sus preguntas diciéndole que, según los refugiados franceses con los que dialogaba en el Hospital, Pétain, ¡a sus ochenta y cinco años!, estaba convirtiendo a Francia en un estado gemelo del estado nazi…

—Naturalmente, mi querido notario Noguer, puede existir ahí una alteración de lo que el señor obispo llamaría «el principio de causalidad». Cierto que Pétain firma decretos sorprendentes desde el punto de vista francés, como el de la pérdida de la nacionalidad francesa del general De Gaulle; la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en los centros docentes oficiales; la prohibición del divorcio durante los tres primeros años de matrimonio; las severas amonestaciones a quienes hagan circular folletos antialemanes, etcétera. Pero, en mi opinión, todo ello no es más que una prueba de astucia por parte del veterano héroe de Verdún. Intenta tener contentos a los alemanes, calmarlos, evitar males peores. ¿Qué otra cosa puede hacer? El papel de Pétain es triste, desde luego. Él mismo lo ha dicho: «Me temo que los franceses no comprenderán nunca mi sacrificio, que no me perdonarán». Pero lo cierto es que en la Francia ocupada empieza a marcarse el paso de la oca…, que se expurgan las bibliotecas y que la
chérie liberté
que usted conoció allí ha pasado a ser un recuerdo.

El notario Noguer se asustaba al oír esta versión porque se preguntaba a sí mismo si él, en caso de ser francés, comprendería o no comprendería al mariscal Pétain… El asunto era complejo. ¡Claro que podía tratarse de una astucia salvadora! Pero hacerle el caldo gordo al invasor… ¿Qué límites se trazaría el mariscal? ¿Hasta dónde llegaría? ¿No era preferible hacerse quemar en una hoguera?

El padre Forteza no podía evitar el pasarlo bien cuando sus interlocutores de turno eran Manolo y Esther… La joven pareja le exigía con la mirada que les diera una seguridad: la seguridad de que, contra todas las apariencias, Inglaterra acabaría venciendo. Parecían decirle: «Usted, que es hombre de Dios, que sabe que en Polonia los nazis han matado a sacerdotes católicos y que Himmler ha hecho grabar en todas las dependencias de las SS la frase de Nietzsche:
Bendito sea lo que endurece
, profetice que estamos en lo cierto, que esta pesadilla pasará y que esas muchachas de la Sección Femenina Alemana que van a llegar a Gerona de un momento a otro, invitadas por el Gobernador, regresarán pronto a su país, dejándonos tranquilos».

Ocurría que el jesuita no podía profetizar absolutamente nada. Vivía tan en el aire como los propios Manolo y Esther.

—En primer lugar, y pese a que la Compañía de Jesús usa léxico militar, yo no soy militar, como sabéis muy bien… En segundo lugar, supongo que la inclinación definitiva de la balanza dependerá de lo que en lo futuro decidan los Estados Unidos y Rusia, lo cual, a los ojos de un simple jesuita mallorquín como yo, resulta tan imprevisible como saber lo que se obtendrá de la paja como sustitutivo de la seda natural.

Manolo y Esther se miraban entre si desolados… Desolados y convencidos de que el padre Forteza hablaba como debía hacerlo, que decía lo único que cabía decir. Porque ¿a santo de qué basar en la sonrisita de Mr. Edward Collins una confianza ciega en «la victoria final»? Mr. Edward Collins podía muy bien ser el clásico funcionario inglés educado en el sentido reverencial de la impasibilidad.

Todo imprevisible… ¡Cuán cierto era! Los acontecimientos lo demostraban a diario y podían cambiar radicalmente en cualquier momento. Desde primeros de año habían ocurrido unas cuantas cosas que invitaban a Manolo y Esther a cierto optimismo: los éxitos ingleses en Grecia y en África del Norte, que habían traído consigo la dimisión del mariscal Graziani y habían llevado a Churchill a citar en una alocución el séptimo capítulo del Evangelio de San Mateo:
Pedid y os será dado; buscad, y encontraréis; llamad y se os abrirá
; la existencia en Londres de lo que el general De Gaulle llamaba «una Europa en miniatura», compuesta por un núcleo de gobiernos exilados —el de la propia Francia, el de Polonia, el de Noruega, el de Bélgica, el de Holanda, el de Luxemburgo, el de Checoslovaquia…—, que se habían juramentado para proseguir la lucha hasta la liberación de sus patrias respectivas; el hecho de que el asalto a la capital británica no se producía ¡y la afirmación de Roosevelt según la cual los Estados Unidos ayudarían a su hermana Inglaterra en forma completa y sin condiciones, a cuyo fin iniciaba la construcción de veinte mil aviones!

Pero la otra cara de la medalla estaba ahí…, como en la procesión del Viernes Santo estaban la Andaluza y sus pupilas contemplando el paso de Jesús yacente… Alemania había firmado otro tratado con Rusia, vigente hasta agosto de 1942. Yugoslavia y Bulgaria se habían adherido al Pacto Tripartito. El ministro japonés Matsuoka había anunciado su visita a Europa. Y, sobre todo, Hitler, el sempiterno Hitler, había pronunciado otro discurso de rotundidades épicas, prometiendo a sus súbditos «próximos acontecimientos de importancia trascendental». «Cuando miro a mis adversarios de otros países —había dicho el Führer—, no temo dar mi opinión. ¿Qué son esos pobres egoístas? Grandes especuladores que no viven más que de los beneficios que sacan de esta guerra. En esas circunstancias no puede haber bendición para ellos. Alemania, en un plazo cortísimo de tiempo, les dará una lección que no olvidarán jamás». Claro que esas amenazas eran el pan nuestro de cada día. Pero esta vez la cosa parecía ir tan en serio como con ocasión de la campaña de 1939.

Efectivamente, todo indicaba que, ante el fracaso italiano, Alemania se disponía a invadir los Balcanes y tomar el mando de las operaciones en el desierto africano. Un nombre empezaba a sonar: el del general Rommel… ¿Qué ocurriría si Hitler se salía con la suya y ocupaba Grecia, Egipto… y el Canal de Suez? ¿Por dónde Inglaterra —por dónde Mr. Edward Collins— podría evitar la catástrofe que se cerniría, sin que el adversario tuviera ya enemigos a la espalda, sobre su territorio?

—Mis queridos Manolo y Esther —concluyó el padre Forteza—, no queda más remedio que continuar a la espera. Y ahora, si queréis, por esta escalera interior saldréis a la capilla del Santísimo, que es el Único que todo lo puede…

En cuanto a Agustín Lago, quien desde su choque con el profesor Civil visitaba al padre con frecuencia, era tal vez la persona que más tranquila salía de sus consultas con el jesuita. Y es que la preocupación del militante del Opus Dei no se refería a aspectos raciales, ni nacionalistas, ni militares, sino religiosos. Y ahí las respuestas podían ser contundentes.

—Calumnias, amigo Lago… Meras calumnias. Pío XII hace honor a su pontificado, nada más. Es cierto que siente por Alemania una simpatía basada en su larga estancia en aquel país: trece años de nuncio apostólico… Nunca lo ha negado y es lo único que ha dejado traslucir en sus declaraciones. Pero nadie puede probar que ello haya condicionado en ningún momento su actividad diplomática con respecto a la guerra. Primero procuró evitarla; luego ha enviado mensajes de consolación a todos los países que se han visto envueltos en ella; y ahora dedica sus esfuerzos a impedir su extensión y a ayudar a las familias de los prisioneros y de los desaparecidos. ¿Por qué no ha condenado oficialmente las invasiones territoriales de los nazis? No soy quién para juzgarlo… Sin embargo, imagino la razón: en Alemania hay unos cuarenta millones de católicos… Si el Papa rompiera los lazos de convivencia entre la Iglesia y el III Reich, ¿cuál sería la réplica de Hitler? Podría ser catastrófica. ¿No lo crees, hijo? El Papa le daría al Führer el pretexto para obrar con la Iglesia alemana como ha obrado con esos sacerdotes polacos…

La argumentación era convincente para Agustín Lago. Lo cual no significaba que fuera consoladora. Agustín Lago hubiera deseado que el Vaticano estuviese en condiciones de condenar abiertamente las ocupaciones de los nazis, pues la Nueva Europa de que éstos hablaban no le producía a él la menor ilusión, habida cuenta de que no creía, como lo creía Himmler, que la «casta nórdica» fuera la
Orden de la Sangre Preciosa
. Con permiso de
Amanecer
, más bien creía lo contrario. En eso estaba de acuerdo con el profesor Civil: tenía fe en los hombres nacidos en el Mediterráneo.

Prefería el idioma latino a los idiomas alemán e inglés. Prefería el Derecho Romano a la filosofía de Schopenhauer y a las ironías de Bernard Shaw. Y le producía un temor inmenso —tanto como a Manolo y a Esther, y como al notario Noguer— la posibilidad de que los alemanes ocupasen Atenas y se hicieran retratar frente a la Acrópolis.

El padre Forteza, con frecuencia, al quedarse solo, especialmente después de celebrar misa, se preguntaba a sí mismo: «Bueno… ¿y a santo de qué me consultan todo esto? ¿No estaré pecando de autosuficiencia, de vanidad? ¿Qué valor tiene que haya dialogado en el Hospital con dos docenas de refugiados, que haya viajado un poco y que me haya leído el credo de Rosenberg? Puedo equivocarme. Corro muy bien el peligro de interpretar erróneamente los hechos…»

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