Read Filosofía en el tocador Online
Authors: Marqués de Sade
Entre los tártaros, cuanto más se prostituía una mujer tanto más honrada era; llevaba públicamente al cuello las marcas de su impudicia, y no se estimaba a las que no lleva ban ese adorno. En Pegú
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las propias familias entregan sus mujeres o sus hijas a los extranjeros que viajan: ¡se las alquilan a tanto por día, como los caballos y los carruajes! En fin, varios volúmenes no bastarían para demostrar que nunca se consideró la lujuria un crimen en ninguno de los pueblos sabios de la tierra. Todos los filósofos saben de sobra que sólo a los impostores cristianos debemos haberlo erigido en crimen. Los sacerdotes tenían por supuesto su motivo al prohibirnos la lujuria: esta recomendación, reservando para ellos el conocimiento y la absolución de estos pecados secretos, les daba un increíble dominio sobre las mujeres y les abría una carrera de lubricidad cuya extensión no tenía límites. Ya sabemos de qué modo se aprovecharon de ello, y cómo seguirían abusando si su crédito no se hubiera perdido sin remisión.
¿Es el incesto más peligroso? Indudablemente no; amplía los lazos de las familias y en consecuencia vuelve más activo el amor de los ciudadanos por la patria; nos es dictado por las primeras leyes de la naturaleza, lo sentimos, y el goce de objetos que nos pertenecen nos parece siempre más delicioso. Las primeras instituciones favorecen el incesto; lo encontramos en el origen de las sociedades; está consagrado por todas las religiones; todas las leyes lo han favorecido. Si recorremos el universo, encontraremos el incesto establecido por doquier. Los negros de la Costa de la Pimienta y de Río Gabón prostituyen sus mujeres con sus propios hijos; el mayor de los hijos en el reino de Judá debe desposar a la mujer de su padre; los pueblos del Chile se acuestan indistintamente con sus hermanas, con sus hijas, y se casan a menudo a la vez con la madre y la hija. Me atrevo a asegurar, en resumen, que el incesto debería ser la ley de todo gobierno cuya base fuera la fraternidad. ¿Cómo pudieron hombres razonables llevar el absurdo hasta el punto de creer que el goce de su madre, de su hermana o de su hija podría ser alguna vez criminal? ¿No es, os pregunto, abominable prejuicio considerar crimen el hecho de que un hombre estime en más para su goce el objeto al que el sentimiento de la naturaleza más le acerca? Equivaldría a decir que nos está prohibido amar demasiado a los individuos que la naturaleza más nos ordena que amemos, y que cuantas más inclinaciones nos hace sentir hacia un objeto, tanto más nos ordena al mismo tiempo que nos alejemos de él. Estas contradicciones son absurdas: sólo pueblos embrutecidos por la superstición pueden creerlas o adoptarlas. La comunidad de mujeres que yo establezco, entraña necesariamente el incesto y deja poco que decir sobre un presunto delito cuya nulidad está demasiado demostrada para que sigamos insistiendo; y vamos a pasar a la violación que, a la primera ojeada, parece ser, de todos los extravíos del libertinaje, aquel cuya lesión está mejor establecida en razón del ultraje que parece hacer. Es, sin embargo, cierto que la violación, acción rara y muy difícil de probar, causa menos perjuicio al prójimo que el robo, puesto que éste invade la propiedad que el otro se contenta con deteriorar. ¿Qué tendréis pues que objetar al violador si os responde que, de hecho, el mal que ha cometido es más bien mediocre, puesto que no ha hecho sino poner un poco antes a la criatura de que ha abusado en el estado en que poco después había de ponerle el himeneo o el amor?
Mas la sodomía, ese presunto crimen que atrajo el fuego del cielo sobre las ciudades entregadas a él, ¿no es un extravío monstruoso cuyo castigo nunca podría ser demasiado fuerte? Es sin duda muy doloroso para nosotros tener que reprochar a nuestros antepasados los asesinatos judiciales que osaron permitirse en este tema. ¿Es posible ser tan bárbaro como para atreverse a condenar a muerte a un desgraciado individuo cuyo único crimen es no tener los mismos gustos que vosotros? Uno se estremece cuando piensa que, no hace aún cuarenta años, la absurdidad de los legisladores estaba todavía en ese punto. Consolaos, ciudadanos; tales absurdos no volverán: la sabiduría de vuestros legisladores os responde de ello. Completamente esclarecida sobre esta debilidad de algunos hombres, hoy se comprende perfectamente que semejante error no puede ser criminal, y que la naturaleza no podría haber otorgado al fluido que corre en nuestros riñones una importancia tan grande como para enfadarse por el camino que nos plazca hacer tomar a ese licor.
¿Cuál es el único crimen que puede existir aquí? Probablemente no lo es ponerse en tal o cual lugar, a menos que se quiera sostener que todas las partes del cuerpo no son iguales, y que hay unas puras y otras mancilladas; pero como es imposible seguir adelante con tales absurdos, el único presunto delito sólo podría consistir en este caso en la pérdida de la simiente. Ahora yo me pregunto si es verosímil que esa simiente sea tan preciosa a los ojos de la naturaleza que se vuelva imposible perderla sin crimen. ¿Procedería ella a diario a pérdidas semejantes si así fuera? ¿Y no es autorizarlas permitirlas durante el sueño, en el acto del goce de una mujer embarazada? ¿Podemos imaginar que la naturaleza nos dé la posibilidad de un crimen que la ultraja? ¿Puede consentir que los hombres destruyan sus placeres y se hagan así más fuertes que ella? Es inaudito el abismo de absurdos a que uno se lanza cuando para razonar se abandona la antorcha de la razón. Tengamos, pues, por seguro que es tan sencillo gozar de una mujer de una manera como de otra, que es absolutamente indiferente gozar de una muchacha que de un muchacho, y que, una vez comprobado que en nosotros no pueden existir otras inclinaciones que las que hemos recibido de la naturaleza, ésta es demasiado sabia y demasiado consecuente para haber puesto en nosotros algo que puede ofenderla alguna vez.
El de la sodomía es resultado de la organización, y nosotros no contribuimos en nada a esa organización. Niños en su más temprana edad anuncian este gusto, y ya no se corrigen de él nunca. A veces es fruto de la saciedad; pero incluso en este caso, ¿pertenece menos por ello a la naturaleza? Desde cualquier enfoque, es obra suya, y en todos los casos lo que ella inspira debe ser respetado por los hombres. Si mediante un censo exacto se llegara a probar que este gusto afecta infinitamente más a uno que a otro, que los placeres que de él resultan son mucho más vivos y que por este motivo sus partidarios son mil veces más numerosos que sus enemigos, ¿no podríamos deducir que, lejos de ultrajar a la naturaleza, este vicio serviría sus miras, y que le importa menos la procreación de lo que nosotros tenemos la locura de creer? Y, recorriendo el universo, ¡a cuántos pueblos no vemos despreciar a las mujeres! Los hay que sólo se sirven de ella para tener el hijo necesario para reemplazarlos. La costumbre que los hombres tienen de vivir juntos en las repúblicas siempre volverá este vicio más frecuente, pero no es desde luego peligroso. ¿Lo habrían introducido los legisladores de Grecia si así lo hubieran creído? Muy lejos de eso, lo creían necesario para un pueblo guerrero. Plutarco nos habla con entusiasmo del batallón de los amantes y de los amados; ellos solos defendieron durante mucho tiempo la libertad de Grecia. Este vicio reinó en la asociación de las hermandades de armas; la cimentó; los mayores hombres estuvieron inclinados a él. Toda América, cuando fue descubierta, se la encontró poblada por personas de este gusto. En Luisiana, los indios Illinois, vestidos de mujeres, se prostituían como cortesanas. Los negros de Benguelé mantenían públicamente a hombres; casi todos los serrallos de Argelia están poblados en la actualidad sólo por muchachos. En Tebas no se contentaban con tolerarlo: ordenaban el amor de los muchachos; el filósofo de Queronea
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lo prescribió para suavizar las costumbres de los jóvenes.
Ya sabemos hasta qué punto reinó en Roma: había allí lugares públicos en que los jóvenes se prostituían vestidos de muchachas y las muchachas vestidas de muchachos. Marcial, Catulo, Tibulo, Horacio y Virgilio escribían cartas a hombres como a sus amantes, y en Plutarco
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finalmente leemos que las mujeres no deben tener ninguna participación en el amor de los hombres. Los amasios de la isla de Creta raptaban antaño a muchachos con las más singulares ceremonias. Cuando amaban a uno, participaban a los padres el día en que el raptor quería raptarlo; el joven oponía alguna resistencia si su amante no le placía; en caso contrario, partía con él, y el seductor lo devolvía a su familia tan pronto como lo había utilizado; porque en esta pasión, como en la de las mujeres, se tiene demasiado cuando uno ha tenido bastante. Estrabón nos dice que, en esa misma isla, los serrallos sólo se llenaban con muchachos: los prostituían públicamente.
¿Queréis una última autoridad, hecha para demostrar cuán útil es este vicio en una república? Escuchemos a jerónimo el Peripatético. El amor de los muchachos, nos dice, se extendía por toda Grecia porque daba valor y fuerza, y porque servía para expulsar a los tiranos; las conspiraciones se formaban entre amantes, y antes se dejaban torturar que denunciar a sus cómplices; de esta manera, el patriotismo sacrificaba todo a la prosperidad del estado; estaban seguros de que estas relaciones fortalecían la república, clamaban contra las mujeres y era debilidad reservada al despotismo unirse a estas criaturas.
Siempre la pederastia fue vicio de los pueblos guerreros. César nos enseña que los galos estaban completamente entregados a él. Las guerras que tenían que sostener las repúblicas, al separar los dos sexos, propagaron el vicio, y cuando se reconocieron secuelas tan útiles al estado, la religión lo consagró al punto. Se sabe que los romanos santificaron los amores de Júpiter y de Ganímedes. Sexto Empírico nos asegura que esta fantasía era obligatoria entre los persas. Finalmente, las mujeres celosas y despreciadas ofrecieron a sus maridos el mismo servicio que recibían de los jóvenes; algunos lo probaron y volvieron a sus antiguas costumbres por no parecerles posible la ilusión.
Los turcos, muy inclinados a esta depravación que Mahoma consagró en su Corán, aseguran no obstante que una virgen muy joven puede reemplazar bastante bien a un muchacho, y raramente las hacen mujeres sin haber pasado por esta prueba. Sixto Quinto y Sánchez permitieron este desenfreno; el último se propuso probar incluso que era útil a la procreación, y que un niño creado tras este curso previo estaba infinitamente mejor constituido. Finalmente, las mujeres se resarcieron entre sí. Esta fantasía no tiene indudablemente más inconvenientes que la otra, porque el resultado es sólo la negativa a crear, y porque los medios de quienes tienen el gusto de la población son lo bastante potentes como para que los adversarios nunca puedan perjudicarles. Los griegos basaban asimismo este extravío de las mujeres en razones de Estado. De él resultaba que, bastándose entre sí, sus comunicaciones con los hombres eran menos frecuentes y así no perjudicaban los asuntos de la república. Luciano nos enseña los progresos que hizo esta licencia, y no sin interés la vemos en Safo.
En una palabra, no hay ninguna clase de peligro en todas estas manías: aunque llegasen más lejos, aunque llegasen a rozarse con monstruos y animales, como nos enseña el ejemplo de muchos pueblos, no habría en todas estas nimiedades el menor inconveniente, porque la corrupción de las costumbres, con frecuencia muy útil en un gobierno, no podría perjudicarlo desde ningún punto de vista, y debemos esperar de nuestros legisladores suficiente sabiduría y suficiente prudencia para estar completamente seguros de que ninguna ley emanará de ellos para la represión de estas miserias que, por derivar totalmente de la organización, no podrían hacer a quien siente inclinación por ellas más culpable de lo que lo es el individuo que la naturaleza creó contrahecho.
En la segunda clase de delitos del hombre hacia sus semejantes sólo nos queda examinar el asesinato; luego pasaremos a sus deberes para consigo mismo. De todas las ofensas que el hombre puede hacer a su semejante, el asesinato es, sin contradicción, la más cruel de todas puesto que le quita el único bien que ha recibido de la naturaleza, el único cuya pérdida es irreparable. Muchas cuestiones sin embargo se plantean aquí, abstracción hecha del mal que el asesino causa a quien se convierte en su víctima.
l. Esta acción, considerada desde las leyes solas de la naturaleza, ¿es realmente criminal?
2. ¿Lo es desde las leyes de la política?
3. ¿Es perjudicial para la sociedad?
4. ¿Cómo debe considerarse en un gobierno republicano?
5. Finalmente, ¿debe reprimirse el asesino mediante el asesinato?
Vamos a examinar por separado cada una de estas cuestiones: el tema es lo bastante esencial para permitir que nos detengamos en él; quizá parezcan nuestras ideas algo fuertes, ¿qué importa? ¿No hemos adquirido el derecho a decir todo? Desarrollemos para los hombres grandes verdades: las esperan de nosotros; es hora de que el error desaparezca, es preciso que su venda caiga junto con la corona de los reyes. ¿Es el asesinato un crimen a ojos de la naturaleza? Ésa es la primera cuestión planteada.
Indudablemente vamos a humillar aquí el orgullo del hombre, rebajándolo al rango de todas las demás producciones de la naturaleza, pero el filósofo no halaga las pequeñas vanidades humanas; ardiente perseguidor de la verdad, la discierne bajo los tontos prejuicios del amor propio, la alcanza, la desarrolla y la muestra audazmente a la tierra asombrada.
¿Qué es el hombre y qué diferencia hay entre él y las demás plantas, entre él y los demás animales de la naturaleza? Ninguna probablemente. Casualmente colocado, como ellos, en este globo, ha nacido como ellos; se propaga, crece y decrece como ellos; llega como ellos a la vejez y como ellos cae en la nada tras el término que la naturaleza asigna a cada especie de animales en razón de la constitución de sus órganos. Si las semejanzas son tan exactas que resulta completamente imposible a la mirada escrutadora del filósofo percibir desemejanzas, entonces habrá tanto mal en matar a un animal como a un hombre, o tan poco en lo uno como en lo otro, y sólo en los prejuicios de nuestro orgullo estará la distancia; pero nada hay tan desgraciadamente absurdo como los prejuicios del orgullo. Estrujemos no obstante la cuestión. No podéis dejar de convenir que no sea igual destruir un hombre que una bestia; pero la destrucción de todo animal que tiene vida, ¿no es decididamente un mal, como creían los pitagóricos y como creen hoy todavía los habitantes de las riberas del Ganges? Antes de responder a esto, recordemos en primer lugar a los lectores que sólo examinamos la cuestión en lo que atañe a la naturaleza; luego la contemplaremos en relación a los hombres.