Read Filosofía en el tocador Online
Authors: Marqués de Sade
EUGENIA: Vamos, ya veo que no me amas lo bastante para abrirme hasta ese punto tu alma; esperaré el plazo que me impones; prosigamos con nuestros detalles. Dime, querida, ¿quién fue el primer mortal al que hiciste dueño de tus primicias?
SRA. DE SAINT-ANGE: Mi hermano: me adoraba desde la infancia; desde nuestros años más tempranos nos habíamos divertido con frecuencia sin llegar al final; le había prometido entregarme a él cuando estuviera casada; mantuve mi palabra; felizmente, mi marido no había estropeado nada y él cogió todo. Seguimos dedicándonos a esta intriga, pero sin molestarnos el uno al otro; no por ella dejamos de sumergirnos menos, cada uno por nuestro lado, en los excesos más divinos del libertinaje; incluso nos ayudamos mutuamente: yo le procuro mujeres, y él me hace conocer hombres.
EUGENIA: ¡Delicioso apaño! Pero ¿no es el incesto un crimen?
DOLMANCÉ: ¿Podría considerarse así a las uniones más dulces de la naturaleza, a aquella que ésta nos prescribe y nos aconseja como la mejor? Razonad un momento, Eugenia: ¿cómo pudo la naturaleza humana, tras las grandes catástrofes que experimentó nuestro globo, reproducirse si no por el incesto? ¿No tenemos el ejemplo, y la prueba incluso, en los libros respetados por el cristianismo? Las familias de Adán y de Noé,
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¿pudieron perpetuarse de otro modo que por este medio? Hojead y compulsad las costumbres del universo: por doquiera veréis el incesto autorizado, mirado como ley sabia y hecha para cimentar los lazos de la familia. Si el amor, en una palabra, nace del parecido, ¿dónde puede haberlo más perfecto que entre hermano y hermana, que entre padre e hija? Una política mal entendida, causada por el temor a permitir que ciertas familias se volvieran demasiado poderosas, prohibió el incesto en nuestras costumbres; pero no abusemos hasta el punto de tomar por ley de la naturaleza lo que no ha sido dictado más que por el interés y por ambición; sondeemos nuestros corazones: a ellos remito siempre a nuestros pedantes moralistas; interroguemos a ese órgano sagrado, y reconoceremos que no hay nada más delicado que la unión carnal de las familias; cesemos de cegarnos sobre los sentimientos de un hermano por su hermana, de un padre por su hija. En vano uno y otro los disfrazan bajo el velo de una legítima ternura: el amor más violento es el único sentimiento que los inflama, el único que la naturaleza ha puesto en sus corazones. Doblemos, tripliquemos, por tanto, sin temer nada, esos deliciosos incestos, y estemos seguros de que, cuanto más cercano nos sea el objeto de nuestros deseos, más encantos tendremos para gozar.
Uno de mis amigos vive habitualmente con la hija que ha tenido de su propia madre; no hace ocho días desfloró a un muchacho de trece años, fruto de un comercio carnal con esa hija; dentro de algunos años, ese mismo joven se casará con su madre; son los deseos de mi amigo; reserva una suerte análoga a estos proyectos, y sus intenciones, según sé, son gozar también de los frutos que nacerán de ese himeneo; es joven y puede esperar. Ved, tierna Eugenia, con qué cantidad de incestos y de crímenes se habría mancillado este honrado amigo si hubiera algo de verdad en el prejuicio que nos hace admitir el mal en estas relaciones. En resumen, en todo esto parto siempre de un principio: si la naturaleza prohibiese los goces sodomitas, los goces incestuosos, las masturbaciones, etcétera, ¿permitiría que encontráramos en ellos tanto placer? Es imposible que pueda tolerar lo que realmente la ultraja.
EUGENIA: ¡Oh! Comprendo claramente, divinos preceptores míos, que según vuestros principios hay pocos crímenes sobre la tierra, y que podemos entregarnos en paz a todos nuestros deseos, por singulares que puedan parecer a los tontos que, ofendiéndose y alarmándose por todo, toman imbécilmente las instituciones sociales por leyes divinas de la naturaleza. Pero, sin embargo, amigos míos, ¿no admitís al menos que existan ciertas acciones absolutamente escandalosas y decididamente criminales, aunque estén dictadas por la naturaleza? Estoy de acuerdo con vosotros en que esta naturaleza, tan singular en las producciones que ha creado como variada en las inclinaciones que nos da, nos lleva con frecuencia a hechos crueles; pero si, entregados a estas depravaciones, cediésemos a las inspiraciones de esa extravagante naturaleza hasta el punto de atentar, es una suposición, contra la vida de nuestros semejantes, me concederéis, eso espero al menos, que tal acción sería un crimen.
DOLMANCÉ: Eugenia, ni con mucho podemos concederos tal cosa. Siendo la destrucción una de las primeras leyes de la naturaleza, nada de lo que destruye podría ser un crimen. ¿Cómo podría ultrajarla una acción que sirve tan bien a la naturaleza? Esa destrucción, de la que el hombre se vanagloria, no es por otra parte sino una quimera; el asesinato no es una destrucción, quien lo comete no hace más que variar las formas; da a la naturaleza los elementos de que ésta, con su hábil mano, se sirve para recompensar al punto a otros seres; y como las creaciones no pueden ser más que goce para quien se entrega a ellas, el asesino le prepara, por tanto, uno a la naturaleza; le proporciona materiales que ella utiliza inmediatamente, y la acción que los tontos locamente censuran no es más que un mérito a los ojos de este agente universal. Es a nuestro orgullo al que se le ocurre erigir el asesinato en crimen. Estimándonos las primeras criaturas del universo, hemos imaginado tontamente que toda lesión que sufra esta sublime criatura debería ser por necesidad un crimen enorme; hemos creído que la naturaleza perecería si nuestra maravillosa especie llegara a aniquilarse en este globo, mientras que la total destrucción de la especie, devolviendo a la naturaleza la facultad creadora que ella nos cede, le daría de nuevo una energía de la que nosotros la privamos al propagarnos; ¡pero qué inconsecuencia, Eugenia! ¡Pues qué! Un soberano ambicioso podrá destruir a su capricho y sin el menor escrúpulo a los enemigos que obstaculizan sus proyectos de grandeza; leyes crueles, arbitrarias, imperiosas, podrán incluso asesinar cada siglo millones de individuos... y nosotros, débiles y desgraciadas criaturas, ¿no podremos sacrificar un solo ser a nuestras venganzas o a nuestros caprichos? ¿Hay algo tan bárbaro, tan ridículamente extraño? ¿Y no debemos nosotros, bajo el velo del más profundo misterio, vengarnos ampliamente de semejante inepcia?
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EUGENIA: Desde luego... ¡Oh! ¡Cuán seductora es vuestra moral, y cómo me gusta!... Pero, decidme en conciencia, Dolmancé, ¿nunca os habéis satisfecho en ese punto?
DOLMANCÉ: No me forcéis a revelaros mis faltas: su número y su especie me obligarían a ruborizarme demasiado. Quizás un día os las confiese.
SRA. DE SAINT-ANGE: Dirigiendo la espada de las leyes, el malvado se ha servido muchas veces de ella para satisfacer sus pasiones.
DOLMANCÉ: ¡Ojalá no tuviera otros reproches que hacerme!
SRA. DE SAINT-ANGE,
saltando a su cuello
: ¡Hombre divino!... ¡Os adoro!... ¡Qué espíritu y qué valor hay que tener para haber gustado como vos todos los placeres! Sólo al hombre de genio le está reservado el honor de romper todos los frenos de la ignorancia y de la estupidez. ¡Besadme, sois encantador!
DOLMANCÉ: Sed franca, Eugenia, ¿no habéis deseado nunca la muerte a nadie?
EUGENIA: ¡Oh!, sí, sí, y ante mis ojos he tenido cada día una abominable criatura a la que desde hace mucho tiempo quisiera ver en la tumba.
SRA. DE SAINT-ANGE: Apuesto a que adivino quién es.
EUGENIA: ¿De quién sospechas?
SRA. DE SAINT-ANGE: De tu madre.
EUGENIA: ¡Ah! ¡Deja que oculte mi rubor en tu seno!
DOLMANCÉ: ¡Voluptuosa criatura! ¡Quiero a mi vez abrumarte a caricias que han de ser el premio a la energía de tu corazón y de tu deliciosa cabeza.
(Dolmancé la besa en todo el cuerpo, y le da ligeras palmadas en las nalgas; se le pone tiesa; la Sra. de Saint-Ange empuña y menea su polla; las manos de Dolmancé se pierden también de vez en cuando por el trasero de la Sra. de Saint-Ange, que se lo presta con lubricidad; algo repuesto, Dolmancé continúa.)
Pero, ¿por qué no habríamos de poner en práctica esa idea sublime?
SRA. DE SAINT-ANGE: Eugenia, yo detesté a mi madre tanto como tú odias a la tuya, y no dudé. EUGENIA: Me han faltado medios.
SRA. DE SAINT-ANGE: Di mejor el valor.
EUGENIA: ¡Ay! ¡Tan joven todavía!
DOLMANCÉ: Pero ahora, Eugenia, ¿ahora qué haríais?
EUGENIA: Todo... ¡Que me den los medios... y entonces se verá!
DOLMANCÉ: Los tendréis, Eugenia, os lo prometo; pero pongo una condición.
EUGENIA: ¿Cuál? O mejor, ¿cuál es la que no estoy dispuesta a aceptar?
DOLMANCÉ: Ven, perversa, ven a mis brazos; no puedo aguantar más; es preciso que tu encantador trasero sea el precio del don que te prometo, es preciso que un crimen pague el otro. ¡Ven!... ¡O mejor, venid ambas a apagar con oleadas de leche el fuego divino que nos inflama!
SRA. DE SAINT-ANGE: Pongamos, si os place, un poco de orden en estas orgías: es preciso hacerlo hasta en el seno del delirio y de la infamia.
DOLMANCÉ: Nada más sencillo: el objetivo principal, en mi opinión, es que yo me corra dando a esta encantadora muchachita el mayor placer que pueda. Voy a meterle mi polla en el culo mientras, doblada en vuestros brazos, la magreáis como mejor sepáis; en la postura en que os coloco, ella podrá devolvéroslo: os besaréis la una a la otra. Y tras algunas correrías en el culo de esta criatura, variaremos el cuadro. Yo os encularé, señora; Eugenia, encima de vos, con vuestra cabeza entre sus piernas, me dará a chupar su clítoris: de este modo le haré perder leche por segunda vez. Luego, yo me volveré a colocar en su ano; vos me ofreceréis vuestro culo en lugar del coño que ella me ofrecía, es decir, que pondréis, como ella acabará de hacerlo, su cabeza entre vuestras piernas; yo chuparé el ojete de vuestro culo de la misma forma que habré chupado el coño; vos descargaréis, yo haré otro tanto mientras mi mano, abrazando el lindo cuerpecito de esta encantadora novicia, irá a cosquillearle el clítoris para hacerla correrse también.
SRA. DE SAINT-ANGE: Bien, mi querido Dolmancé, pero os faltará algo.
DOLMANCÉ: ¿Una polla en el culo? Tenéis razón, señora.
SRA. DE SAINT-ANGE: Dejémoslo por esta mañana; la tendremos por la tarde: mi hermano vendrá a ayudarnos, y nuestros placeres quedarán colmados. Pongamos manos a la obra.
DOLMANCÉ: Quisiera que Eugenia me la menease un momento.
(Ella lo hace.)
Sí, así es..., un poco más rápido, amor mío..., mantened siempre bien desnuda esa cabeza bermeja, no la recubráis nunca... Cuanto más tenso pongáis el frenillo, mejor es la erección... nunca hay que cubrir la polla que se está meneando... ¡Bien!... De este modo, vos misma preparáis el estado del miembro que va a perforaros... ¿Veis cómo se decide?... ¡Dadme vuestra lengua, bribonzuela!... ¡Que vuestras nalgas se posen sobre mi mano derecha, mientras mi mano izquierda os cosquillea el clítoris!
SRA. DE SAINT-ANGE: Eugenia, ¿quieres hacerle gustar el mayor de los placeres?
EUGENIA: Por supuesto..., quiero hacer cualquier cosa para procurárselo.
SRA. DE SAINT-ANGE: Pues bien, métete su polla en la boca y chúpala unos instantes.
EUGENIA,
lo hace
: ¿Es así?
DOLMANCÉ: ¡Ah, qué boca tan deliciosa! ¡Qué calor!... ¡Vale para mí tanto como el más hermoso de los culos!... Mujeres voluptuosas y hábiles, no neguéis nunca este placer a vuestros amantes; los encadenará a vosotras para siempre... ¡Ah, santo Dios, rediós!...
SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Cómo blasfemas, amigo mío!
DOLMANCÉ: Dadme vuestro culo, señora... Sí, dádmelo que lo bese mientras me chupan, y no os asombréis de mis blasfemias: uno de mis mayores placeres es jurar cuando estoy empalmado. Me parece que mi espíritu, mil veces más exaltado entonces, aborrece y desprecia mucho mejor esa repugnante quimera; quisiera encontrar una forma de denostarlo o de ultrajarlo más; y cuando mis malditas reflexiones me llevan a la convicción de la nulidad de ese repugnante objeto de mi odio, me excito, y querría poder reconstruir al punto el fantasma para que mi rabia se dirigiera al menos contra algo. Imitadme, mujer encantadora, y veréis cómo tales palabras acrecientan de modo infalible vuestros sentidos. Pero ¡rediós!... veo que, por más placer que sienta, debo retirarme inmediatamente de esa boca divina, ¡dejaré ahí mi leche!... Vamos, Eugenia, colocaos; ejecutemos el cuadro que he trazado, y sumerjámonos los tres en la ebriedad más voluptuosa.
(Adoptan la postura.)
EUGENIA: ¡Cuánto temo, querido, la impotencia de vuestros esfuerzos! La desproporción es demasiado grande.
DOLMANCÉ: Sodomizo todos los días a gente más joven; ayer incluso, un niño de siete años fue desflorado por esta polla en menos de tres minutos... ¡Valor, Eugenia, valor!...
EUGENIA: ¡Ay! ¡Me desgarráis!
SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Tened cuidado, Dolmancé; pensad que yo respondo de ella!
DOLMANCÉ: Magreadla bien, señora, sentirá menos el dolor; además, ya está todo dicho: la he metido hasta el pelo.
EUGENIA: ¡Oh, cielos! No ha sido sin esfuerzo... Mira el sudor que cubre mi frente, querida... ¡Ay! ¡Dios! ¡Jamás experimenté dolores tan vivos!...
SRA. DE SAINT-ANGE: Ya estás desflorada a medias, ya has ingresado en el rango de las mujeres; bien puede comprarse esa gloria a cambio de un poco de dolor; además, ¿no te alivian un poco mis dedos?
EUGENIA: ¿Podría resistir sin ellos? Hazme cosquillas, ángel mío... Siento que imperceptiblemente el dolor se metamorfosea en placer... ¡Empujad!... ¡Empujad!... ¡Dolmancé..., me muero!...
DOLMANCÉ: ¡Ay! ¡Santo Dios! ¡Rediós! ¡Recontradiós! Cambiemos, o no aguantaré más... Vuestro trasero, señora, por favor, y colocaos inmediatamente como os he dicho.
(Se colocan, y Dolmancé continúa.)
Aquí me cuesta menos... ¡Cómo entra mi polla!... Pero este bello culo no es menos delicioso, señora.
EUGENIA: ¿Estoy bien así, Dolmancé?
DOLMANCÉ: ¡De maravilla! Este lindo coñito virgen se ofrece deliciosamente a mí. Soy un culpable, un infractor, lo sé; estos atractivos no están hechos para mis ojos; pero el deseo de dar a esta niña las primeras lecciones de la voluptuosidad es mayor que cualquier otra consideración. Quiero hacer correr su leche..., quiero agotarla si es posible...
(la lame.)
EUGENIA: ¡Ay! ¡Me hacéis morir de placer, no puedo resistirlo!...