Authors: Brandon Mull
Los palitos estaban preparados. Lena empezó a saltarlos.
—Me impresiona la tranquilidad con que la mayoría de los mortales se toma el debilitamiento del cuerpo. Patton. Tus abuelos. Muchos otros. Simplemente, lo aceptan. A mí siempre me ha dado miedo envejecer. Su inevitabilidad me tortura. Desde que dejé el estanque, la perspectiva de la muerte ha sido como una sombra amenazadora que no ha dejado de acompañarme ni un momento desde algún rincón de mi mente.
Saltó el último palito y dejó solamente uno en el tablero. No era la primera vez que Kendra veía cómo lo hacía, pero aún no había conseguido copiar sus movimientos.
Lena suspiró suavemente.
—Debido a mi naturaleza, puede que tenga que soportar la vejez durante muchas más décadas que los seres humanos normales y corrientes. El humillante broche final de la condición mortal.
—Por lo menos eres un genio saltando palitos —apuntó Kendra. Lena sonrió.
—Mi solaz en el invierno de la vida.
—Todavía puedes pintar, y cocinar, y hacer toda clase de cosas.
—No es mi intención quejarme. Estos no son problemas que deban compartirse con las mentes jóvenes.
—No pasa nada. No me estás asustando. Tienes razón, en el fondo no soy capaz de verme de adulta. Una parte de mí se pregunta si de verdad algún día llegará el instituto. A veces creo que tal vez moriré joven.
La puerta de la casa se abrió y el abuelo asomó la cabeza.
—Kendra, necesito deciros algo a Seth y a ti.
—Vale, abuelo.
—Ven al estudio.
Lena se puso de pie e hizo un gesto a Kendra para indicarle que debía darse prisa. Kendra entró en la casa y siguió al abuelo al estudio. Seth estaba ya allí, sentado en una de las sillas extra—grandes, tamborileando con los dedos sobre el reposabrazos. Kendra ocupó la otra silla, mientras el abuelo tomaba asiento detrás de la mesa.
—Pasado mañana es 21 de junio —dijo el abuelo—. ¿Conoce alguno de vosotros dos lo que significa esa fecha?
Kendra y Seth cruzaron una mirada.
—¿Tu cumpleaños? —tanteó Seth.
—El solsticio de verano —respondió el abuelo—. El día más largo del año. La noche previa constituye una festividad para las criaturas fantásticas de Fablehaven en la que dan rienda suelta a sus pasiones. Cuatro noches al año pueden disolverse los límites que definen los diferentes espacios en los que puede adentrarse cada clase de seres. Esas noches de fiesta por todo lo alto resultan esenciales a la hora de mantener la segregación impuesta en el lugar en circunstancias normales. La noche del solsticio de verano, los únicos límites que impiden el paso a una zona donde ninguna criatura puede entrar a sus anchas y en la que no puede causar daños son las paredes de esta casa. A no ser que se les invite, no pueden entrar aquí.
—¿La noche del solsticio de verano es mañana? —preguntó inquieto Seth.
—No quería decíroslo con demasiada antelación para que no os entrara el pánico. Mientras obedezcáis mis indicaciones, la noche transcurrirá sin incidentes. Habrá mucho alboroto, pero estaréis a salvo.
—¿En qué otras fechas pierden el control? —preguntó Kendra.
—En el solsticio de invierno y en los dos equinoccios. La noche del solsticio de verano suele ser la más desmadrada de las cuatro.
—¿No podemos verlo por las ventanas? —preguntó Seth entusiasmado.
—No —respondió el abuelo— Ni disfrutaríais de las vistas. Las noches de festejos, las pesadillas cobran vida y rondan por el jardín. Ancestrales entes de una maldad suprema patrullan la oscuridad en busca de presas. Os iréis a dormir a la caída de la tarde. Os pondréis tapones para los oídos. Y no os levantaréis hasta que el amanecer disipe los horrores de la noche.
—¿Deberíamos dormir en tu habitación? —preguntó Kendra.
—El cuarto de juegos del desván es el lugar más seguro de la casa. En él se han colocado protecciones extra, como precaución para los niños. Aun cuando, por cualquier desgracia, algún mal bicho entrara en la casa, vuestro cuarto seguiría siendo seguro.
—¿Alguna vez ha entrado algo en la casa? —preguntó Kendra.
—Nada indeseado ha vulnerado las paredes de este hogar —respondió el abuelo—. Aun así, todo cuidado es poco. Mañana ayudaréis a preparar unas cuantas defensas, para que podamos contar con un estrato más de protección. Debido a la reciente trifulca con las hadas, temo que esta noche de solsticio resulte particularmente caótica.
—¿Alguna vez ha muerto alguien aquí? —preguntó Seth—. Quiero decir dentro de la finca.
—Deberíamos dejar ese tema para otro momento —respondió el abuelo, poniéndose en pie.
—El tipo aquel que se transformó en semillas de diente de león —apuntó Kendra.
—¿Nadie más? —insistió Seth.
El abuelo los observó seriamente unos segundos.
—Tal como vais aprendiendo, estas reservas están llenas de peligros. En el pasado se han producido accidentes. Por lo general, dichos accidentes tuvieron como víctimas a personas que se aventuraron por zonas en las que no tenían permiso para entrar, o que metieron las narices en asuntos que escapaban a su comprensión. Si seguís mis normas, no deberíais tener nada de lo que preocuparos.
***
El sol no se había elevado mucho aún sobre la línea del horizonte cuando Seth y Dale salieron andando por la pista llena de rodadas que partía del granero. Seth nunca se había fijado específicamente en aquel camino de carretas lleno de hierbajos. El camino empezaba en el extremo más alejado del granero y se dirigía al bosque. Después de serpentear unos metros entre los árboles, la pista cruzaba una gran pradera.
Por encima de sus cabezas, sólo unos cuantos jirones de nubes interrumpían el brillante azul del cielo. Dale andaba con brío, obligando a Seth a apretar el paso para no quedarse rezagado. Seth empezaba ya a empaparse de sudor. El cálido día prometía ser muy caluroso hacia el mediodía.
Seth se mantenía atento a la aparición de cualquier criatura interesante. En la pradera vio aves, ardillas y conejos, pero nada sobrenatural.
—¿Dónde se han metido todos los animales mágicos? —preguntó.
—Ésta es la calma antes de la tempestad —explicó Dale—. Calculo que la mayoría estará descansando para esta noche.
—¿Qué clase de monstruos saldrán esta noche?
—Stan me avisó de que probablemente tratarías de sonsacarme información. Más te vale no ser tan curioso sobre esta clase de cosas.
—¡Lo que me hace ser curioso es que no me lo cuentes!
—Es por tu propio bien —repuso Dale—. Por un lado, al contártelo podrías asustarte. Y por otro lado, al contártelo podrías sentir aún más curiosidad.
—Si me lo cuentas, te prometo que dejaré de ser curioso.
Dale sacudió la cabeza.
—¿Qué te hace pensar que podrás mantener esa promesa?
—No creo que pueda sentir más curiosidad de la que siento ya en estos momentos. No saber algo es lo más duro.
—Bueno, a decir verdad no puedo dar una respuesta muy satisfactoria a tu pregunta. ¿He visto cosas espeluznantes en el tiempo que llevo aquí? Puedes estar seguro de ello. Y no sólo las noches festivas. ¿He mirado furtivamente por la ventana durante una noche festiva? Una o dos veces, cómo no. Pero he aprendido a dejar de mirar. Las personas no estamos hechas para contemplar cosas de ese estilo. Luego, cuesta conciliar el sueño. Ya no miro. Lena tampoco, ni vuestro abuelo ni vuestra abuela. Y nosotros somos adultos.
—¿Qué viste?
—¿Qué tal si cambiamos de tema?
—Me estás matando. ¡Tengo que saberlo!
Dale se detuvo y se volvió para mirarle.
—Seth, tú sólo crees que quieres saber. Parece que saber no hace daño, mientras te paseas bajo un cielo azul y despejado una agradable mañana en compañía de un amigo. Pero ¿qué pasará mañana cuando estés a solas en tu cuarto, en medio de la oscuridad, cuando la noche se llene de sonidos antinaturales? Es probable que lamentes haberme hecho ponerle cara a lo que gime al otro lado de la ventana.
Seth tragó saliva. Alzó la vista hacia Dale con los ojos como platos.
—¿Qué clase de cara?
—Vamos a dejarlo ahí. Todavía hoy, cuando estoy por aquí fuera después de la puesta del sol, me arrepiento de haber mirado. Cuando seas unos años mayor, llegará un día en que tu abuelo te dará la oportunidad de mirar por la ventana durante una noche festiva. Si empiezas a sentir mucha curiosidad, posponía hasta ese momento. En mi caso, si pudiera dar marcha atrás, evitaría por completo mirar por la ventana.
—Es fácil de decir cuando ya lo has hecho.
—No es fácil de decir. Pagué un alto precio para poder decirlo. Muchas noches en vela.
—¿Qué puede ser tan malo? Puedo imaginarme algunas cosas que ponen los pelos de punta.
—Yo pensaba lo mismo. No supe apreciar que imaginar y ver son cosas muy diferentes.
—Si ya miraste una vez, ¿por qué no volver a hacerlo?
—No quiero ver nada más. Prefiero imaginarme las escenas el resto de mi vida.
Dale echó a andar otra vez.
—Aun así, sigo queriendo saber —replicó Seth.
—Las personas inteligentes aprenden de sus errores. Pero las inteligentes de verdad aprenden de los errores de los otros. Y no te pongas mohíno; estás a punto de ver una cosa impresionante. Y ni siquiera te provocará pesadillas.
—¿Qué?
—¿Ves el sendero que sube por encima de ese montículo? —Sí.
—La sorpresa está al otro lado. —¿Estás seguro? —Por completo.
—Más vale que no sea otra hada —replicó Seth. —¿Qué problema hay con las hadas?
—A estas alturas he visto ya como un billón, y además me convirtieron en morsa. —No es un hada.
—¿No será una cascada o algo así? —preguntó, receloso. —No, te va a gustar.
—Bien, porque me estás dando esperanzas. ¿Es peligroso? —Podría ser, pero estaremos a salvo. —Démonos prisa.
Seth subió a toda velocidad el montículo. Echó la vista atrás hacia Dale, que seguía caminando, lo cual no era buena señal. Si la sorpresa era peligrosa, a Dale no le habría hecho gracia que echara a correr.
Una vez en lo alto del montículo, Seth se detuvo y miró atentamente la suave bajada del otro lado. A menos de cien metros de distancia, una criatura descomunal se abría paso por un henar, empuñando un par de guadañas enormes. La inmensa criatura segaba amplias extensiones de alfalfa a un ritmo incesante, haciendo silbar y sonar las dos guadañas sin la menor pausa.
Dale se reunió con Seth en lo alto del montículo.
—¿Qué es? —preguntó Seth.
—Nuestro golem, Hugo. Ven a ver.
Dale abandonó el camino de carretas y empezó a cruzar el campo en dirección al afanoso Goliat.
—¿Qué es un golem? —preguntó Seth, corriendo tras él. —Observa. —Dale elevó la voz—. ¡Detente, Hugo! Las guadañas detuvieron la siega en mitad del movimiento. —¡Hugo, ven!
El hercúleo segador se dio la vuelta y trotó hacia ellos con unas zancadas largas y saltarinas. Seth notaba que el suelo vibraba a medida que Hugo se acercaba. Asiendo aún las guadañas, el gigantesco golem se detuvo delante de Dale, alto como una torre a su lado.
—¿Está hecho de arena? —preguntó Seth.
—De tierra, arcilla y piedra —respondió Dale—. Un poderoso brujo le otorgó la apariencia de la vida. Hugo fue donado a la reserva hace un par de siglos.
—¿Cuánto mide?
—Casi dos metros setenta cuando se yergue. La mayor parte del tiempo está encorvado y sólo alcanza menos de dos metros cuarenta.
Seth miró embobado aquel mastodonte. Por la forma, parecía más un simio que un humano. Aparte de su altura impresionante, Hugo contaba con unos brazos anchos y gruesos, igual que sus piernas, y tenía unas manos y unos pies desproporcionadamente grandes. Aquí y allá le brotaban del cuerpo terroso penachos de hierba y algún que otro diente de león. Tenía la cabeza alargada y la mandíbula cuadrada. La nariz, la boca y las orejas eran rasgos burdos. Los ojos eran dos huecos vacíos debajo de una frente protuberante. —¿Sabe hablar?
—No. Intenta cantar. ¡Hugo, cántanos una canción!
La gran boca empezó a abrirse y cerrarse y de ella salió una serie de graves rugidos, unos largos, otros cortos, ninguno de ellos especialmente parecido a nada musical. Hugo echaba la cabeza hacia delante y hacia atrás, como si se meciera al son. Seth trató de aguantar la risa.
—Hugo, deja de cantar.
El golem guardó silencio.
—No es muy bueno —dijo Seth.
—Más o menos igual de musical que un corrimiento de tierras. —¿Le da corte?
—Él no piensa igual que nosotros. No se alegra ni se entristece; no se enfada ni se aburre. Es como un robot. Hugo, simplemente, obedece órdenes.
—¿Puedo decirle que haga cosas?
—Si le ordeno que te obedezca, sí —respondió Dale—. De lo contrario, sólo me escucha a mí, a Lena y a tus abuelos. —¿Qué más sabe hacer?
—Bastantes cosas. Realiza toda clase de trabajos manuales. Haría falta reunir a un nutrido equipo para poder hacer toda la faena que hace él aquí. Hugo no duerme nunca. Si le dejas un listado de tareas, se pasará la noche entera trabajando.
—Quiero decirle que haga una cosa.
—Hugo, deja las guadañas —le ordenó Dale.
El golem depositó las guadañas en el suelo.
—Hugo, éste es Seth. Hugo obedecerá la siguiente orden de Seth.
—¿Ya? —preguntó Seth.
—Di su nombre antes, para que sepa que te estás dirigiendo a él.
—Hugo, haz la rueda.
Hugo levantó las manos y se encogió de hombros. —No entiende lo que quieres decir —le explicó Dale—. ¿Tú sabes hacerlo? —Sí.
—Hugo, Seth te va a mostrar una rueda. Seth levantó los brazos al frente, se agachó de lado e hizo una rueda algo chapucera.
—Hugo —dijo Dale—, obedece la siguiente orden de Seth. —Hugo, haz una rueda.
El golem levantó los brazos, ladeó el tronco y realizó una rueda bastante poco elegante. El suelo tembló.
—No está mal para ser la primera vez —dijo Seth.
—Ha imitado la tuya. Hugo, cuando hagas otra rueda, mantén el cuerpo recto y alineado en un solo plano, como si fuera una rueda girando. ¡Hugo, haz la rueda!
Esta vez, Hugo ejecutó una rueda casi perfecta. Sus manos dejaron una huella en la superficie del campo.
—Aprende rápido —admiró Seth.
—Al menos, cualquier ejercicio físico. —Dale se puso las manos en las caderas—. Estoy harto de tanto andar. ¿Qué te parece si le decimos a Hugo que nos lleve a nuestra siguiente parada?