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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (97 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—¿Dos cucharadas como siempre, doctor?

Faltaba el paso definitivo: enfrentarse con la sociedad… También fue dado. Ello tuvo lugar con motivo del I Congreso de Cirugía Española que se celebró en Barcelona a primeros de junio. El doctor Chaos fue invitado a leer en él una ponencia y hacer una demostración. Durante una semana, maestro y discípula trabajaron sin apenas descanso para preparar aquella intervención.

Y la víspera, el doctor Chaos le dijo a Sólita:

—Tienes que acompañarme a Barcelona… Te necesitaré. Sólita escuchó la propuesta y notó escalofrío en la espina dorsal. Se pasó la mano por los ojos, cansados, y contestó:

—De acuerdo. Hablaré con mi padre y te acompañaré.

Fue un viaje armónico, por carretera, en el coche del doctor, puesto que había coherencia entre las personas, las ideas y el paisaje que los circundaba.

También fue armónica la ponencia que leyó el cirujano en el Congreso, ante más de cien colegas, y también lo fue su actuación en el quirófano: una traqueotomía. Sólita, mientras le pasaba el instrumental, iba leyendo sus pensamientos… pese a la máscara.

El doctor Chaos y Sólita se hospedaron en el mismo hotel: el «Majestic», del paseo de Gracia, donde antaño se hospedó el doctor Relken y en cuyo comedor éste le dijo a Julio García: «Mi cerebro me lo pago yo».

La tercera noche, mientras cenaban, después de la intensa jornada clínica, que fue la de clausura, el doctor Chaos —¿qué le ocurría?— no aludió para nada ni a la Inquisición ni a las diferencias existentes entre las técnicas operatorias de Barcelona y de Madrid. Comió vorazmente, como si llegara andando desde el ghetto de Varsovia. Y bebió vino tinto, de Perelada, pues dijo que su sabor le recordaba a Gerona y la tramontana que llegaba del Ampurdán, donde se alineaban los viñedos.

Sólita, a su vez, tenía coloreadas las mejillas. La palidez del quirófano se había esfumado. ¿O se habría puesto polvos, la muy sagaz? Sólita, además, fumó…, lo que no era habitual en ella. Y pidió una copa de coñac.

A medianoche, el ascensor los llevó al tercer piso, donde tenían las respectivas habitaciones. Y al encontrarse en el pasillo, con las enormes llaves en la mano, apenas si tuvieron necesidad de pronunciar una palabra: el doctor Chaos miró a Sólita a los ojos, que brillaban como bocetos de estrellas, y la muchacha echó a andar.

Él la siguió y ambos entraron en la habitación de la mujer. El cambio fue brutal.

Mientras Sólita se desnudó y el doctor Chaos hizo lo propio, las luces tenues del cuarto parecían entonar una musiquilla arrulladora. Pero en cuanto los dos cuerpos, debajo de las sábanas, entraron en contacto, el doctor Chaos experimentó una violenta sacudida y luego se quedó extático, sin fuerzas para moverse.

El hombre concentró toda su atención. Hizo lo imposible para darle órdenes a su mente, para sentir… Para demostrarle a Sólita no sólo que era un hombre, sino que era su hombre, con el que compartiría luego para siempre la Clínica, el amor y el pan.

Resultó inútil. El doctor Chaos notó una suerte de asfixia y sus manos, yertas sobre la piel caliente de Sólita, eran la imagen de la pena y de la impotencia.

Sólita dio una vuelta sobre sí misma y, la cara contra la almohada, martilleó ésta con los puños y rompió a llorar sin consuelo. El doctor Chaos deseaba morir. Contornos antiguos, de hombres, fustigaron su cerebro. Le invadió una indiferencia glacial. Se dio asco a sí mismo. Le dio asco Sólita. Le dio asco el mundo.

No se atrevió a pedir perdón… Saltó de la cama y su intención fue ducharse. Pero renunció a ello y vistióse con calma, en un estado de postración extrema. Se sentía infinitamente agotado. No era el mismo ser que el día anterior, con una fascinante rapidez de reflejos, operó una traqueotomía a la vista de más de cien colegas.

Una vez vestido se atrevió a balbucear:

—Perdón…

Y salió de la habitación de Sólita. En el pasillo del hotel había ceniceros y delante de algunas puertas, zapatos. Zapatos de hombre y de mujer, alineados correctamente.

¡Dios, qué horrible sensación!

Se pasó la noche en blanco, sin acertar a coordinar las ideas. Ya nada le importaba.

¿Por qué el doctor Andújar, su amigo, lo achuchó hasta conducirlo a una situación semejante? ¿Por qué no lo dejó en paz con su anormalidad? En las paredes de la habitación colgaban grabados ingleses. Representaban caballos de carrera. Caballos vigorosos, de línea estilizada. Caballos de raza. También era de raza Goering, que dormía sosegadamente sobre la alfombra, a los pies de la cama.

Pensó en la castración. ¿Por qué no? Antiguamente en Roma los papas hacían castrar a los pequeños cantores para que no se malograsen sus voces infantiles… De una vez para siempre acabaría con la tortura. Y sabría a qué atenerse. Y el comisario Diéguez podría impunemente romper su ficha.

Se levantó con la luz del alba. Redactó una nota para Sólita, nota muy escueta, y la deslizó por debajo de la puerta de su habitación. Luego bajó, pagó la factura del hotel y regresó solo a Gerona, en su coche. Goering parecía tener frío a aquella hora y se negó a asomarse por la ventana. Los postes de telégrafo semejaban dedos que señalaban con ir al cielo. De vez en cuando, una consigna: «Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan».

El doctor Chaos, una vez en Gerona, se abstuvo de llamar, o de visitar, al doctor Andújar. Ni siquiera fue al Hospital. La idea de que las monjitas lo saludarían diciendo: «Buenos días, doctor…», lo horrorizó. Se dirigió a su hotel y se desplomó en su lecho de siempre, testigo de tantas orgías inconfesables. Y se durmió hasta la hora del almuerzo.

Al día siguiente el doctor Andújar, después de escuchar detenidamente al doctor Chaos, le dijo:

—¡Bien…! Es pronto ahora para sacar conclusiones… De momento, por favor, lo único que te pido es que me des el número del teléfono particular de Sólita.

Capítulo LIV

Paz Alvear, declarada miss Gerona por Carlota, condesa de Rubí, se acordaba con frecuencia de su madre, pero sin angustia. Su madre fue en verdad un ser gris, apergaminado, que dejó huella escasa, excepto en el pequeño Manuel, que visitaba el cementerio de vez en cuando. Paz no quería ser cruel, pero cuando más la echaba de menos era cuando tenía que cocinar y fregotear. Había hecho donación del escasísimo ajuar de la mujer a una vecina medio paralítica y había tirado su peine, su cepillo de dientes y algunos otros chismes al cubo de la basura. Gol, el gato mascota de la casa, ahora se había acostumbrado a dormir en la cama que fue de «tía Conchi». Paz tenía… dos problemas: Manuel y Pachín. Manuel había caído de lleno en las garras de mosén Alberto. Paz hizo cuanto pudo para romper el cerco, pero fracasó. Continuó hablándole pestes de la Iglesia, que había consentido la muerte de su padre en Burgos. Continuó hurgando y criticando los libros de texto que su hermano llevaba en la cartera e incluso le enseñó un antiguo catecismo que le prestó el librero Jaime, editado en Gerona cuando la guerra de la Independencia, en el que se decía textualmente:

—¿Qué son los franceses?

—Antiguos cristianos y herejes modernos.

—¿Es pecado asesinar a un francés?

—No, padre; se hace una obra meritoria librando a la Patria de sus violentos opresores.

—¿Comprendes, so tonto? Los curas han sido siempre así. ¡Fíjate en la fecha!: 1808… Ha pasado siglo y medio y siguen en las mismas.

Nada que hacer. Mosén Alberto ejercía sobre Manuel una influencia decisiva. Por otra parte, en el Museo Diocesano, cada día más enriquecido, el muchacho se había acostumbrado a considerar sagradas determinadas cosas, sobre todo al contemplar los cuadros que representaban a Cristo. Sí, la figura de Cristo había ido penetrando en él con intensidad creciente. ¡Manuel comulgaba ya una vez a la semana, sin que Paz se enterase!

Y al hacerlo sentía que en aquellas hostias elaboradas por las monjitas había algo más que pan… Había serenidad, buenos pensamientos, deseos de amar al prójimo y de perdonar. Aquel pan era la explicación de que no todo acaba aquí abajo, como su hermana pretendía. Era el pan con que César se alimentó siempre… ¡Oh, claro, César se había ido convirtiendo en el otro gran «opresor espiritual» de Manuel! Éste llevaba siempre en la cartera una fotografía de su primo, que Carmen Elgazu le había regalado.

Y cada vez que la miraba pensaba que las teorías de su hermana fallaban por algún lado.

O que por lo menos eran exageradas. Paz se daba cuenta y pensaba para sí: «¡Pues sí que estamos buenos! Lo dije en broma y va a resultar verdad: a ése me lo meten en el Seminario…»

El otro problema de Paz era Pachín. Pachín la quería más que nunca. Le decía en todos los tonos inimaginables: «Sin ti no podría vivir». Pero habían surgido dos amenazas. Una, Pachín terminaría en agosto el servicio militar y su familia residía en Asturias. Otra, el Club de Fútbol Barcelona había declarado públicamente que quería ficharlo para la próxima temporada. Pachín, gracias a sus testarazos, era el máximo goleador de Segunda División. Un dirigente del Barcelona lo había estado vigilando por esos campos de España y había dicho: «Es una tontería que ese chico se pudra en Segunda División. Tiene madera de jugador internacional». ¿Internacional? La palabra le había gustado a Paz, por aquello del himno del mismo nombre que ella canturreaba por lo bajines en Perfumería Diana. Pero si Pachín fichaba por el Club de Fútbol Barcelona, ¿qué iba a ocurrir? O se casaban —y Pachín no hablaba nunca de ello, «porque era muy joven y porque no le convenía engordar»—, o ella se iba tras él. De lo contrario, si te he visto no me acuerdo.

Pachín le decía que era pronto para preocuparse. «Estamos en mayo. Faltan tres meses para licenciarme. No tomaré ninguna decisión sin contar contigo. ¿Qué más puedo decirte? Pero tengo derecho a mejorar, ¿no? Ya buscaremos una solución…»

Paz descubrió que era muy celosa. Nunca lo hubiera imaginado. Era celosa no sólo de Pachín, sino de todo cuanto se refiriese a todos aquellos a quienes quería. Por ejemplo, últimamente tenía celos de Adela, porque un día advirtió que Ignacio al mencionarla lo hacía con una excitación especial. «¿Qué le encuentras a esa mujer…? Le quitas la faja y sales huyendo…» Ignacio se rió. Bueno, se rió sólo a medias, puesto que llevaba mucho tiempo sin poder abrazar a Adela, debido a que las sospechas de Marcos no se habían disipado.

En cambio, la muchacha había resuelto favorablemente el asunto del piso que andaba buscando. La Agencia Gerunda, a través de la Torre de Babel, acababa de conseguirle uno en la calle del Carmen, del que podría tomar posesión en agosto. Por cierto que la Torre de Babel retenía a Paz innecesariamente en la oficina, pues el muchacho se estremecía de pies a cabeza al ver a la prima de Ignacio. Por ello le daba largas al asunto. «Vuelve el sábado… Seguramente habrá algo». «Pásate por aquí el martes. ¿Te acordarás?». Hasta que Paz le dijo, haciendo un ademán chulesco: «Ya está bien, rico. Que el piso no va a ser para ti…»

También resolvió favorablemente su propósito de incrementar sus ingresos, a sabiendas de que con ello se distanciaba todavía más de sus antiguos
slogans
de la UGT. Aparte de que con la primavera la
Gerona Jazz
, había reanudado sus actividades —cada pueblo celebraría nuevamente la Fiesta Mayor—, la muchacha se aseguró sin gran esfuerzo otro sueldo no despreciable: se convirtió en la modelo de Cefe, el pintor de desnudos, gracias a los anuncios que éste, al igual que sus colegas, había ido publicando al respecto en
Amanecer
.

—Pero, ¡diablos! —exclamó el pintor, al ver a Paz—. No sabía yo que en Gerona existiera una sirena de esta categoría…

—No será porque me haya quedado encerrada en casita, ¿verdad?

El acuerdo fue completo, entre otras razones porque Cefe no sólo pagaba bien, sino que trabajaba sin malicia. Paz se dio cuenta de ello en seguida y simpatizó con el pintor, con el que charlaba a gusto a lo largo de las sesiones.

Y es que Ceferino Borrás —éste era su nombre— era un tipo singular. Se había criado en el Hospicio. Ahora tenía ya cincuenta años cumplidos y su mujer, al terminar la guerra, se le había ido a Francia con una de las Brigadas Internacionales. Estudió en Bellas Artes, en Barcelona, y era figurativo ciento por ciento, especializado en el retrato femenino.

—Cuando la Dictadura de Primo de Rivera —le contaba a Paz—, me hinché de pintar señoras con clavel en el escote; pero luego, cuando vinieron los tuyos, el Frente Popular, el negocio se fue al carajo.

Ahora la época le ofrecía de nuevo grandes perspectivas. «Sí, sí, que vengan condesitas a Gerona… Tarde o temprano, todas pasarán por este taller».

Se ejercitaba en el desnudo, precisamente porque exponer desnudos estaba prohibido y habían surgido compradores clandestinos, que no regateaban el precio. El trato con Paz había sido tajante: nadie la reconocería, pues le cambiaría la cabeza. «Pero ese cuerpo… Tienes un cuerpo delicioso, pequeña. ¡Ojalá te hubiera conocido yo a los veinticinco años! A ti no te hubiera dejado escapar…» Paz se reía. «¡Cefe, que ya no estás para estos trotes…!». «¡Ay, mi querida Paz! —exclamaba el pintor, mirándola de arriba abajo con un ojo cerrado y el pulgar en el aire—. ¿Cómo voy a contradecirte? No se me ocurre más que una palabra: Amén».

El pintor Ceferino Borrás llevaba lacito negro, de mariposa, en el cuello. Y una cabellera para ser esculpida. Era distraído, bohemio y charlatán: el tópico por excelencia. No le gustaba la política. Decía que si en los cuarteles la gente hiciera la instrucción con pinceles en vez de hacerla con fusiles, no habría guerra ni en el aire, ni en la tierra, ni en el mar. «Y esos alemanes… ¡que no me destruyan ahora una sola estatua de Grecia! Si lo hacen, me uno a Inglaterra con mi arma secreta: la no-violencia».

Paz aprendía mucho con Cefe. Éste no se cansaba de asegurarle que lo bonito era no odiar a nadie y tener una visión virginal del mundo. «De esta forma se vive tranquilo y las arrugas tardan en llegar. No me gusta que te metas en jaleos de Socorro Rojo y demás, ni que clasifiques a las personas de buenas a primeras. ¿Por qué? Todo el mundo es como es, ¿no te parece?»

—¿Tú no odias a nadie, Cefe? —le preguntaba Paz.

—¿Yo? ¿Qué voy a odiar? Odiar es perder el tiempo. ¿A ver ese busto…? Así… No odio ni siquiera a los cubistas, fíjate. Lo que pasa es que me dan lástima, eso es. Porque, vamos. Mientras haya mujeres como tú… ¡a mí que me den academia, mucha academia!

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