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Authors: Marqués de Sade

Filosofía en el tocador (18 page)

Convengo en que no pueden hacerse tantas leyes como hombres; pero las leyes pueden ser tan dulces, en tan pequeño número, que todos los hombres, del carácter que sean, puedan fácilmente plegarse a ellas, y aun exigiría yo que ese pequeño número de leyes sea susceptible de poder adaptarse fácilmente a todos los distintos caracteres; que el espíritu de quien las dirija sea emplear mayor o menor severidad, en razón del individuo al que habrían de afectar. Está demostrado que la práctica de tal o cual virtud es imposible para ciertos hombres, como hay tal o cual remedio que no puede convenir a tal o cual temperamento. Ahora bien, ¡cuál no sería el colmo de vuestra injusticia si castigaseis con la ley a quien le resulta imposible plegarse a la ley! La iniquidad que cometeríais ¿no será igual a aquella de la que os haríais culpable si quisierais forzar a un ciego a discernir los colores? De estos primeros principios se desprende, como vemos, la necesidad de hacer leyes suaves, y, sobre todo, de acabar para siempre con la atrocidad de la pena de muerte, porque toda ley que atente contra la vida de un hombre es impracticable, injusta, inadmisible. Y no es, como diré enseguida, que no haya infinidad de casos en que los hombres, sin ultrajar a la naturaleza (y eso es lo que demostraré), puedan haber recibido de esta madre común la total libertad de atentar contra la vida de otros, sino que es imposible que la ley pueda obtener idéntico privilegio, porque la ley, fría por sí misma, no podría acceder a las pasiones que pueden legitimar en el hombre el acto cruel del asesinato; el hombre recibe de la naturaleza impresiones que pueden hacer perdonar esa acción, mientras que la ley, en cambio, siempre en oposición a la naturaleza y sin recibir nada de ella, no puede ser autorizada a permitirse los mismos extravíos: sin tener los mismos motivos, es imposible que tenga los mismos derechos. He ahí distinciones sabias y delicadas que escapan a muchas personas porque muy pocas personas reflexionan; pero serán aceptadas por personas instruidas, a quienes las dirijo, e influirán, como espero, sobre el nuevo Código que se nos prepara.
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La segunda razón por la que hay que acabar con la pena de muerte es que nunca ha reprimido el crimen, porque se comete día tras día a los pies del cadalso. Hay que suprimir esa pena, en resumen, porque no hay peor cálculo que el de hacer morir a un hombre por haber matado a otro; de este proceder resulta evidentemente que en lugar de un hombre menos, tenemos dos menos de golpe, y que esa aritmética sólo puede ser familiar a los verdugos o a los imbéciles.

Sea, en fin, como fuere, las fechorías que podemos cometer contra nuestros hermanos se reducen a cuatro principales: la calumnia, el robo, aquellos delitos que, causados por la impureza, pueden afectar desagradablemente a los demás, y el asesinato. Todas estas acciones, consideradas capitales en un gobierno monárquico, son tan graves en un Estado republicano? Esto es lo que debemos analizar a la luz de la filosofia, porque sólo a su única luz debe emprenderse un examen semejante. Que no se me tache de innovador peligroso; que no se diga que hay riesgo en embotar, como quizá hagan estos escritos, el remordimiento en el alma de los malhechores; que mayor mal hay en aumentar, mediante la suavidad de mi moral, la inclinación que esos mismos malhechores tienen hacia el crimen: afirmo aquí formalmente no tener ninguna de esas miras perversas; expongo ideas que desde la edad de razón se han identificado conmigo y a las que el infame despotismo de los tiranos se ha opuesto durante tantos siglos. ¡Tanto peor para aquellos a quienes estas grandes ideas corrompan, tanto peor para quienes sólo saben captar el mal en las opiniones filosóficas, susceptibles de corromperse con todo! ¿Quién sabe si no se envenenarían quizá con las lecturas de Séneca y de Charron? No es a ellos a quienes hablo; sólo me dirijo a personas capaces de entenderme, y éstas me leerán sin peligro.

Confieso con la franqueza más extrema que nunca he creído que la calumnia fuera un mal, y menos aun en un gobierno como el nuestro, en el que todos los hombres, más unidos entre sí, más cercanos, tienen evidentemente mayor interés en conocerse bien. Una de dos: o la calumnia se dirige contra un hombre verdaderamente perverso, o cae sobre un ser virtuoso. Estaremos de acuerdo en que, en el primer caso, resulta casi indiferente que se hable algo peor de un hombre conocido por practicar el mal; tal vez, incluso, el mal que no existe aclare mejor entonces el que existe, y así tenemos al malhechor mejor conocido.

Supongamos que reina una influjo malsano en Hannover, pero que, exponiéndome a esa inclemencia malsana, no corro otro riesgo que coger un acceso de fiebre; ¿podré enfadarme con el hombre que, para impedirme ir allí, me diga que moriré nada más llegar? Indudablemente no; porque, asustándome con un gran mal, me ha impedido sufrir uno pequeño ¿Que la calumnia se dirige por el contrario contra un hombre virtuoso? Que no se alarme por ello: pruébese, y todo el veneno del calumniador recaerá pronto sobre él mismo. Para tales personas la calumnia no es más que un escrutinio depurador, del que su virtud sólo saldrá más resplandeciente. En este caso hay incluso beneficio para la masa de las virtudes de la república; porque este hombre virtuoso y sensible, estimulado por la injusticia que acaba de sufrir, se aplicará a hacerlo mejor aún; querrá superar esa calumnia de la que se creía a salvo, y sus buenas acciones adquirirán entonces un grado más de energía. Así, en el primer caso, el calumniador habrá producido efectos bastante buenos, incrementando los vicios del hombre peligroso; en el segundo los habrá producido excelentes, obligando a la virtud a mostrársenos por entero. Ahora bien, yo pregunto bajo qué enfoque puede pareceros temible el calumniador, sobre todo en un gobierno en que tan esencial es conocer a los malvados y aumentar la energía de los buenos. Guárdense mucho, por tanto, de pronunciar ninguna pena contra la calumnia; considerémosla bajo la doble perspectiva de un fanal y de un estimulante, y, en cualquier caso, como algo muy útil. El legislador, cuyas ideas han de ser grandes como la obra a la que se aplica, nunca debe estudiar el efecto del delito que sólo afecta individualmente: son los efectos en masa lo que debe examinar; y cuando de este modo observe así los efectos que derivan de la calumnia, le desafío a encontrar en ellos algo punible; desafío a que pueda poner alguna sombra de justicia a la ley que la castigaría; al contrario, se convierte en el hombre más justo y más íntegro si la favorece o la recompensa.

El robo es el segundo de los delitos morales cuyo examen nos hemos propuesto.

Si recorremos la Antigüedad, veremos el robo permitido, recompensado en todas las repúblicas de Grecia; Esparta o Lacedemonia lo favorecían abiertamente; algunos otros pueblos lo consideraron una virtud guerrera; es cierto que mantiene el valor, la fuerza, la astucia, en una palabra, todas las virtudes útiles a un gobierno republicano y en consecuencia al nuestro. Ahora, sin parcialidad, me atrevería a preguntar si el robo, cuyo efecto es igualar las riquezas, es un gran mal en un gobierno cuya meta es la igualdad. Indudablemente, no; porque si alimenta la igualdad por un lado, por otro nos impulsa a conservar nuestros bienes. Hubo un pueblo que castigaba no al ladrón, sino al que se había dejado robar, a fin de que aprendiese a cuidar de sus propiedades. Lo cual nos lleva a reflexiones más amplias.

Dios me guarde de querer atacar o destruir aquí el juramento de respeto a las propiedades, que la nación acaba de pronunciar;
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pero ¿se me permitirán algunas ideas sobre la injusticia de ese juramento? ¿Cuál es el espíritu de un juramento pronunciado por todos los individuos de una nación? ¿No es el de mantener una perfecta igualdad entre los ciudadanos, y el de someterlos a todos por igual a la ley protectora de las propiedades de todos? Ahora bien, yo os pregunto si es muy justa la ley que ordena al que no tiene nada respetar al que lo tiene todo. ¿Cuáles son los elementos del pacto social? ¿No consiste en ceder un poco de su libertad y de sus propiedades para asegurar y mantener lo que se conserva de ambas?

Todas las leyes descansan sobre estas bases; son las razones de los castigos infligidos a quien abusa de su libertad. Autorizan asimismo las imposiciones; lo cual hace que un ciudadano no proteste cuando se le exigen, puesto que sabe que, a cambio de lo que da, se le conserva lo que le queda; pero, repitámoslo una vez más, ¿con qué derecho quien nada tiene se encadenará a un pacto que sólo protege a quien lo tiene todo? Si hacéis un acto de equidad conservando, mediante vuestro juramento, las propiedades del rico, ¿no cometéis una injusticia exigiendo este juramento del «conservador» que no tiene nada? ¿Qué interés tiene éste en vuestro juramento? ¿Y por qué queréis que prometa una cosa que sólo resulta favorable para quien tanto se diferencia de él por sus riquezas? No hay, con toda seguridad, nada más injusto: un juramento debe tener el mismo efecto sobre todos los individuos que lo pronuncian; es imposible que pueda encadenar a quien no tiene ningún interés en su mantenimiento, porque entonces no sería ya el pacto de un pueblo libre; sería el arma del fuerte sobre el débil, contra la que éste debería revolverse sin cesar; y eso es lo que ocurre en el juramento de respeto de las propiedades que acaba de exigirse a la nación; sólo el rico encadena con él al pobre, sólo el rico tiene interés en el juramento que el pobre pronuncia con una falta de consideración que le impide verse extorsionado en su buena fe por ese juramento y comprometido a hacer algo que no pueden hacer por él.

Convencidos, como debéis estarlo, de esta bárbara desigualdad, no agravéis por tanto vuestra injusticia castigando al que nada tiene por haber osado robar algo al que lo tiene todo: vuestro desigual juramento le da más que nunca derecho. Forzándole al perjurio mediante un juramento absurdo para él, legitimáis todos los crímenes a que ha de conducirle ese perjurio; no os corresponde por tanto castigar aquello cuya causa habéis sido vosotros. Nada más diré para haceros sentir la terrible crueldad que hay en castigar a los ladrones. Imitad la sabia ley del pueblo de que acabo de hablar; castigad al hombre lo bastante negligente para dejarse robar, pero no pronunciéis ninguna clase de pena contra quien roba; pensad que vuestro juramento le autoriza a esa clase de acción y que, entregándose a ella, no hace más que seguir el primero y más sabio de los impulsos de la naturaleza, el de conservar su propia existencia sin importarle a costa de quién.

Los delitos que debemos examinar en esta segunda clase de deberes del hombre para con sus semejantes consisten en las acciones que puede emprender el libertinaje, entre las cuales se distinguen particularmente como más atentatorias a lo que cada uno debe a los otros la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía. No debemos dudar ni un solo momento de que los denominados crímenes morales, es decir, todas las acciones de esa clase que acabamos de citar, son perfectamente indiferentes en un gobierno cuyo único deber consiste en conservar, por el medio que sea, la forma esencial a su mantenimiento: ésa es la única moral de un gobierno republicano. Ahora bien, puesto que siempre se ve acosado por los déspotas que lo rodean, no sería razonable imaginar que sus medios de pervivencia puedan ser los medios morales; porque sólo pervivirá por la guerra, y nada hay menos moral que la guerra. Ahora yo pregunto cómo se llegará a demostrar que, en un Estado inmoral por sus obligaciones,
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sea esencial a los individuos ser morales. Digo más: es bueno que no lo sean. Los legisladores de Grecia habían comprendido perfectamente la importante necesidad de gangrenar los miembros para que, influyendo su disolución moral en la que es útil a la máquina, resultase de ello la insurrección, siempre indispensable en un gobierno que, perfectamente feliz como el gobierno republicano, debe excitar necesariamente el odio y los celos de cuanto le rodea. La insurrección, pensaban esos sabios legisladores, no es en modo alguno un estado moral; debe, sin embargo, ser el estado permanente de una república; sería pues tan absurdo como peligroso exigir que quienes han de mantener la perpetua conmoción inmoral de la máquina, fueran seres muy morales, porque el estado moral de un hombre es un estado de paz y tranquilidad, mientras que su estado inmorales un estado de movimiento perpetuo que le acerca a la necesaria insurrección, en la que el republicano tiene que mantener siempre al gobierno de que es miembro.

Vayamos ahora a los detalles y comencemos por analizar el pudor, ese movimiento pusilánime, contrario a los afectos impuros. Si estuviera en la intención de la naturaleza que el hombre fuese púdico, probablemente no habría hecho que naciera desnudo; una infinidad de pueblos, menos degradados que nosotros por la civilización, van desnudos y no sienten ninguna vergüenza; no hay duda de que la costumbre de vestirse ha tenido por única base tanto la inclemencia del aire como la coquetería de las mujeres; comprendieron que no tardarían en perder todos los efectos del deseo si los prevenían, en lugar de dejarlos nacer; pensaron que, por no haberlas creado sin defectos la naturaleza, se aseguraban mucho mejor los medios de agradar ocultando esos defectos mediante adornos; así el pudor, lejos de ser una virtud, no fue por lo tanto más que una de las primeras secuelas de la corrupción, uno de los primeros medios de la coquetería de las mujeres. Licurgo y Solón, completamente conscientes de que los resultados del impudor mantienen al ciudadano en el estado inmoral esencial a las leyes del gobierno republicano, obligaron a las jóvenes a exhibirse desnudas en el teatro.
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Roma imitó pronto este ejemplo: bailaban desnudas en los juegos de Flora; la mayoría de los misterios paganos se celebraban así; la desnudez pasó incluso por virtud entre algunos pueblos. Sea como fuere, del impudor nacen las inclinaciones lujuriosas; lo que resulta de tales inclinaciones constituye los pretendidos crímenes que estamos analizando, y cuya primera consecuencia es la prostitución. Ahora que hemos superado en este punto la multitud de errores religiosos que nos cautivaban, y ahora que, más cerca de la naturaleza por la cantidad de prejuicios que acabamos de destruir, sólo escuchamos su voz, completamente seguros de que, si hubiera crimen en algo, sólo radicaría en resistir a las inclinaciones que nos inspira antes que en combatirlas, persuadidos de que, siendo la lujuria una secuela de tales inclinaciones, se trata menos de apagar esta pasión en nosotros que de regular los medios de satisfacerla en paz. Debemos, por tanto, dedicarnos a poner orden en este punto, a establecer toda la seguridad precisa para que el ciudadano, a quien la necesidad acerca a los objetos de lujuria, pueda entregarse con esos objetos a cuanto sus pasiones le prescriban, sin hallarse encadenado nunca por nada, porque no hay en el hombre ninguna pasión que tenga mayor necesidad de toda la extensión de la libertad que ésta. En las ciudades se crearán distintos emplazamientos sanos, espaciosos, cuidadosamente amueblados y seguros en todos sus puntos; ahí, todos los sexos, todas las edades, todas las criaturas, serán ofrendados a los caprichos de los libertinos que vayan a gozar, y la subordinación más completa será la regla de los individuos presentados; la negativa más leve será castigada al punto, a capricho de quien la haya sufrido. Todavía debo explicar esto, ajustarlo a las costumbres republicanas; he prometido la misma lógica para todo y mantendré mi palabra.

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