Read Filosofía en el tocador Online
Authors: Marqués de Sade
Es hora de resumir.
¿Debe ser reprimido el asesinato con el asesinato? Indudablemente, no. No impongamos jamás al asesino otra pena que aquella en que puede incurrir por la venganza de los amigos o de la familia del muerto. Yo os otorgo el perdón, decía Luis XV a Charolais, que acababa de matar un hombre para divertirse, pero también lo concedo a quien os mate. Todas las bases de la ley contra los asesinos se encuentran en esa frase sublime.
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En una palabra, el asesinato es un horror, pero un horror con frecuencia necesario, nunca criminal, esencial para que se tolere en un Estado republicano. He demostrado que el universo entero ha dado ejemplos de ello; pero ¿hay que considerarlo como una acción hecha para ser penada con la muerte? Quienes respondan al dilema siguiente habrán resuelto la pregunta: ¿El asesinato es un crimen ò no lo es? Si no lo es, ¿por qué hacer leyes que lo castiguen? Y si lo es, ¿por qué bárbara y estúpida inconsecuencia vais a castigarlo con un crimen igual?
Sólo nos queda hablar de los deberes del hombre para consigo mismo. Como el filósofo únicamente adopta esos deberes cuando tienden a su placer o a su conservación, es completamente inútil recomendarle su práctica, más inútil aún imponerle penas si falta a ellos.
El único delito que el hombre puede cometer en este género es el suicidio. No me entretendré probando aquí la imbecilidad de las personas que erigen esta acción en crimen: remito a la famosa carta de Rousseau
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a quienes aún puedan tener alguna duda al respecto. Casi todos los antiguos gobiernos autorizaban el suicidio por política o por religión. Los atenienses exponían en el Areópago las razones que tenían para matarse: luego se apuñalaban. Todas las repúblicas de Grecia toleraron el suicidio; entraba en los planes de los legisladores; uno se mataba en público, y hacía de su muerte un espectáculo de aparato. La república de Roma alentó el suicidio: aquellas abnegaciones por la patria, tan célebres, no eran más que suicidios. Cuando Roma fue tomada por los galos, los más ilustres senadores se entregaron a la muerte; recuperando ese mismo espíritu, adoptemos las mismas virtudes. Durante la campaña del 92 un soldado se mató de penapor no poder seguir a sus camaradas en la acción de Jemmapes.
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Siempre a la altura de estos orgullosos republicanos, pronto superaremos sus virtudes: es el gobierno el que hace al hombre. Un hábito tan prolongado de despotismo había debilitado totalmente nuestro coraje; había depravado nuestras costumbres; pronto vamos a ver de qué acciones sublimes es capaz el genio, el carácter francés, cuando es libre; al precio de nuestras fortunas y de nuestras vidas, sostengamos esa libertad que ya nos ha costado tantas víctimas; no lo lamentemos si alcanzamos nuestra meta; ellas mismas, todas, se han entregado voluntariamente; no volvamos su sangre inútil; pero unión... unión, o perderemos el fruto de todos nuestros esfuerzos; probemos leyes excelentes sobre las victorias que acabamos de conseguir; nuestros primeros legisladores, esclavos aún del déspota que por fin hemos abatido, no nos dieron más que leyes dignas de ese tirano, al que todavía incensaban; rehagamos su obra, pensemos que es para republicanos y para filósofos para los que por fin vamos a trabajar; que nuestra leyes sean dulces como el pueblo que deben regir.
Al presentar aquí, como acabo de hacerlo, la nimiedad, la indiferencia de una infinidad de acciones que nuestros antepasados, seducidos por una religión falsa, miraban como criminales, reduzco nuestro trabajo a bien poco. Hagamos pocas leyes, pero que sean buenas. No se trata de multiplicar los frenos: se trata de dar al que utilicemos una calidad indestructible. Que las leyes que promulguemos no tengan otra meta que la tranquilidad del ciudadano, su felicidad y el esplendor de la república. Mas, después de haber arrojado al enemigo de vuestras tierras, franceses, no quisiera que el ardor de propagar vuestros principios os arrastrase más lejos; sólo con el hierro y el fuego podríais llevarlos al fin del universo. Antes de cumplir tales resoluciones, acordaos de los desgraciados sucesos de las Cruzadas. Cuando el enemigo esté al otro lado del Rhin, creedme, guardad vuestras fronteras y quedaos en casa; reanimad vuestro comercio, dad de nuevo energía y salidas a vuestras manufacturas; haced florecer vuestras artes, animad la agricultura, tan necesaria en un gobierno como el vuestro y cuyo espíritu debe poder abastecer a todo el mundo sin que nadie pase necesidad; dejad a los tronos de Europa desmoronarse por sí mismos; vuestro ejemplo, vuestra prosperidad los derrocarán pronto sin que tengáis necesidad de intervenir.
Invencibles en vuestro interior y modelos de todos los pueblos por vuestra civilización y vuestras buenas leyes, no habrá gobierno en el mundo que no trabaje por imitaros, ni uno sólo que no se honre con vuestra alianza; mas si, por el vano honor de llevar vuestros principios lejos, abandonáis el cuidado de vuestra propia felicidad, el despotismo, que sólo está adormecido, renacerá, las disensiones intestinas os desgarrarán, habréis agotado vuestras finanzas y vuestras conquistas, y todo esto para volver a besar los hierros que habrán de imponeros los tiranos que os habrán subyugado durante vuestra ausencia. Todo lo que deseáis puede hacerse sin que sea necesario abandonar vuestros hogares; que los demás pueblos os vean felices, y correrán a la dicha por el mismo camino que vosotros les habréis trazado.
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EUGENIA,
a Dolmancé
: Eso es lo que se dice un escrito muy sabio, y tan ajustado a vuestros principios, al menos en muchos puntos, que estoy tentada por creeros su autor.
DOLMANCÉ: Es muy cierto que estoy de acuerdo con gran parte de esas reflexiones, y mis discursos, que os lo han demostrado, dan incluso a la lectura que acabamos de hacer las apariencias de una repetición...
EUGENIA,
cortándole
: No me he dado cuenta; nunca se repetirán demasiado las cosas buenas; encuentro, sin embargo, peligrosos algunos de esos principios.
DOLMANCÉ: No hay en el mundo nada más peligroso que la piedad y la beneficencia; la bondad no es nunca otra cosa que una debilidad, y la ingratitud y la impertinencia de los débiles fuerzan siempre a las gentes honradas a arrepentirse de ella. Si a un buen observador se le ocurre calcular todos los peligros de la piedad, y los compara luego con los de una firmeza sostenida, verá si no son más los primeros. Pero vamos demasiado lejos, Eugenia; resumamos para vuestra educación el único consejo que puede sacarse de cuanto acabamos de deciros: no escuchéis nunca a vuestro corazón, hija mía; es el guía más falso que hemos recibido de la naturaleza; cerradlo con gran cuidado a los acentos falaces de la desdicha; más vale rechazar el que realmente debiera interesaros que arriesgaros a dar al malvado, al intrigante o al farsante: lo primero tiene muy leves consecuencias, lo segundo los mayores inconvenientes.
EL CABALLERO: Séame permitido, por favor, dudar y destruir, si puedo, los principios de Dolmancé. ¡Ah! ¡Cuán diferentes serían, hombre cruel, si, privado de esa fortuna inmensa en que encuentras sin cesar los medios de satisfacer tus pasiones, languidecieses algunos años en esa abrumadora miseria que tu espíritu feroz se atreve a reprochar a los miserables! Echa una ojeada piadosa sobre ellos, y no cierres tu alma hasta el punto de endurecerla sin remedio a los gritos desgarradores de la necesidad. Cuando tu cuerpo, harto sólo de voluptuosidades, descanse lánguidamente en lechos de pluma, mira el suyo, abatido por trabajos que a ti te permiten vivir, recogiendo apenas un poco de paja para preservarse del frío de la tierra, pues no tienen, como los animales, más que su fría superficie para tenderse; lanza una mirada sobre ellos, rodeado de platos suculentos con los que cada día veinte discípulos de Comus despiertan tu sensualidad, mientras esos desgraciados disputan a los lobos, en los bosques, la raíz amarga de un suelo reseco; cuando los juegos, las gracias y las risas lleven a tu yacija impura los objetos más conmovedores del templo de Citerea, mira al miserable tendido junto a su triste esposa, satisfecho de los placeres que recoge en medio de las lágrimas sin sospechar siquiera que existan otros; míralo cuando tú no te prohíbes nada, cuando nadas en medio de lo superfluo; míralo, te digo, carecer incluso constantemente de las necesidades más primarias de la vida; echa una ojeada sobre su familia desolada; mira a su esposa temblorosa repartirse con ternura entre los cuidados que debe a su marido, que languidece a su lado, y los que la naturaleza le impone para con los brotes de su amor, privada de la posibilidad de cumplir ninguno de esos deberes tan sagrados para su alma sensible; ¡mírala, sin estremecerte si es que puedes, reclamar de ti eso superfluo que tu crueldad le niega!
Bárbaro, ¿no son acaso hombres como tú? Y si se te parecen, ¿por qué tú debes gozar mientras ellos languidecen? Eugenia, Eugenia, no apaguéis jamás en vuestra alma la voz sagrada de la naturaleza: es a la beneficencia a lo que os conducirá a pesar vuestro, cuando separéis su órgano del fuego de las pasiones que lo absorben. Dejemos los principios religiosos, de acuerdo; pero no abandonemos nunca las virtudes que la sensibilidad nos inspira; sólo practicándolas gustaremos los goces más dulces y más deliciosos del alma. Todos los extravíos de vuestro espíritu serán redimidos por una buena obra; ella apagará en vos los remordimientos que vuestra mala conducta provocará en él y, formando en el fondo de vuestra conciencia un asilo sagrado al que a veces os replegaréis con vos misma, encontraréis ahí consuelo a los extravíos a que vuestros errores os habrán arrastrado. Hermana mía, soy joven, soy libertino, impío, soy capaz de todos los desenfrenos del espíritu, pero aún me queda mi corazón, y es puro, y es con él, amigos míos, con el que me consuelo de todos los defectos de mi edad.
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DOLMANCÉ: Sí, caballero, sois joven, lo demostráis con vuestro discurso; os falta experiencia; espero a que ella os haya madurado; entonces, querido mío, no hablaréis también de los hombres, porque los habréis conocido. Fue su ingratitud lo que secó mi corazón, su perfidia lo que destruyó en mí esas virtudes funestas para las que, como vos, acaso había nacido. Ahora bien, si los vicios de unos vuelven en otros peligrosas estas virtudes, ¿no es hacer un servicio a la juventud ahogarlos en ella a tiempo? ¿Qué me dices de remordimientos, amigo mío? ¿Pueden existir en el alma de quien no reconoce el crimen en nada? Que vuestros principios los apaguen si teméis su aguijón: ¿os será posible arrepentiros de una acción de cuya indiferencia estéis profundamente convencido? Desde el momento en que no creáis que hay algo malo, ¿de qué mal podréis arrepentiros?
EL CABALLERO: No es del espíritu de donde vienen los remordimientos; sólo son fruto del corazón, y jamás los sofismas de la cabeza apagaron los movimientos del alma.
DOLMANCÉ: Pero el corazón engaña, porque nunca es otra cosa que la expresión de los falsos cálculos de espíritu; madurad éste, el otro cederá al punto; cuando queremos razonar, siempre falsas definiciones nos extravían; yo no sé lo que es el corazón: llamo así a las debilidades del espíritu. Una sola y única antorcha resplandece en mí: cuando estoy sano y seguro, nunca me induce a error. ¿Que soy viejo, hipocondríaco o pusilánime? Me engaña; entonces me califico de sensible, mientras que en el fondo no soy otra cosa que débil y tímido. Te lo repito una vez más, Eugenia: que esta pérfida sensibilidad no abuse de vos; no es, y estad bien segura de ello, más que la debilidad del alma; sólo se llora porque se teme, y por eso son tiranos los reyes. Rechazad, detestad pues los pérfidos consejos del caballero; al deciros que abráis vuestro corazón a todos los males imaginarios del infortunio, trata de inventar para vos un montón de penas que, sin ser vuestras, os desgarrarían pronto para nada. ¡Ah, creed, Eugenia, creed que los placeres nacidos de la apatía valen más que los que la sensibilidad os da; ésta no sabe más que alcanzar en un sentido el corazón que el otro acaricia y trastorna por todas partes. En una palabra, ¿pueden compararse los goces permitidos con los goces que unen a los atributos más excitantes aquellos otros, inapreciables, de la ruptura de los frenos sociales y del atropello de todas las leyes?
EUGENIA: ¡Tú triunfas, Dolmancé, tú ganas! Los discursos del caballero apenas rozan mi alma; ¡los tuyos la seducen y la arrastran! ¡Ah! Creedme, caballero, dirigíos más a las pasiones que a las virtudes cuando queráis persuadir a una mujer.
SRA. DE SAINT-ANGE,
al caballero
: Sí, amigo mío, jódeme bien pero no me sermonees: no nos convertirás, y podrías perjudicar las lecciones con que queremos alimentar el alma y la mente de esta encantadora niña.
EUGENIA: ¿Perturbar? ¡Oh! ¡No, no! Vuestra obra está acabada; lo que los tontos llaman corrupción se ha asentado ahora con tanta fuerza en mí que no hay esperanza de retorno siquiera, y vuestros principios están demasiado bien apuntalados en mi corazón para que los sofismas del caballero lleguen alguna vez a destruirlos.
DOLMANCÉ: Tiene razón, no hablemos más de ello, caballero; cometeríais un error, y no queremos de vos otra cosa que vuestro comportamiento.
EL CABALLERO: De acuerdo; sé que aquí estamos para un objetivo muy distinto del que yo querría alcanzar; vayamos derechos a ese objetivo, de acuerdo; guardaré mi moral para aquellos que, menos ebrios que vos, estén en condiciones de oírme.
SRA. DE SAINT-ANGE: Sí, hermano mío, sí, sí, no nos des otra cosa que tu leche; te perdonamos la moral; es demasiado dulce para las personas sin principios de nuestra especie.
EUGENIA: Temo mucho, Dolmancé, que esa crueldad que preconizáis con ardor influya algo en vuestros placeres; ya me ha parecido observarlo, sois duro al gozar; también percibo en mí algunas disposiciones para ese vicio. Para desenredar mis ideas sobre todo esto, decidme por favor, ¿cómo miráis al objeto que sirve a vuestros placeres?
DOLMANCÉ: Como algo absolutamente nulo, querida; que comparta o no mis goces, que experimente o no contento, apatía o incluso dolor, con tal que yo sea feliz, lo demás me da lo mismo.
EUGENIA: Es mejor incluso que ese objeto sienta dolor, ¿verdad?
DOLMANCÉ: Por supuesto, es mucho mejor; ya os lo he dicho: su repercusión, más activa en nosotros, determina con mayor energía y rapidez los espíritus animales en la dirección que necesitan para la voluptuosidad. Abrid los serrallos de África, los de Asia, los de vuestra Europa meridional, y ved si los jefes de esos célebres harenes se preocupan mucho, cuando se les pone tiesa, de dar placer a los individuos que les sirven; ordenan, son obedecidos; gozan, nadie se atreve a responderles; se satisfacen y entonces se van. Hay entre ellos algunos que castigarían como una falta de respeto la audacia de compartir su goce. El rey de Achem
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manda cortar despiadadamente la cabeza de la mujer que ose olvidarse de ello en su presencia hasta el punto de gozar, y muy a menudo se la corta él mismo. Este déspota, uno de los más singulares de Asia, está guardado sólo por mujeres; siempre les da sus órdenes mediante signos; la muerte más cruel es el castigo para las que no le comprenden, y los suplicios se ejecutan siempre por su mano o ante sus ojos.