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Authors: Brandon Mull

Fablehaven (21 page)

Ella pegó su boca al oído de él.

—Si me juegas una mala pasada, te prometo que te mataré, en serio.

—No lo haré. Yo también estoy asustado.

Él reanudó el avance sigilosamente. Kendra intentó calmarse. Esperar era una tortura. Se planteó rodear el arbusto para echar un vistazo rápido, pero no logró reunir el valor necesario. El silencio era buena señal, ¿verdad? A menos que hubiesen derribado a Seth de manera fulminante con un dardo venenoso.

La pausa se alargó de forma despiadada. Entonces, oyó que Seth retornaba menos cautelosamente que cuando se había ido. Al rodear el arbusto, iba caminando recto y diciendo:

—Ven aquí, tienes que ver esto.

—¿Qué es?

—No asusta.

Kendra rodeó el arbusto con él, tensa aún. Más adelante, en un claro próximo a la cumbre de la colina, vio el origen del fino hilo de humo: un cilindro de piedra, que les llegaría por la cintura aproximadamente, con un cabrestante de madera y un cubo colgando.

—¿Un pozo?

—Sí. Ven a oler.

Se acercaron al pozo. Aun de cerca, el humo que se elevaba seguía siendo vaporoso y poco definido. Kendra se asomó a mirar y clavó la vista en la profunda oscuridad.

—Huele bien.

—A sopa —dijo Seth—. Carne, verduras, especias. —¿Será sólo que tengo hambre? Huele de maravilla. —Opino lo mismo. ¿Deberíamos probar un poco? —¿Echo el cubo? —preguntó Kendra, escéptica. —¿Por qué no? —replicó Seth. —Ahí abajo podría haber criaturas. —No lo creo —dijo él.

—Tú piensas que no es más que un pozo lleno de sopa —se mofó Kendra.

—Te recuerdo que estamos dentro de una reserva mágica.

—Por lo que sabemos, podría ser venenoso.

—Echar un vistazo no puede hacernos ningún daño —insistió Seth—. Me muero de hambre. Además, no todo lo que hay aquí es malo. Apuesto a que aquí es adonde vienen a cenar los habitantes fantásticos del lugar. Mira, si hasta tiene manivela.

Empezó a girar el cabrestante, haciendo descender así el cubo a lo oscuro.

—Yo vigilo —dijo Kendra.

—Buena idea.

Kendra se sintió expuesta. Se encontraban tan lejos aún de la cumbre que no podía ver nada en la otra punta de la colina, pero sí estaban lo bastante altos como para dominar desde allí un amplio panorama de árboles y tierra cuando dirigió la vista pendiente abajo. Con la escasa cobertura que apenas protegía el pozo, le preocupó que unos ojos escondidos pudieran estar espiándolos desde el follaje de abajo.

Seth siguió desenrollando la cuerda e hizo bajar el cubo cada vez más. Al final oyó el chapoteo que indicaba que había tocado el líquido del fondo. La cuerda se aflojó un tanto. Al poco, empezó a enrollarla de nuevo para subir el cubo.

—Deprisa —le apremió Kendra.

—Eso hago. Es muy hondo.

—Tengo miedo de que todos los seres del bosque puedan estar viéndonos. —Ya llega.

Dejó de darle a la manivela y sacó los últimos metros de cuerda con las manos hasta dejar el cubo apoyado en el pretil del pozo.

Kendra se acercó a su lado. Dentro del cubo de madera flotaban en un fragante caldo amarillo trozos de carne, rodajas de zanahoria, patatas cortadas y cebolla.

—Parece un guiso normal y corriente —dijo Kendra.

—Mejor que normal. Yo voy a probar un poco.

—¡Ni se te ocurra! —le advirtió ella.

—Anímate. —Seth cogió con los dedos un trozo de carne que chorreaba caldo y la probó—. ¡Está rico! —anunció. Luego sacó una patata y emitió el mismo veredicto. Inclinando el cubo, sorbió directamente el caldo—. ¡Alucinante! —exclamó—. Tienes que probarlo.

Desde detrás del mismo arbusto que habían utilizado como último escondrijo durante su maniobra de aproximación al pozo emergió una criatura. Se trataba de un hombre desnudo de cintura para arriba. Tenía el pecho llamativamente peludo y un par de afilados cuernos por encima de la frente. De cintura para abajo presentaba unas greñudas patas de cabra. Blandiendo un cuchillo, el sátiro cargó contra ellos.

Kendra y Seth se dieron la vuelta, alarmados al oír el trote de las pezuñas que subían a todo correr por la pendiente.

—La sal —soltó Seth, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos.

Mientras él trataba de coger la sal, Kendra corrió a colocarse detrás del pozo, de modo que éste quedó entre ella y el atacante. Seth no. El se mantuvo donde estaba y, cuando el sátiro se encontraba a un par de pasos de distancia, le tiró un puñado de sal.

El sátiro se detuvo en seco, obviamente sorprendido por la nube de sal. Seth le tiró un segundo puñado y volvió a meter la mano en el bolsillo para coger más. La sal ni chisporroteó ni emitió destello alguno. Pero el sátiro se había quedado anonadado.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó con un murmullo.

—Yo podría preguntarte lo mismo —replicó Seth.

—No, no puedes. Estás echando a perder nuestra operación. —El sátiro embistió de nuevo, pero dejando a Seth a un lado, y cortó la cuerda con el cuchillo—. Ya llega.

—¿Quién?

—Yo me ahorraría las preguntas para más tarde —dijo el sátiro, que enrolló la cuerda hasta dejarla bien tensa en el cabrestante.

A continuación, agarró el cubo y echó a trotar pendiente abajo, derramando la sopa en la carrera.

Kendra oyó, procedente del otro lado de la colina, un rumor de hojas y ramas que se partían. Seth y ella siguieron al sátiro.

Este se metió directamente en el arbusto tras el cual Kendra se había acurrucado un rato antes. Seth y su hermana se ocultaron tras él como había hecho el hombre cabra.

Nada más esconderse, apareció una mujer corpulenta y horripilante que se acercó al pozo. Tenía la cara ancha y chata, y unos lóbulos flácidos que le colgaban casi hasta los fornidos hombros. El pecho deforme le bajaba por dentro de una casaca vasta de confección casera. Su tez, que parecía de piel de aguacate, presentaba una textura rugosa que la hacía parecerse a la pana. Sus cabellos eran canosos y los llevaba revueltos y enmarañados, y su complexión rayaba en la obesidad. El pozo apenas le llegaba a las rodillas, lo que la hacía considerablemente más alta que Hugo. Al andar, se balanceaba a un lado y otro, y respiraba con fuerza por la boca.

Se dobló por la cintura y palpó el pozo, con lo que la estructura de madera recibió un buen mamporro.

—La ogresa no ve tres en un burro —susurró el sátiro.

Al decir esto, la ogresa levantó la cabeza de golpe y refunfuñó en un idioma gutural. Luego se apartó del pozo dando un par de bamboleantes pasos, se sentó en cuclillas y olisqueó la parte del suelo en la que Seth había tirado la sal.

—Aquí ha habió gentes —sentenció en tono acusatorio, con voz ronca y acento marcado—. ¿Dónde estar ustedes gentes?

El sátiro se puso un dedo en los labios. Kendra estaba totalmente inmóvil y trataba de respirar con suavidad, pese a la tensión. Intentó planear en qué dirección saldría corriendo.

La ogresa echó a andar pesadamente pendiente abajo en dirección a su escondrijo, olisqueando arriba y abajo.

—He oído gentes. He olido gentes. Y huelo mi guiso. Otra vez gentes han estado con mi guiso. Salgan ahora mismo pa disculparse.

El sátiro sacudió la cabeza e hizo el gesto de cortarse el cuello con un dedo para enfatizar la orden. Seth se metió una mano en el bolsillo. El sátiro le tocó la muñeca y sacudió la cabeza en gesto de negación, mirándole con el ceño fruncido.

La ogresa había recorrido ya la mitad de la distancia que la separaba del arbusto.

—Ya que a ustedes gentes tanto gusta mi guiso, a lo mejor quieren darse baño en él.

Kendra reprimió el impulso de salir pitando. La ogresa se les echaría encima en cuestión de segundos. Pero parecía que el sátiro sabía lo que hacía. Levantó una mano, indicándoles tácitamente que no se movieran ni hicieran ruido.

Sin previo aviso, algo empezó a formar un alboroto tremendo entre los arbustos, a unos veinte metros a su derecha. La ogresa volvió el cuerpo y se lanzó en dirección al alboroto con una manera de andar poco elegante pero rápida.

El sátiro hizo una señal de afirmación con la cabeza. Los tres salieron gateando del arbusto y echaron a correr colina abajo. A su espalda, la ogresa se detuvo en plena carrerilla y cambió de dirección para ir por ellos. El hombre cabra tiró el cubo en medio de unos setos de espino y brincó para salvar un tronco caído. Kendra y Seth corrieron tras él.

Propulsada por su propio impulso cuesta abajo, Kendra se encontró corriendo a zancadas más largas de lo que hubiera deseado. Cada vez que un pie suyo tocaba el suelo se convertía en una nueva oportunidad para perder el equilibrio y caerse. Seth iba un par de pasos por delante de ella, mientras que el veloz sátiro aumentaba poco a poco la distancia que los separaba.

Sin prestar la menor atención a los posibles obstáculos, la ogresa los perseguía ruidosamente, pisoteando arbustos y arrancando ramas a su paso. Respiraba entrecortadamente, con pitidos y la boca húmeda, y de vez en cuando soltaba alguna maldición, en su idioma ininteligible. Pese a su tamaño descomunal y a su aparente agotamiento, la contrahecha mujerona progresaba a gran velocidad.

La pendiente se niveló. Kendra notó que a su espalda la ogresa sufría una caída, acompañada de los chasquidos de las ramas y de los troncos caídos al partirse debajo de ella, con lo que se creó un estruendo de fuegos artificiales. Kendra echó la vista atrás y vio que la fornida ogresa ya estaba poniéndose de nuevo en pie.

El sátiro los condujo hasta una quebrada no muy honda, donde encontraron la amplia entrada a un túnel oscuro.

—Por aquí —dijo, y se lanzó al interior del túnel a toda velocidad.

Aunque parecía lo suficientemente espacioso como para que la perseguidora cupiera por él, Seth y Kendra le siguieron sin rechistar. El sátiro parecía seguro de lo que hacía y hasta entonces había tenido razón en todo.

El túnel iba volviéndose cada vez más oscuro a medida que se adentraban en él. Unas fuertes pisadas los siguieron. Kendra miró hacia atrás. La ogresa llenaba todo el pasadizo subterráneo, impidiendo el paso de prácticamente toda la luz que se filtraba desde la abertura.

Empezaba a costar distinguir al sátiro. El túnel se estrechó. A escasos metros por detrás de Kendra se oía la respiración entrecortada y las toses de la ogresa. Con suerte, le iba a dar un ataque al corazón y se iba a desplomar allí mismo.

En un momento dado, la oscuridad se tornó absoluta. Entonces, empezó a aparecer algo de luz. El túnel siguió encogiendo. Al poco, Kendra tuvo que avanzar agachada y podía tocar las paredes de ambos lados con las manos. El sátiro aflojó la marcha y miró atrás con una sonrisa maliciosa. Kendra también miró por encima de su hombro para comprobar la situación.

La jadeante ogresa iba a gatas. Entonces, cayó hacia delante sobre la panza para seguir avanzado a rastras, con pitidos y toses. Cuando ya no pudo arrastrarse más, rugió de impotencia, emitiendo un crispado grito gutural. Después se oyó como si vomitase.

Delante de ellos, el sátiro avanzaba a cuatro patas. El pasadizo se inclinaba hacia arriba. Salieron por un boquete a una hondonada en forma de cuenco. Esperándolos fuera había otro sátiro. Este tenía la pelambre más rojiza que el primero, así como unos cuernos algo más largos. Una vez fuera, les hizo una señal para que le siguieran.

Los dos sátiros y los dos niños corrieron como locos por el bosque unos cuantos minutos más. Al llegar a un claro con un pequeño estanque, el sátiro pelirrojo se detuvo y se dio la vuelta para mirar a los demás.

—¿Qué pretendíais? ¿Arruinar nuestra operación? —preguntó.

—Menuda chapuza —coincidió el otro sátiro.

—No lo sabíamos —dijo Kendra—. Creímos que era un pozo.

—¿Creísteis que una chimenea era un pozo? —protestó el pelirrojo—. ¿He de suponer que a veces confundís también los carámbanos con las zanahorias? ¿O las carretas con los retretes?

—Tenía un cubo —dijo Seth.

—Y salía del suelo —añadió Kendra.

—Tienen parte de razón —admitió el otro sátiro.

—Estabais en el tejado de la madriguera de la ogresa —les explicó el pelirrojo.

—Ahora lo entendemos —dijo Seth—. Pensábamos que era una colina.

—No hay nada malo en birlarle un poco de sopa de su caldero —siguió diciendo el pelirrojo—. Nosotros procuramos ser generosos con lo que tenemos. Pero es preciso aplicar cierta dosis de delicadeza. Un poquito de finura. Al menos esperad a que la vieja señora se duerma. ¿Quiénes sois, de todos modos?

—Seth Sorenson.

—Kendra.

—Yo soy Newel —dijo el pelirrojo—. Este es Doren. ¿Os hacéis cargo de que seguramente tendremos que idear todo un nuevo sistema de extracción?

—La ogresa destruirá el viejo —aclaró Doren.

—Casi costará más esfuerzo que cocinarnos nosotros mismos nuestro propio guiso —añadió Newel, enfurruñado.

—Nunca nos queda tan bien como a ella —se lamentó Doren.

—Tiene un don —coincidió Newel.

—Lo sentimos mucho —se disculpó Kendra—. Estábamos un poco perdidos.

Doren le restó importancia moviendo la mano.

—No os preocupéis. Es que nos hace gracia ponernos chulitos. Si lo que hubieseis echado a perder fuera nuestro vino, sería otro cantar.

—Aun así —intervino Newel—, un tío tiene que comer, y guiso gratis es guiso gratis.

—Encontraremos la manera de compensaros —aseguró Kendra.

—Nosotros también —dijo Newel.

—Por casualidad, ¿no tendréis... pilas? —preguntó Doren. —¿Pilas? —preguntó Seth, arrugando la nariz. —Tamaño C —puntualizó Newel. Kendra se cruzó de brazos. —¿Por qué queréis pilas?

—Porque brillan —respondió Newel, dándole un codazo a Doren.

—Las veneramos —explicó Doren, y asintió con expresión de sabiduría—. Para nosotros son como pequeñas deidades.

Los chicos miraron atónitos a los hombres cabra, sin saber muy bien cómo continuar la conversación. Era evidente que mentía.

—De acuerdo —concedió Newel—. Es que tenemos una tele portátil.

—No se lo digáis a Stan.

—Teníamos un montón de pilas, pero se nos han terminado.

—Y nuestro suministrador ya no trabaja aquí.

—Podríamos llegar a un arreglo. —Newel abrió las manos en gesto diplomático—. Un puñado de pilas en muestra de arrepentimiento por habernos fastidiado el trasvase de guiso.

—Luego, podemos hacer negocios con otras cosas. Oro, birras, lo que se os ocurra. —Doren bajó un poco el volumen y añadió—: Por supuesto, tendríamos que mantener en secreto el acuerdo.

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