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Authors: Marqués de Sade

Filosofía en el tocador (3 page)

BOOK: Filosofía en el tocador
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SRA. DE SAINT-ANGE: Así lo creo.

DOLMANCÉ: Pues bien, señora, voy a tenderme sobre ese canapé; vos os situaréis a mi lado, os apoderaréis del sujeto, y explicaréis vos misma sus propiedades a nuestra joven alumna.
(Dolmancé se coloca y la Sra. de Saint-Ange muestra.)

SRA. DE SAINT-ANGE: Este cetro de Venus que ves ante tus ojos, Eugenia, es el primer agente de los placeres en amor; se le llama miembro por excelencia; no hay ni una sola parte del cuerpo donde no se introduzca. Siempre dócil a las pasiones de quien lo mueve, suele anidar aquí
(toca el coño de Eugenia)
: es su ruta ordinaria..., la más usual, pero no la más agradable; buscando un templo más misterioso, es con frecuencia aquí
(separa sus nalgas y muestra el agujero de su culo)
donde el libertino busca gozar: ya volveremos sobre ese goce, el más delicioso de todos; la boca, el seno, las axilas, también le presentan a menudo altares donde arde su incienso; en fin, cualquiera que sea el lugar que prefiera, tras ser agitado unos instantes se le ve lanzar un licor blanco y viscoso cuyo derramamiento sume al hombre en un delirio lo bastante vivo para procurarle los placeres más dulces que pueda esperar de su vida.

EUGENIA: ¡Oh, cuánto me gustaría ver correr ese licor!

SRA. DE SAINT-ANGE: Podría hacerlo mediante la simple vibración de mi mano; ¿veis cómo se irrita a medida que lo sacudo? Estos movimientos se llaman masturbación y, en términos de libertinaje, esta acción se llama menearla.

EUGENIA: ¡Oh, querida amiga, déjame menear ese hermoso miembro!

DOLMANCÉ: ¡No aguanto más! Dejadla hacer, señora: esa ingenuidad me la pone horriblemente tiesa.

SRA. DE SAINT-ANGE: Me opongo a tal efervescencia. Dolmancé, sed prudente: al disminuir el derrame de esa semilla la actividad de vuestros espíritus animales aminoraría el calor de vuestras disertaciones.

EUGENIA,
manipulando los testículos de Dolmancé
: ¡Oh, qué molesta estoy, querida amiga, por la resistencia que pones a mis deseos!... Y estas bolas, ¿cuál es su uso y cómo se llaman?

SRA. DE SAINT-ANGE: La palabra técnica es cojones..., testículos es la del arte. Estas bolas encierran el depósito de esa semilla prolífica de que acabo de hablarte, y cuya eyaculación en la matriz de la mujer produce la especie humana; pero nos basaremos poco en estos detalles, Eugenia, que dependen más de la medicina que del libertinaje. Una muchacha bonita no debe preocuparse más que de joder, nunca de engendrar. Pasaremos por alto todo lo que atañe al insulso mecanismo de la procreación, para fijarnos principal y únicamente en las voluptuosidades libertinas, cuyo espíritu no es nada procreador.

EUGENIA: Pero, querida amiga, cuando ese miembro enorme, que apenas cabe en mi mano, penetra, como tú me aseguras que puede hacerlo, en un agujero tan pequeño como el de tu trasero, debe causar un grandísimo dolor a la mujer.

SRA. DE SAINT-ANGE: Bien que esa introducción se haga por delante, bien se haga por detrás, cuando la mujer no está todavía acostumbrada siempre siente dolor. Le ha placido a la naturaleza hacernos llegar a la felicidad sólo por las penas: pero una vez vencidas, nada puede igualar los placeres que se gustan, y el que se experimenta al introducir este miembro en nuestros culos es indiscutiblemente preferible a cuantos puede procurar esa misma introducción por delante. ¡Cuántos peligros, además, no evita una mujer entonces! Menos riesgo para la salud, y ninguno de embarazo. No me extenderé más ahora sobre esta voluptuosidad; el maestro de ambas, Eugenia, la analizará pronto ampliamente y uniendo la práctica a la teoría, espero que te convenza, querida, de que, de todos los placeres del goce, éste es el único que debes preferir.

DOLMANCÉ: Daos prisa con vuestras demostraciones, señora, os lo ruego; no puedo aguantar más; me correré a pesar mío y ese temible miembro, reducido a nada, no podrá serviros en vuestras lecciones.

EUGENIA: ¡Cómo! ¿Se reduce a nada, querida, si pierde esa semilla de que hablas?... ¡Oh, déjame hacérsela perder, para que yo vea lo que ocurre... ¡Y, además, tendré tanto placer en ver correr eso!

SRA. DE SAINT-ANGE: No, no, Dolmancé, levantaos; pensad que es el premio a vuestros trabajos y que sólo puedo entregároslo cuando lo hayáis merecido.

DOLMANCÉ: Sea, pero para convencer mejor a Eugenia de todo cuanto vamos a decirle sobre el placer, ¿qué inconveniente habría en que la magrearais delante de mí, por ejemplo?

SRA. DE SAINT-ANGE: Indudablemente, ninguno, y voy a proceder a ello con tanta más alegría cuanto que este episodio lúbrico no podrá sino ayudar a nuestras lecciones. Ponte sobre este canapé, querida.

EUGENIA: ¡Oh, Dios! ¡Qué deliciosa travesura! Pero ¿por qué todos esos espejos?

SRA. DE SAINT-ANGE: Es para que, al repetir las posturas en mil sentidos distintos, multipliquen hasta el infinito los mismos goces a los ojos de quienes los gustan sobre esta otomana. Ninguna de las partes de ninguno de los dos cuerpos puede ser ocultada por este medio; es preciso que todo esté a la vista: son otros tantos grupos reunidos a su alrededor que el amor encadena, otros tantos imitadores de sus placeres, otros tantos cuadros deliciosos, con los que su lubricidad se embriaga y que sirven para colmarla al punto.

EUGENIA: ¡Qué deliciosa invención!

SRA. DE SAINT-ANGE: Dolmancé, desvestid vos mismo a la víctima.

DOLMANCÉ: No será difícil puesto que no hay más que quitar esta gasa para ver al desnudo los más conmovedores atractivos.
(La desnuda, y sus primeras miradas se dirigen al instante al trasero.)
Ahora voy a verlo, voy a ver este culo divino y precioso que ansío con tanto ardor. ¡Vive Dios, qué relleno y qué frescura, cuánto brillo y elegancia!... ¡Jamás vi uno tan hermoso!

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ah, bribón, cómo demuestran tus placeres y tus gustos tus primeros homenajes!

DOLMANCÉ: Pero ¿puede haber en el mundo nada que valga como esto?... ¿Dónde tendría el amor altares más divinos?... ¡Eugenia..., sublime Eugenia, déjame que colme este culo con las más dulces caricias!
(Lo palpa y lo besa transportado.)

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Deteneos, libertino!... Olvidáis que sólo a mí me pertenece Eugenia, único precio de las lecciones que de vos espera; sólo después de haberlas recibido se convertirá en vuestra recompensa. Suspended esos ardores, o me enfado.

DOLMANCÉ: ¡Ah, bribona, son celos!... Pues bien, entregadme el vuestro; voy a colmarlo de los mismos homenajes.
(Le quita la túnica a la señora de Saint-Ange y le acaricia el trasero.)
¡Ay, qué bello es, ángel mío!... ¡y también qué delicioso! Dejadme que los compare... que admire el uno junto al otro: ¡es Ganímedes al lado de Venus!
(Colma de besos los dos.)
Para dejar siempre ante mis ojos el espectáculo encantador de tantas bellezas, ¿no podríais, señoras, enlazándoos una a otra, ofrecer sin cesar a mis miradas estos culos encantadores que idolatro?

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡De mil amores!... Mirad, ¿estáis satisfecho?...
(Se abrazan una a otra, deforma que sus dos culos estén frente a Dolmancé.)

DOLMANCÉ: No podría estarlo más: es precisamente lo que pedía; ahora agitad esos hermosos culos con todo el fuego de la lubricidad, que suban y bajen a compás, que sigan las impresiones con que el placer va a moverlos... ¡Bien, bien, es delicioso!

EUGENIA: ¡Ay, querida mía, qué placer me das!... ¿Cómo se llama esto que hacemos?

SRA. DE SAINT-ANGE: Masturbarse, amiga mía.... darse placer; pero mira, cambiemos de postura; examina mi coño..., así es como se llama el templo de Venus. Este antro que la mano cubre, examínalo bien: voy a entreabrirlo. Esa elevación que ves que está coronada se llama el monte: se guarnece de pelos comúnmente a los catorce o quince años, cuando una muchacha comienza a tener la regla. Esa lengüeta que se encuentra debajo se llama el clítoris. Ahí yace toda la sensibilidad de las mujeres: es el foco de toda la mía: no podrían excitarme esa parte sin verme extasiar de placer... Inténtalo... ¡Ay, bribonzuela... cómo lo haces!... ¡Se diría que no has hecho otra cosa en tu vida!... ¡Para!... ¡Para!... No, te digo que no, no quiero entregarme... ¡Ay, contenedme, Dolmancé!... Bajo los dedos hechiceros de esta linda niña, estoy a punto de perder la cabeza.

DOLMANCÉ: Bueno, pues para entibiar, si es posible, vuestras ideas variándolas, masturbadla vos misma; conteneos vos, y que sólo se corra ella... ¡Ahí, sí!... en esta postura; de este modo su lindo culo se encuentra bajo mis manos: voy a masturbarla ligeramente con un dedo... Entregaos, Eugenia; abandonad todos vuestros sentidos al placer; que sea el único dios de vuestra existencia; es el único al que una joven debe sacrificar todo, y a sus ojos nada debe ser tan sagrado como el placer.

EUGENIA: ¡Ay, al menos nada es tan delicioso, lo noto!... Estoy fuera de mí... ¡no sé ya ni lo que digo ni lo que hago!... ¡Qué embriaguez se apodera de mis sentidos!

DOLMANCÉ: ¡Cómo descarga la pequeña bribona!... Su ano se aprieta hasta cortarme el dedo... ¡Qué delicioso sería encularla en este instante!
(Se levanta y planta su polla ante el agujero del culo de la joven.)

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Un poco de paciencia, que sólo nos preocupe la educación de esta querida niña!... Es tan dulce formarla...

DOLMANCÉ: Pues bien, Eugenia, ya lo ves, después de un magreo más o menos largo, las glándulas seminales se hinchan y terminan por exhalar un licor cuyo derrame sume a la mujer en el transporte más delicioso. Eso se llama descargar. Cuando tu buena amiga quiera, te haré ver de qué forma más enérgica y más imperiosa ocurre esa misma operación en los hombres.

SRA. DE SAINT-ANGE: Espera, Eugenia, voy a enseñarte ahora una nueva manera de sumir a una mujer en la voluptuosidad más extrema. Separa bien tus muslos... Dolmancé, ya veis que, de la forma en que la coloco, su culo queda para vos. Chupádselo mientras su coño va a serlo por mi lengua, y hagámosla extasiarse entre nosotros de este modo tres o cuatro veces seguidas si se puede. Tu monte es encantador, Eugenia. ¡Cuánto me gusta besar ese vellito!... Tu clítoris, que ahora veo mejor, está poco formado, pero es muy sensible... ¡Cómo te agitas!... ¡Déjame separarte!... ¡Ah, seguramente eres virgen!... Dime el efecto que experimentas cuando nuestras lenguas se introduzcan a la vez en tus dos aberturas.
(Lo hacen.)

EUGENIA: ¡Ay, querida mía, es delicioso, es una sensación imposible de pintar! Me sería muy difícil decir cuál de vuestras lenguas me sume mejor en el delirio.

DOEMANCÉ: Por la postura en que estoy, mi polla está muy cerca de vuestras manos, señora; dignaos menearla, por favor, mientras yo chupo este culo divino. Hundid más vuestra lengua, señora, no os limitéis a chuparle el clítoris; haced penetrar esa lengua voluptuosa hasta la matriz: es la mejor forma de adelantar la eyaculación de su leche.

EUGENIA,
envarándose
: ¡Ay, no puedo más, me muero! ¡No me abandonéis, amigos míos, estoy a punto de desvanecerme!...
(Se corre en medio de sus dos preceptores.)

 

SRA. DE SAINT-ANGE: Y bien, amiga mía, ¿cómo te encuentras tras el placer que te hemos dado?

EUGENIA: ¡Estoy muerta, estoy rota... estoy anonadada!... Pero explicadme, os lo ruego, dos palabras que habéis pronunciado y que no entiendo; en primer lugar, ¿qué significa matriz?

SRA. DE SAINT-ANGE: Es una especie de vaso, parecido a una botella, cuyo cuello abraza el miembro del hombre y que recibe el semen producido en la mujer por el rezu mamiento de las glándulas, y en el hombre por la eyaculación que te haremos ver; y de la mezcla de estos licores nace el germen, que produce unas veces niños y otras niñas.

EUGENIA: ¡Ah!, entiendo; esa definición me explica al mismo tiempo la palabra leche, que al principio no había comprendido bien. Y ¿es necesaria la unión de las simientes para la formación del feto?

SRA. DE SAINT-ANGE: Probablemente, aunque esté probado sin embargo que el feto debe su existencia únicamente al semen del hombre; lanzado solo, sin mezcla con el de la mujer, no lo lograría; el que nosotras proporcionamos no hace más que elaborar; no crea nada, ayuda a la creación sin ser su causa. Muchos naturalistas modernos pretenden incluso que es inútil; por eso, los moralistas, siempre guiados por el descubrimiento de aquéllos, han deducido, con bastante verosimilitud, que en tal caso el niño formado de la sangre del padre sólo a éste debía ternura. Tal afirmación no carece de verosimilitud y, aunque mujer, no se me ocurriría combatirla.

EUGENIA: Encuentro en mi corazón la prueba de lo que me dices, querida, porque amo a mi padre hasta la locura, y siento que detesto a mi madre.

DOLMANCÉ: Semejante predilección no tiene nada de extraño: yo he pensado lo mismo; aún no me he consolado de la muerte de mi padre, mientras que cuando perdí a mi madre, salté de alegría... La detestaba cordialmente. Adoptad sin temor estos mismos sentimientos, Eugenia: son naturales. Formados únicamente por la sangre de nuestros padres, no debemos absolutamente nada a nuestras madres; no han hecho, además, sino prestarse al acto, mientras que el padre lo ha solicitado; el padre por tanto ha querido nuestro nacimiento, mientras que la madre no ha hecho sino consentirlo. ¡Qué diferencia para los sentimientos!

SRA. DE SAINT-ANGE: Existen mil razones más a tu favor, Eugenia. ¡Si hay alguna madre en el mundo que deba ser detestada, es con toda seguridad la tuya! Desabrida, supersticiosa, devota, gruñona... y de una gazmoñería indignante, apostaría a que esa mojigata no ha dado un paso en falso en su vida. ¡Ay, querida, cuánto detesto a las mujeres virtuosas!... Pero ya volveremos sobre ello.

DOLMANCÉ: Ahora ¿no sería necesario que Eugenia, dirigida por mí, aprendiese a devolver lo que vos acabáis de prestarle, y que os magrease ante mis ojos?

SRA. DE SAINT-ANGE: Consiento en ello, lo creo incluso útil; y, sin duda, durante la operación también querréis mi culo, ¿no es así, Dolmancé?

DOLMANCÉ: ¿Podéis dudar, señora, del placer con que le rendiré mis más dulces homenajes?

SRA. DE SAINT-ANGE,
presentándole las nalgas
: Y bien, ¿os parece que estoy bien puesta?

DOLMANCÉ: ¡De maravilla! Así puedo devolveros de la mejor manera posible los mismos servicios con que Eugenia se ha encontrado tan bien. Ahora, pequeña loca, poneos con la cabeza bien metida entre las piernas de vuestra amiga y devolvedle, con vuestra linda lengua, los mismos cuidados que acabáis de obtener de ella. ¡Vaya! Por la postura podría poseer vuestros dos culos; sobaré deliciosamente el de Eugenia, chupando el de su bella amiga. Ahí... bien. ¿Veis cómo nos conjuntamos?

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