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Authors: Marqués de Sade

Filosofía en el tocador (9 page)

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ya me voy! ¡Ay! ¡Jode!... ¡Jode!... ¡Dolmancé, me corro!...

EUGENIA: ¡Yo hago lo mismo, querida! ¡Ay, Dios mío, cómo me chupa!...

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Jura entonces, putilla, jura!...

EUGENIA: Bien, ¡rediós! ¡Descargo!... ¡Estoy en la más dulce de las embriagueces!...

DOLMANCÉ: ¡A tu sitio!... ¡A tu sitio, Eugenia!... Seré víctima de todos estos cambios de mano.
(Eugenia se coloca.)
¡Ah, bien! Ya estoy en mi primera guarida..., mostradme el agujero de vuestro culo, quiero lamerlo a mi gusto... ¡Cuánto me gusta besar un culo que acabo de joder!... ¡Ay! Dejadme que os lo chupe bien mientras lanzo mi esperma al fondo del coño de vuestra amiga... ¿Podríais creerlo, señora? Esta vez ha entrado sin esfuerzo... ¡Ay! ¡Joder, joder! No imagináis cómo lo aprieta, cómo lo comprime... ¡Jodido santo dios, qué placer siento!... ¡Ay, ya está, no aguanto más..., mi leche corre... y me muero!...

EUGENIA: También él me hace morir a mí, querida, te lo juro...

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡La muy bribona! ¡Qué pronto se acostumbrará!

DOLMANCÉ: Conozco una infinidad de jovencitas de su edad a las que nada en el mundo podría convencer para gozar de otro modo; sólo cuesta la primera vez; una mujer sólo tiene que probar de esta manera para que no quiera hacer otra cosa... ¡Oh, cielos! Estoy agotado; dejadme que recupere el aliento al menos un instante.

SRA. DE SAINT-ANGE: Así son los hombres, querida, apenas nos miran cuando sus deseos quedan satisfechos; este aniquilamiento los lleva a la desgana, y la desgana pronto al desprecio.

DOLMANCÉ,
fríamente
: ¡Ah, qué injuria, divina belleza!
(Abraza a ambas.)
Sólo estáis hechas para los homenajes, cualquiera que sea el estado en que uno se encuentre.

SRA. DE SAINT-ANGE: Pero consuélate, Eugenia mía: si adquieren el derecho a despreocuparse de nosotras porque están satisfechos, también nosotras tenemos el de despreciarlos cuando su proceder nos fuerza a ello. Si Tiberio sacrificaba a Caprea los objetos que acababan de servir a sus pasiones,
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también Zingua, reina de África, inmolaba a sus amantes.
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DOLMANCÉ: Estos excesos, perfectamente sencillos y de sobra conocidos por mí, desde luego, nunca deben realizarse, sin embargo, entre nosotros. «Jamás entre sí se comen los lobos», dice el proverbio, y por trivial que sea es exacto. No temáis nada de mí, amigas mías: quizá pudiera haceros mucho mal, pero nunca os lo haré.

EUGENIA: ¡Oh! No, no, querida, me atrevo a responder de ello: Dolmancé nunca abusará de los derechos que sobre nosotras le demos; creo que tiene la probidad de los viciosos: es la mejor; pero volvamos a nuestro preceptor a sus principios y retornemos, os lo suplico, al gran designio que nos inflamaba antes de que nos excitásemos.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Cómo! ¡Bribona, todavía piensas en ello! Había creído que la historia nacía sólo de la efervescencia de tu cabeza.

EUGENIA: Es el impulso más nítido de mi corazón, y no quedaré contenta hasta la consumación de ese crimen.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Oh! Bueno, bueno, perdónala; piensa que es tu madre.

EUGENIA: ¡Bonito título!

DOLMANCÉ: Tienes razón: esa madre ¿ha pensado en Eugenia al traerla al mundo? La muy tunanta se dejaba follar porque sentía placer, pero estaba muy lejos de pensar en esta hija. Que actúe como quiera a ese respecto; dejémosla en total libertad y contentémonos con asegurarle que, sea el exceso que fuere al que llegue en este caso, jamás se hará culpable de ningún mal.

EUGENIA: La aborrezco, la detesto, mil razones legitiman mi odio; es preciso que obtenga su vida al precio que sea.

DOLMANCÉ: Pues bien, puesto que tus resoluciones son inquebrantables, quedarás satisfecha, Eugenia, te lo juro; pero permíteme algunos consejos que, antes de actuar, se convierten en lo más necesario para ti. Que jamás se te escape tu secreto, y, sobre todo, actúa sola: nada tan peligroso como los cómplices; desconfiemos siempre de aquellos mismos que creemos que nos son los más adictos. Nunca, decía Maquiavelo, hay que tener cómplices, o hay que deshacerse de ellos en cuanto nos han servido. Y esto no es todo: resulta indispensable, Eugenia, fingir para los proyectos que maquinas. Acércate más que nunca a tu víctima antes de inmolarla; finge agradarla o consolarla; mímala, comparte sus penas, júrale que la adoras; haz más aún, convéncela: en tales casos, nunca podrá llevarse demasiado lejos la falsedad. Nerón acariciaba a Agripina
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en la barca misma que debía engullirla : imita este ejemplo, usa toda la trapacería, todas las imposturas que pueda sugerirte tu espíritu. Si la mentira es siempre necesaria a las mujeres, cuando quieren engañar es cuando se vuelve más indispensable.

EUGENIA: Estas lecciones serán retenidas y puestas en práctica sin duda; pero profundicemos, por favor, en esa falsedad que aconsejáis usar a las mujeres; ¿consideráis absolutamente esencial en el mundo tal manera de ser?

DOLMANCÉ: Indudablemente no conozco otra más necesaria en la vida; una verdad cierta va a probaros su indispensabilidad; todo el mundo la emplea; tras esto, yo os pregunto: ¿cómo no ha de fracasar siempre un individuo sincero en medió de una sociedad de gentes falsas? Ahora bien, si es verdad, como pretenden, que las virtudes son de alguna utilidad en la vida civil, ¿cómo queréis que aquel a quien ni la voluntad, ni el poder, ni el don de ninguna virtud, cosa que le ocurre a muchas personas, cómo queréis, repito, que tal ser no esté esencialmente obligado a fingir para obtener a su vez un poco de la porción de felicidad que sus competidores le arrebatan? Y, en la práctica, ¿no es desde luego la virtud, o su apariencia, lo que se vuelve realmente necesario al hombre social?
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No dudemos que la apariencia sola le basta: poseyéndola, tiene todo lo necesario. Puesto que en sociedad los hombres no hacen más que rozarse, ¿no ha de bastarles con mostrarnos la corteza? Convenzámonos, además, de que la práctica de las virtudes apenas es útil a quien la posee: los demás sacan tan poco de ella que, con tal que quien haya de vivir con nosotros parezca virtuoso, nos da igual que lo sea en realidad o no. Por otra parte, la falsedad es casi siempre un medio seguro de triunfar: quien la posee adquiere necesariamente una especie de prioridad sobre quien comercia o tiene tratos con él: deslumbrándole con falsas apariencias, lo convence: desde ese momento triunfa. Si me doy cuenta de que me han engañado, sólo me culpo a mí, y mi engañador triunfará, sobre todo, porque yo, por orgullo, no habré de quejarme; su ascendiente sobre mí será siempre notable; tendrá razón cuando yo esté equivocado; progresará, mientras que yo no seré nada; él se enriquecerá mientras que yo me arruinaré; siempre, en fin, por encima de mí, cautivará pronto a la opinión pública; una vez logrado, por más que lo inculpe, ni siquiera me escucharán. Entreguémonos por tanto audazmente y sin cesar a la más insigne falsedad; mirémosla como la llave de todas las gracias, de todos los favores, de todas las reputaciones, de todas las riquezas, y calmemos cumplidamente el pequeño pesar de haber cometido engaños con el excitante placer de ser bribones.

SRA. DE SAINT-ANGE: Pienso que esto es infinitamente más de lo que requiere esta materia. Una vez convencida, Eugenia debe estar tranquila y animada: que actúe cuando quiera. Pienso que es preciso seguir ahora nuestras disertaciones sobre los diferentes caprichos de los hombres en el libertinaje; este campo ha de ser vasto, recorrámoslo; acabamos de iniciar a nuestra alumna en algunos misterios de la práctica, no descuidemos la teoría.

DOLMANCÉ: Los detalles libertinos de las pasiones del hombre son, señora, poco susceptibles de motivos de instrucción para una joven que, como Eugenia sobre todo, no está destinada al oficio de mujer pública; se casará y, en tal hipótesis, apuesto diez contra uno a que su marido no tendrá estos gustos; si así fuera, no obstante, su conducta es fácil: mucha dulzura y complacencia con él por un lado; por otro, mucha falsedad y compensaciones secretas: estas pocas palabras lo encierran todo. Si, no obstante, vuestra Eugenia desea algunos análisis de los gustos del libertinaje, para examinarlos más someramente, los reduciremos a tres: la sodomía, las fantasías sacrílegas y los gustos crueles. La primera pasión es hoy universal. Sumemos algunas reflexiones a lo que ya hemos dicho. Se divide en dos clases: la activa y la pasiva: el hombre que encula, bien a un muchacho, bien a una mujer, comete sodomía activa; es sodomita pasivo cuando se hace joder. Con frecuencia se ha puesto en tela de juicio cuál de estas dos formas de cometer sodomía era más voluptuosa: con toda seguridad lo es la pasiva, puesto que se goza a la vez de la sensación de delante y de la de atrás; es tan dulce cambiar de sexo, tan delicioso imitar a la puta,, entregarse a un hombre que nos trata como a una mujer, llamar a ese hombre amante, confesarse su querida. ¡Ay, amigas mías, qué voluptuosidad! Pero, Eugenia, limitémonos aquí a algunos consejos de detalle, sólo relativos a las mujeres que, metamorfoseándose en hombres, quieren gozar, siguiendo nuestro ejemplo, de este delicioso placer. Acabo de familiarizaros con esos ataques, Eugenia, y he visto suficiente para estar convencido de que, algún día, haréis progresos en esta carrera. Os exhorto a recorrerla como una de las más deliciosas de la isla de Citerea, perfectamente convencido de que cumpliréis el consejo. Voy a limitarme a dos o tres avisos esenciales para cualquier persona decidida a conocer sólo este género de placeres, o los que le son análogos. En primer lugar, debéis haceros masturbar siempre el clítoris cuando os sodomicen: nada casa mejor que esos dos placeres; evitad el bidé o el roce de telas cuando acabáis de ser jodida de esa forma: conviene que la brecha esté siempre abierta: de ello se derivan deseos y titilaciones que pronto apagan los cuidados de la limpieza; no se tiene idea de hasta qué punto se prolongan las sensaciones. Así, cuando estéis en trance de gozar de esa manera, Eugenia, evitad los ácidos: inflaman las hemorroides y vuelven las introducciones dolorosas; oponeos a que varios hombres os decarguen sucesivamente en el culo: esa mezcla de esperma, aunque voluptuosa para la imaginación, es con frecuencia peligrosa para la salud; echad siempre fuera las distintas emisiones a medida que se produzcan.

EUGENIA: Pero ¿no sería un crimen si fueran hechas por delante?

SRA. DE SAINT-ANGE: No imagines, pobre loca, que hay el menor mal en prestarse, de la manera que sea, a desviar del principal camino la semilla del hombre, porque la propagación no es en modo alguno el objetivo de la naturaleza: sólo es una tolerancia; y cuando no la aprovechamos, sus intenciones quedan cumplidas mejor. Eugenia, sé enemiga jurada de esa fastidiosa propagación, y desvía sin cesar, incluso en el matrimonio, ese pérfido licor cuya vegetación sólo sirve para estropearnos nuestros talles, para debilitar en nosotras las sensaciones voluptuosas, para marchitarnos, para envejecernos y para perturbar nuestra salud; obliga a tu marido a acostumbrarse a tales pérdidas; ofrécele todas las rutas que puedan alejar el homenaje del templo; dile que detestas los hijos, que le suplicas no hacértelos. Cumple este artículo, querida, porque, te lo aseguro, siento por la propagación un horror tal que dejaría de ser tu amiga en el instante mismo en que estuvieras encinta. Y si esta desgracia te ocurre sin que tú tengas culpa, avísame en las siete u ocho primeras semanas, y te haré echarlo suavemente. No temas el infanticidio; ese crimen es imaginario; nosotras somos siempre dueñas de lo que llevamos en nuestro seno, y no hacemos peor destruyendo esa especie de materia que purgando la otra mediante medicamentos cuando sentimos necesidad de ello.

EUGENIA: ¿Y si el niño estuviera ya hecho?

SRA. DE SAINT-ANGE: Aunque estuviera en el mundo siempre seguiríamos siendo dueñas de destruirlo. No hay sobre la tierra derecho más cierto que el de las madres sobre sus hijos. No hay ningún pueblo que no haya reconocido esa verdad: está basada en la razón, en los principios.

DOLMANCÉ: Tal derecho está en la naturaleza... es indiscutible. La extravagancia del sistema deifico fue la fuente de todos estos groseros errores. Los imbéciles que creían en Dios, convencidos de que nosotros sólo recibíamos la existencia de él, y de que tan pronto como un embrión se hallaba maduro una pequeña alma, emanada de Dios, venía a animarla al punto, esos imbéciles, digo, debieron con toda certeza considerar como un crimen capital la destrucción de esa pequeña criatura porque, según ellos, no pertenecía ya a los hombres. Era obra de Dios: era de Dios; se podía disponer de ella sin pecar? Pero desde que la antorcha de la filosofía ha disipado todas esas imposturas, desde que la quimera divina ha sido pisoteada, desde que, mejor instruidos en las leyes y en los secretos de la física, hemos desarrollado el principio de la generación, y, desde que ese mecanismo artificial no ofrece a los ojos nada más sorprendente que la vegetación del grano de trigo, hemos apelado a la naturaleza contra el error de los hombres. Ampliando la extensión de nuestros derechos, por fin hemos llegado a reconocer que éramos perfectamente libres de volver a tomar lo que sólo de mala gana y por azar habíamos entregado, y que es imposible exigir de un individuo cualquiera que se convierta en padre o en madre si no lo desea; que una criatura de más o de menos sobre la tierra no tenía mayores consecuencias, y que, en resumen, éramos tan palmariamente dueños de ese trozo de carne, por animado que estuviese, como lo somos de las uñas que cortamos de nuestros dedos, de las excrecencias de carne que extirpamos de nuestro cuerpo, o de las digestiones que suprimimos de nuestras entrañas, porque todo ello es de nosotros, porque todo ello está en nosotros, y porque somos absolutamente dueños de lo que de nosotros emana. Cuando desarrollaba para vos, Eugenia, la muy escasa importancia que la acción del asesinato tenía en la tierra, habréis podido apreciar la pequeña secuela que debe de tener asimismo cuanto atañe al infanticidio, cometido incluso sobre una criatura en la edad de razón; es por tanto inútil volver sobre ello: la excelencia de vuestro ingenio aumentará mis pruebas. La lectura de la historia de las costumbres de todos los pueblos de la tierra, haciéndonos ver que este uso es universal, acabará por convenceros de que sólo sería una imbecilidad admitir como tal esta acción totalmente indiferente.

EUGENIA,
primero a Dolmancé
: No puedo deciros hasta qué punto me convencéis.
(Dirigiéndose luego a la Sra. de Saint-Ange.)
Pero dime, querida, ¿has empleado alguna vez el remedio que me ofreces para destruir interiormente el feto?

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