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Authors: Marqués de Sade

Filosofía en el tocador (23 page)

Todo esto, mi querida Eugenia, está basado por entero en los principios que ya os he mostrado. ¿Qué se desea cuando gozamos? Que todo lo que nos rodea se ocupe exclusivamente de nosotros, que no piense más que en nosotros, que cuide solo de nosotros. Si los objetos que nos sirven gozan, desde ese momento los tenemos probablemente más ocupados de ellos que de nosotros, y nuestro goce por lo tanto resulta perturbado. No hay hombre que no quiera ser déspota cuando está caliente; es como si tuviera menos placer si los otros parecen sentir tanto como él. Por un movimiento de orgullo, muy natural en ese momento, quisiera ser el único en el mundo capaz de experimentar lo que siente; la idea de ver a otro gozar como él, le remite a una especie de igualdad que perjudica los indecibles atractivos que el despotismo hace experimentar entonces.
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Es falso, por otra parte, que haya placer en darlo a los demás; eso es servirlos, y, cuando la tiene dura, el hombre está lejos del deseo de ser útil a los demás. Al contrario, haciendo el mal experimenta todos los encantos que gusta un individuo nervioso haciendo uso de sus fuerzas; entonces domina, es tirano. ¡Qué diferencia para el amor propio! No creemos que en tal caso se calle.

El acto del goce es una pasión que subordina a ella, y lo acepto, todas las demás, pero que al mismo tiempo las reúne. Ese deseo de dominar en ese momento es tan fuerte en la naturaleza que incluso se reconoce en los animales. Ved si los que están en esclavitud procrean como los que están libres. El dromedario va más lejos: no engendra si no se cree solo. Tratad de sorprenderlo y de demostrarle así que tiene un amo: huirá y se separará inmediatamente de su compañía. Si la intención de la naturaleza no fuera que el hombre tuviera esta superioridad, no habría creado más débiles que él a los seres que ella le destina en ese momento. Esta debilidad a que la naturaleza condenó a las mujeres prueba de forma irrefutable que su intención es que el hombre, que goza más que nunca entonces de su potencia, la ejerza mediante todas las violencias que buenamente le parezca, incluso mediante suplicios. La crisis de la voluptuosidad, ¿no sería una especie de rabia si la intención de esta madre del género humano no fuera que el trato en el coito fuese el mismo que en la cólera? En una palabra, ¿qué hombre bien constituido, qué hombre dotado de órganos vigorosos no desea, bien de una forma, bien de otra, molestar su goce en ese momento? Sé de sobra que una infinidad de imbéciles, que nunca se dan cuenta de sus sensaciones, comprenderán mal los sistemas que establezco; pero ¿qué me importan esos imbéciles? No es a ellos a quien hablo. Sosos adoradores de las mujeres, les dejo esperar a los pies de su insolente dulcinea el suspiro que debe hacerlos felices y, bajamente esclavos del sexo que deberían dominar, los entrego a los viles encantos de llevar las cadenas con que la naturaleza les da el derecho de abrumar a los otros. Que esos animales vegeten en la bajeza que los envilece: sería vano que predicáramos para ellos. Pero que no denigren lo que no pueden entender, y que se convenzan de que quienes sólo quieren establecer sus principios en esta suerte de materias sobre los impulsos de un alma vigorosa y de una imaginación sin freno, como vos y yo, señora, hacemos, siempre serán los únicos que merecerán ser escuchados, los únicos que están hechos para prescribirles las leyes y para las lecciones...

¡Joder! ¡La tengo tiesa!... Llamad a Agustín, os lo suplico.
(Llaman; él entra.)
¡Es inaudito cómo el soberbio culo de este hermoso muchacho está en mi cabeza desde que hablo! Todas mis ideas parecían referirse involuntariamente a él... Muestra a mis ojos esa obra maestra, Agustín..., ¡quiero besarla y acariciarla un cuarto de hora! Ven, amorcito, ven, que en tu bello culo me haga yo digno de las llamas con que Sodoma me abrasa... ¿Hay nalgas más bellas..., más blancas? ¡Quisiera que Eugenia, de rodillas, le chupase la polla mientras tanto! Con su postura expondría su trasero al caballero, que la encularía, y la Sra. de Saint-Ange, a caballo a lomos de Agustín, me ofrecería sus nalgas a besar; armada con un puñado de vergas, quizá pudiera, inclinándose un poco, según me parece, azotar al caballero, a quien esta estimulante ceremonia incitaría a no tener contemplaciones con nuestra alma.
(Se colocan en esa postura.)
Sí, así es; ¡todo está a las mil maravillas, amigos míos! De veras, es un placer pediros cuadros; no hay artista en el mundo en situación de ejecutarlos como vosotros. ¡Este bribón tiene el culo de un estrecho!... Todo lo que puedo hacer es alojarme en él... ¿Me permitiríais, señora, morder y pellizcar vuestras hermosas carnes mientras follo?

SRA. DE SAINT-ANGE: Cuanto queráis, amigo mío; mas mi venganza está dispuesta, te lo advierto; juro que a cada vejación, te soltaré un pedo en la boca.

DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Santo Dios! ¡Qué amenaza! Es apremiarme a ofenderte.
(La muerde.)
¡Veamos si mantienes la palabra!
(Recibe un pedo.)
¡Ah! ¡Joder! ¡Delicioso, delicioso!...
(Le da un azote y al instante recibe otro pedo.)
¡Oh! ¡Es divino, ángel mío! Guárdame algunos para el momento de la crisis... y puedes estar segura de que entonces te trataré con toda la crueldad... toda la barbarie... ¡Joder!... no puedo más... ¡Me corro!...
(La muerde, le da azotes, y ella no cesa de soltar pedos.)
¿Ves cómo te trato, bribona..., cómo te domino?... Uno más... y éste... ¡y que el último insulto sea para el ídolo mismo donde he sacrificado!
(La muerde en el ojete del culo; la postura se deshace.)
Y vosotros, amigos míos, ¿qué habéis hecho?

EUGENIA,
echando la leche que tiene en el culo y en la boca
: ¡Ay, maestro mío..., ya veis cómo me han puesto vuestros alumnos! Tengo el trasero y la boca llenos de leche, no suelto más que leche por todas partes.

DOLMANCÉ,
vivamente
: Esperad, quiero que me echéis en la boca la que el caballero os ha metido en el culo.

EUGENIA,
colocándose
: ¡Qué extravagancia!

DOLMANCÉ: ¡Ah!, nada es tan bueno como la leche que sale del fondo de un hermoso trasero... Es un manjar digno de dioses.
(Lo traga.)
Mirad cuánto me importa.
(Volviéndose hacia el culo de Agustin, que besa.)
Voy a pediros permiso, señoras mías, para pasar un momento al gabinete vecino con este joven.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¿No podéis hacer aquí con él cuanto os plazca?

DOLMANCÉ,
en voz baja y misteriosa
: No, hay ciertas cosas que exigen velos de todo punto.

EUGENIA: ¡Ah! ¡Vaya! Por lo menos ponednos al corriente.

SRA. DE SAINT-ANGE: No le dejo irse sin ello.

DOLMANCÉ: ¿Queréis saberlo?

EUGENIA: Absolutamente.

DOLMANCÉ,
arrastrando a Agustín
: Pues bien, señoras mías, voy..., pero, de veras, no puede decirse.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¿Hay acaso alguna infamia en el mundo que no seamos dignos de oír y de ejecutar?

EL CABALLERO: Bueno, hermana mía, voy a decírosla.
(Habla en voz baja a las dos mujeres.)

EUGENIA,
con aire de repugnancia
: Tenéis razón, es horrible.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Oh! ¡Me lo temía!

DOLMANCÉ: Como veis, debía callaros esa fantasía; ahora comprenderéis que hay que estar solo y en la sombra para entregarse a semejantes bajezas.

EUGENIA: ¿Queréis que vaya con vos? Mientras vos os divertís con Agustín, yo os la menearé.

DOLMANCÉ: No, no, esto es un asunto de honor que debe hacerse sólo entre hombres: una mujer nos perturbaría... Dentro de un momento estoy con vosotras, señoras mías.
(Sale arrastrando consigo a Agustín.)

SEXTO DIÁLOGO

PERSONAJES:

SEÑORA DE SAINT-ANGE, EUGENIA, EL CABALLERO.

SRA. DE SAINT-ANGE: En serio, hermano mío, ¡qué libertino es tu amigo!

EL CABALLERO: Por lo tanto no te he engañado presentándotelo como tal.

EUGENIA: Estoy convencida de que no tiene igual en el mundo... ¡Oh! ¡Querida, es encantador! Veámoslo a menudo, te lo suplico.

SRA. DE SAINT-ANGE: Llaman... ¿Quién puede ser? Había prohibido que a mi puerta... Ha de ser algo muy urgente... Ve a ver de qué se trata, caballero, por favor.

EL CABALLERO: Una carta que trae Lafleur; se ha retirado apresuradamente, diciendo que recordaba las órdenes que le habíais dado, pero que le había parecido tan importante como urgente.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ah! ¡Ah! ¿Qué es esto? ... ¡Es de vuestro padre, Eugenia!

EUGENIA: ¡Mi padre!... ¡Ay! ¡Estamos perdidas!...

SRA. DE SAINT-ANGE: Leamos antes de desanimarnos.
(Lee.)

¿Podéis creer, hermosa amiga, que mi insoportable esposa, alarmada por el viaje de mi hija a vuestra casa, parte ahora mismo en su busca? Se imagina tantas cosas... que, aun sospechando que fueran ciertas, no serían en verdad sino muy simples. Os ruego que la castiguéis rigurosamente por esta impertinencia; yo la corregí ayer por una semejante; la lección no ha bastado. Jugadle una buena pasada, os lo pido como gracia, y creed que cualquiera sea el extremo a que llevéis las cosas no me quejaré... Hace tanto tiempo que esta ramera me carga... que, en verdad... ¿Me entendéis? Lo que hagáis estará bien hecho. Es cuanto puedo deciros. Llegará poco después de mí carta; estad en guardia por lo tanto. Adiós; de buena gana quisiera ser de los vuestros. No me devolváis a Eugenia hasta que no esté instruida, os lo suplico. Quiero dejaros a vosotros las primeras cosechas, pero estad seguros, sin embargo, de que habréis trabajado en cierto modo para mí.

Bueno, Eugenia, ¿ves hasta qué punto no hay que asustarse? Habrás de convenir que esa mujercita es muy insolente.

EUGENIA: ¡Esa puta!... ¡Ay, querida, puesto que mi papá nos da carta blanca, te lo ruego, hemos de recibir a esa ramera como se merece!

SRA. DE SAINT-ANGE: Bésame, amor mío. ¡Cuánto me gusta ver en ti tan buenas disposiciones!... Vamos, tranquilízate; te aseguro que no tendremos contemplaciones. ¿Tú querías una víctima, Eugenia? Pues aquí la naturaleza y el azar te dan una.

EUGENIA: La gozaremos, querida, la gozaremos, te lo juro.

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Ay, cuánto me impacienta saber cómo recibirá Dolmancé esta noticia!

DOLMANCÉ,
regresando con Agustín
: De mil amores, señoras mías; no estaba lo bastante lejos como para no oíros, lo sé todo... La Sra. de Mistival no podría venir más a propósito... Espero que estéis totalmente decidida a cumplir los deseos de su marido.

EUGENIA,
a Dolmancé
: ¿A cumplirlos?... ¡A sobrepasarlos, querido!... ¡Ah! Que la tierra se hunda a mis pies si me veis ablandarme, sean cuales fueren los horrores a que condenéis a esa furcia... Querido amigo, encárgate, por favor, de dirigir todo esto.

DOLMANCÉ: Dejad hacer a vuestra amiga y a mí; vos limitaos a obedecer, es lo único que os pedimos... ¡Ah! ¡Insolente criatura! ¡jamás vi nada semejante!...

SRA. DE SAINT-ANGE: ¡Qué torpe es! Y bien, ¿nos ponemos algo más decente para recibirla?

DOLMANCÉ: Todo lo contrario; es preciso que desde que entre no conciba la más mínima duda sobre la forma que tenemos de pasar el tiempo con su hija. Coloquémonos en el mayor desorden.

SRA. DE SAINT-ANGE: Oigo ruido: es ella. ¡Vamos, valor, Eugenia! ¡Recuerda bien nuestros principios!... ¡Ay, santo Dios! ¡Qué escena tan deliciosa!...

SÉPTIMO Y ÚLTIMO DIÁLOGO

PERSONAJES:

SEÑORA DE SAINT-ANGE, EUGENIA, EL CABALLERO, AGUSTÍN, DOLMANCÉ, SEÑORA DE MISTIVAL.

SRA. DE MISTIVAL,
a la Sra. de Saint-Ange
: Os ruego que me excuséis, señora, por llegar a vuestra casa sin preveniros; pero me han dicho que mi hija está aquí y, como su edad no permite todavía que vaya sola, os ruego, señora, tengáis a bien devolvérmela y no desaprobar mi llegada.

SRA. DE SAINT-ANGE: Su llegada es de lo más descortés, señora; de oíros se diría que vuestra hija está en malas manos.

SRA. DE MISTIVAL: A fe mía que si hay que juzgar por el estado en que la encuentro a ella, a vos y a vuestra compañía, señora, creo que no me equivoco mucho pensando que está muy mal aquí.

DOLMANCÉ: Ese principio es impertinente, señora, y sin conocer exactamente el grado de las relaciones que existen entre la Sra. de Saint-Ange y vos, no os oculto que yo, en su lugar, os habría mandado tirar por la ventana.

SRA. DE MISTIVAL: ¿Qué entendéis vos por tirar por la ventana? ¡Sabed, señor, que no se tira por ahí a una mujer como yo! Ignoro quién sois, pero por vuestras palabras, por el estado en que os halláis, es fácil juzgar vuestras costumbres. ¡Eugenia, sígueme!

EUGENIA: Os pido perdón, señora, pero no puedo tener ese honor.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Cómo! ¡Mi hija se me resiste!

DOLMANCÉ: Os desobedece formalmente incluso, como veis, señora. Creedme, no lo permitáis. ¿Queréis que mande a buscar azotes para corregir a esta niña indócil?

EUGENIA: Mucho me temo que, si los trajeran, sirviesen más para la señora que para mí.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Impertinente criatura!

DOLMANCÉ,
acercándose a la Sra. de Místíval
: Despacio, amor mío, nada de insultos; todos nosotros protegemos a Eugenia, y podríais arrepentiros de vuestras vehemencias con ella.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Cómo! ¿Mi hija me ha de desobedecer y yo no he de poder hacerle sentir los derechos que tengo sobre ella?

DOLMANCÉ: ¿Y cuáles son esos derechos, por favor, señora? ¿Alardeáis de su legitimidad? Cuando el Sr. de Mistival, o no sé quién, os lanzó en la vagina las gotas de leche que hicieron brotar a Eugenia, ¿la tuvisteis en cuenta entonces? No, ¿verdad? Pues bien, ¿qué agradecimiento queréis que os tenga hoy por haberos corrido cuando os jodían ese despreciable coño? Sabed, señora, que no hay nada más ilusorio que los sentimientos del padre o de la madre para con los hijos, ni los de éstos por los autores de sus días. Nada funda, nada establece semejantes sentimientos, en uso aquí, detestados allá, puesto que hay países en que los padres matan a sus hijos, otros en los que éstos degüellan a aquellos de los que han recibido la vida. Si los movimientos de amor recíproco correspondieran a la naturaleza, la fuerza de la sangre no sería ya quimérica, y sin verse, sin conocerse mutuamente, los padres distinguirían, adorarían a sus hijos, y a la inversa, éstos, en medio de la mayor asamblea, reconocerían a sus padres desconocidos, volarían a sus brazos y los adorarían. ¿Qué vemos en lugar de esto? Odios recíprocos e inveterados; hijos que, incluso antes de la edad de razón, nunca han podido soportar la vista de sus padres; padres que alejan a sus hijos de sí porque nunca pudieron sufrir su proximidad. Estos pretendidos impulsos son por tanto ilusorios, absurdos; sólo el interés los imaginó, el uso los prescribió, la costumbre los sostuvo, pero jamás los imprimió la naturaleza en nuestros corazones. Ved si los conocen los animales; indudablemente, no: y sin embargo, a ellos hay que remitirse siempre que se quiere conocer la naturaleza. ¡Oh padres! Tranquilizaos por tanto sobre las pretendidas injusticias que vuestras pasiones o vuestros intereses os llevan a cometer sobre esos seres nulos para vosotros, a los que algunas gotas de vuestro esperma han dado la luz; no les debéis nada, estáis en el mundo para vosotros y no para ellos; estaríais muy locos si os molestarais, si no os ocuparais más que de vosotros: sólo para vosotros debéis vivir; y vosotros, hijos, mucho más libres, si es posible, de esa piedad filial cuya base es una verdadera quimera, convenceos asimismo de que tampoco debéis nada a esos individuos cuya sangre os ha traído a la vida. Piedad, reconocimiento, amor, ninguno de esos sentimientos se les debe; quienes os han dado la vida no tienen ni un solo título para exigirlos de vosotros; no trabajan más que para ellos, que se las apañen; pero el mayor de todos los engaños sería darles cuidados o ayudas que no les debéis por ningún concepto; nada prescribe la ley sobre esto, y si por casualidad imagináis que el órgano de esos sentimientos está en las inspiraciones del uso o en las de los efectos morales del carácter, ahogad sin remordimientos tales sentimientos absurdos..., sentimientos locales, fruto de costumbres climáticas
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que la naturaleza reprueba y que siempre desautorizó la razón.

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