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Authors: Marqués de Sade

Filosofía en el tocador (16 page)

No perdamos de vista que esta pueril religión era una de sus mejores armas en manos de nuestros tiranos: uno de sus primeros dogmas era dar al César lo que es del César, —pero nosotros hemos destronado a César y no queremos darle nada. Franceses, sería va— no jactarse de que el espíritu de un clero que ha jurado la constitución no es el de un clero refractario; siempre hay vicios de estado que nunca pueden corregirse. Antes de diez años,
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en medio de la religión cristiana, de su superstición, de sus prejuicios, vuestros sacerdotes, pese a su juramento, pese a su pobreza, volverían a poseer el imperio de las almas que habían invadido; volverían a encadenaros a los reyes, porque el poder de éstos siempre apuntaló el de aquéllos, y vuestro edificio republicano, falto de bases, se derrumbaría.

Oh, vosotros que tenéis la hoz en la mano, propinad el último golpe al árbol de la superstición: no os contentéis con podar las ramas: desarraigad por entero una planta cuyos efectos son tan contagiosos; debéis estar totalmente convencidos de que vuestro sistema de libertad y de igualdad contraría demasiado abiertamente a los ministros de los altares de Cristo para que haya alguna vez uno solo que la adopte de buena fe o no busque con moverlo si consigue recuperar algún dominio sobre las conciencias. ¡Qué sacerdote, comparando el estado a que acaban de reducirle con el que antes gozaba, no ha de hacer cuanto de él dependa para recuperar no sólo la confianza, sino también la autoridad que le han hecho perder? ¿Y cuántos seres débiles y pusilánimes no se volverán pronto esclavos de este ambicioso tonsurado? ¿Por qué no se piensa que los inconvenientes que han existido pueden renacer aún? En la infancia de la Iglesia cristiana, Vieran los sacerdotes lo que son hoy? Ya veis adónde habían llegado; sin embargo, quién los había conducido allí? ¿No fueron los medios que les proporcionaba la religión? Ahora bien, si no la prohibís completamente, a esa religión y a quienes la predican, contando siempre con los mismos medios llegarán pronto al mismo fin.

Aniquilad, pues, para siempre todo lo que un día puede destruir vuestra obra. Pensad que estando el fruto de vuestros trabajos reservado sólo a vuestros nietos, es deber vuestro, probidad vuestra, no dejar ni uno de estos gérmenes peligrosos que podrían volverles a sumir en el caos de que con tanto esfuerzo hemos salido. Ya se disipan nuestros prejuicios, ya el pueblo abjura los absurdos católicos; ha suprimido los templos, ha derribado los ídolos, está decidido a que el matrimonio sea sólo un acto civil; los confesionarios rotos sirven en los fogones públicos; los pretendidos fieles, al desertar del banquete católico, dejan los dioses de harina a los ratones. Franceses, no os detengáis: Europa entera, con una mano puesta en la venda que fascina sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que debe arrancarla de su frente. Daos prisa: no deis a la santa Roma, que se agita en todas direcciones para reprimir vuestra energía, el tiempo de conservar quizás algunos prosélitos. Golpead sin miramientos su cabeza altiva y temblorosa, y que antes de dos meses el árbol de la libertad, dando sombra a los despojos de la cátedra de san Pedro, cubra con el peso de sus ramas victoriosas todos estos despreciables ídolos del cristianismo, descaradamente alzados sobre las cenizas tanto de los Catones como de los Brutos.

Franceses, os lo repito, Europa espera de vosotros verse libre a un tiempo del cetro y del incensario. Pensad que es imposible librarla de la tiranía monárquica sin romper al mismo tiempo los frenos de la superstición religiosa: los lazos de la una están demasiado íntimamente ligados a la otra para que, si dejáis subsistir una de las dos, no volváis a caer pronto bajo el imperio de lo que habríais descuidado disolver. No es ni ante las rodillas de un ser imaginario ni ante las de un vil impostor ante lo que un republicano debe arrodillarse; sus únicos dioses deben ser ahora el valor y la libertad. Roma desapareció cuando se predicó el cristianismo, y Francia está perdida si en ella se lo venera todavía.

Examinad con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral imposible de esa repugnante religión, y ved si puede convenir a una república. ¿Creéis de buena fe que me iba a dejar yo dominar por la opinión de un hombre al que acabo de ver a los pies del imbécil sacerdote de Jesús? ¡No, desde luego que no! Ese hombre, siempre vil, tenderá siempre, por su bajeza de miras, a las atrocidades del antiguo régimen; desde el momento en que ha podido someterse a las estupideces de una religión tan insulsa como teníamos la locura de admitir, ya no puede ni dictarme leyes ni transmitirme luces; no le veo más que como un esclavo de los prejuicios y de la superstición.

Pongamos los ojos, para convencernos de esta verdad, sobre los pocos individuos que permanecen adictos a ese culto insensato de nuestros padres; veremos entonces si no son todos enemigos irreconciliables del sistema actual, veremos si no es en su número donde está totalmente comprendida esa casta, tan justamente despreciada, de realistas y de aristócratas. Que el esclavo de un bergante coronado se arrodille, si quiere, a los pies de un ídolo de pasta: ese objeto está hecho para su alma de barro; ¡quien puede servir a reyes debe adorar a dioses! Pero nosotros, franceses, nosotros, compatriotas míos, nosotros, ¿arrastrarnos todavía humildemente bajo frenos tan despreciables? ¡Antes morir mil veces que ser esclavos de nuevo! Puesto que creemos necesario un culto, imitemos el de los romanos: las acciones, las pasiones, los héroes, esos sí que eran objetos respetables. Tales ídolos sublimaban el alma, la electrizaban; hacían más: le comunicaban las virtudes del ser respetado. El adorador de Minerva quería ser prudente. El valor estaba en el corazón de aquél al que se veía a los pies de Marte. Ni un solo dios de estos grandes hombres estaba privado de energía; todos transmitían el fuego en que ellos mismos se abrasaban al alma de quien los veneraba; y como tenían la esperanza de ser adorados también ellos un día, aspiraban a volverse al menos tan grandes como aquellos a los que tomaban por modelo. ¿Qué encontramos en cambio en los vanos dioses del cristianismo? ¿Qué os ofrece, pregunto, esa imbécil religión?
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El insulso impostor de Nazaret
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¿provoca en vosotros el nacimiento de alguna gran idea? Su sucia y repugnante madre, la impúdica María, ¿os inspira algunas virtudes? ¿Y encontráis en los santos con que han adornado su Elíseo algún modelo de grandeza, o de heroísmo, o de virtudes? Es tan cierto que esa estúpida religión no presta nada a las grandes ideas, que ningún artista puede emplear sus atributos en los monumentos que alza; en Roma mismo, la mayoría de los adornos y ornamentos del palacio de los papas tiene sus modelos en el paganismo, y, mientras el mundo subsista, sólo él encenderá el verbo de los grandes hombres.

¿Será en el teísmo
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puro donde encontraremos más motivos de grandeza y de elevación? ¿Será en la adopción de una quimera que, dando a nuestra alma ese grado de energía esencial a las virtudes republicanas, llevará al hombre a amarlas o a practicarlas? Ni lo soñéis; estamos de vuelta de ese fantasma, y ahora el ateísmo es el único sistema de todas las personas que saben razonar. A medida que las luces ilustran se ha comprendido que, por ser inherente el movimiento a la materia, el agente necesario para imprimir ese movimiento se convertía en un ser ilusorio y que, por tener que estar todo cuanto existe en movimiento por esencia, el motor era inútil; se ha comprendido que ese dios quimérico, prudentemente inventado por los primeros legisladores, no era entre sus manos sino otro medio más para encadenarnos y que, reservándose el derecho de hacer hablar sólo ellos a ese fantasma, podían muy bien hacerle decir sólo aquello que apoyaba las leyes ridículas con que pretendían esclavizarnos. Licurgo, Numa, Moisés, Jesucristo, Mahoma, todos esos grandes bribones, todos esos grandes déspotas de nuestras ideas, supieron asociar las divinidades que fabricaban a su desmesurada ambición, y seguros de cautivar a los pueblos con la sanción de tales dioses, tuvieron —cuidado siempre, como se sabe, de interrogarlos sólo a propósito, o de hacerles responder únicamente aquello que creían que podía servirles.

Despreciemos por tanto hoy día tanto el vano dios que los impostores han predicado como todas las sutilezas religiosas que se desprenden de su ridícula adopción; no es con ese sonajero como se puede divertir ya a hombres libres. Que la extinción total de los cultos figure, por lo tanto, en los principios que propaguemos a toda Europa. No nos contentemos con romper los cetros, pulvericemos por siempre los ídolos: no hubo nunca más que un paso de la superstición a la realeza.
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Indudablemente hubo de ser así, puesto que uno de los primeros artículos de la consagración de los reyes era siempre el mantenimiento de la religión dominante como una de las bases políticas que mejor debían sostener su trono. Pero, desde el momento en que ese trono ha sido abatido, desde que lo ha sido felizmente para siempre, no temamos extirpar de igual modo lo que constituía su sostén.

Sí, ciudadanos, la religión es incoherente con el sistema de la libertad; lo habéis notado. El hombre libre jamás se inclinará ante los dioses del cristianismo; jamás sus dogmas, jamás sus ritos, sus misterios o su moral convendrán a un republicano. Un esfuerzo más; puesto que trabajáis por destruir todos los prejuicios, no dejéis subsistir ninguno, porque basta uno sólo para volver a traerlos todos. ¡Y cuánto más seguros no debemos estar de su retorno si el que dejáis vivir es positivamente la cuna de todos los demás! Basta de creer que la religión pueda ser útil al hombre. Tengamos buenas leyes, y podremos prescindir de la religión. Pero se necesita una para el pueblo, dicen; lo divierte, lo contiene. ¡En buena hora! Dadnos pues, en ese caso, la que conviene a los hombres libres. Devolvednos los dioses del paganismo. De buena gana adoraremos a Júpiter, a Hércules o a Palas; pero ya no queremos al fabuloso autor de un universo que se mueve por sí mismo; no queremos ya a un dios sin extensión y que, sin embargo, llena todo con su inmensidad, un dios todopoderoso que no cumple nunca lo que desea, un ser soberanamente bueno que no hace más que descontentos, un ser amigo del orden y por cuyo gobierno todo está en desorden. No, no queremos ya un dios que perturba la naturaleza, que es el padre de la confusión, que mueve al hombre en el momento en que el hombre se entrega a los horrores; tal dios nos hace estremecernos de indignación, y lo relegamos por siempre al olvido, del que el infame Robespierre
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ha querido sacarlo.
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Franceses; sustituyamos ese indigno fantasma por los imponentes simulacros que hacían a Roma dueña del universo; tratemos a todos los ídolos cristianos como hemos tratados a los de nuestros reyes. Hemos vuelto a poner los emblemas de la libertad sobre las bases que sostenían antaño a los tiranos; reedifiquemos igualmente la efigie de los grandes hombres sobre los pedestales de esos polizontes adorados por el cristianismo.
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Dejemos de temer el efecto del ateísmo en nuestros campos; ¿no han sentido los campesinos necesidad del aniquilamiento del culto católico, tan contradictorio con los verdaderos principios de la libertad? ¿No han visto sin temor, y sin dolor, derrocar sus altares y sus presbiterios? ¡Ah! Creed que del mismo modo renunciarán a su ridículo dios. Las estatuas de Marte, de Minerva y de la Libertad serán colocadas en los lugares más ostentosos de sus casas; allí celebrarán una fiesta todos los años; se otorgará la corona cívica al ciudadano que más lo haya merecido de la patria. A la entrada de un bosque solitario, Venus, el Himeneo y el Amor, levantados bajo un templo agreste, recibirán el homenaje de los amantes; será allí donde, por la mano de las Gracias, la belleza coronará a la constancia. No bastará con amar para ser digno de esta corona, será preciso haber merecido serlo: el heroísmo, los talentos, la humanidad, la grandeza de alma, un civismo a toda prueba, éstos son los títulos que se verá obligado a poner el amante a los pies de su amada, y valdrán más que los del nacimiento y de la riqueza que un tonto orgullo exigía antaño. Por lo menos, de ese culto saldrán algunas virtudes, mientras que del que hemos tenido sólo nace la debilidad de profesar crímenes. Este culto se aliará con la libertad a que servimos; la animará, la mantendrá, la encenderá, mientras que el teísmo es por esencia y por naturaleza el enemigo más mortal de la libertad a que nosotros servimos. ¿Costó una gota de sangre cuando los ídolos paganos fueron destruidos en el Bajo Imperio? La revolución, preparada por la estupidez de un pueblo esclavizado, se realizó sin el menor obstáculo. ¿Cómo podemos temer que la obra de la filosofía sea más penosa que la del despotismo? Son únicamente los sacerdotes los que todavía encadenan a los pies de su quimérico dios a este pueblo que tanto teméis iluminar; alejadlos de él y el velo caerá naturalmente. Creed que ese pueblo, mucho más sabio de lo que imagináis, liberado de los hierros de la tiranía, lo estará muy pronto de los de la superstición. Vosotros lo teméis si no tiene ese freno: ¡qué extravagancia! ¡Ah! ¡Creedlo, ciudadanos, aquel a quien la espada material de las leyes no detiene tampoco se detendrá por el temor moral de los suplicios del infierno, de los que se burla desde su infancia. En una palabra, vuestro teísmo ha hecho cometer muchas fechorías, pero jamás ha evitado una sola. Si es cierto que las pasiones ciegan, que su efecto es tender ante nuestros ojos una nube que nos oculte los peligros de que están rodeadas, ¿cómo podemos suponer que los que están lejos de nosotros, como lo están los castigos anunciados por vuestro dios, puedan llegar a disipar esa nube que no disuelve siquiera la espada de las leyes, siempre suspendida sobre las pasiones? Por tanto, si está demostrado que este suplemento de frenos impuesto por la idea de un dios se vuelve inútil, si está probado que es peligroso por sus demás efectos, pregunto: ¿para qué puede, pues, servir, y en qué motivos hemos dé apoyarnos para prolongar su existencia? ¿Se me dirá que no estamos bastante maduros para consolidar aún nuestra revolución de una manera tan manifiesta? ¡Ah, conciudadanos míos, el camino que hemos recorrido desde el 89 era de otro tipo de dificultades que el que nos queda por recorrer, y hemos de trabajar sobre la opinión, para lo que os propongo, mucho menos de lo que la hemos atormentado en todos los sentidos desde la época de la caída de la Bastilla. Creemos que un pueblo lo bastante prudente, lo bastante valiente para conducir a un monarca impúdico desde la cima de las grandezas a los pies del cadalso; que un pueblo que en estos pocos años ha sabido vencer tantos prejuicios, que ha sabido romper tantos frenos ridículos, lo será de sobra para inmolar, para bien y prosperidad de la república, un fantasma mucho más ilusorio de lo que podía serlo el de un rey.

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