Authors: Brandon Mull
—¿Le vendría bien un aprendiz? —preguntó Seth.
—Guárdate esa idea para dentro de unos seis años.
Maddox guiñó un ojo en dirección a Kendra.
—¿Quién compra hadas? —preguntó ella.
—Gente que dirige reservas, como tu abuelo. Unos cuantos coleccionistas privados. Y otros tratantes.
—¿Existen muchas reservas? —preguntó Seth.
—Montones —respondió Maddox—. Están en los siete continentes.
—¿También en la Antártida? —preguntó Kendra.
—En la Antártida hay dos, pero una es subterránea. Es un entorno muy duro. Pero idóneo para determinadas especies.
Kendra tragó un trozo de cerdo.
—¿Por qué la gente no descubre estos santuarios?
—Desde hace miles de años ha existido una red mundial de personas dedicadas en cuerpo y alma a mantener en secreto las reservas —respondió el abuelo—. Cuentan con el respaldo de antiguas fortunas, reunidas en un fondo común. Sirve para pagar sobornos. Para cambiar de ubicación cuando hace falta.
—También ayuda el que la mayoría de la gente no pueda ver estos bichitos —aclaró Maddox—. Con los permisos adecuados, es posible pasar mariposas por las aduanas. Y si no es posible, existen otros medios para cruzar las fronteras.
—Las reservas son el último refugio de muchas especies antiguas y maravillosas —continuó el abuelo—. El objetivo es impedir que estos seres de fábula desaparezcan.
—Amén —dijo Maddox.
—¿Te ha ido bien esta temporada? —preguntó Dale.
—Por lo que respecta a las capturas, las ganancias menguan de año en año. He hecho unos cuantos hallazgos increíbles en la naturaleza. Uno de ellos no te lo vas a creer. Adquirí varios especímenes raros procedentes de reservas del sudeste asiático e Indonesia. Estoy seguro de que podemos llegar a algún acuerdo. Os daré más detalles cuando nos reunamos en el estudio.
—Chicos, seréis bienvenidos si queréis asistir —les invitó el abuelo.
—¡Genial! —exclamó Seth, muy contento.
Kendra tomó otro bocado más de aquel suculento cerdo asado. Todo lo que preparaba Lena era de primera categoría. Todo siempre perfectamente sazonado, siempre acompañado de deliciosas salsas y guarniciones. Kendra nunca había tenido quejas sobre la manera de cocinar de su madre, pero lo de Lena era un caso aparte.
El abuelo y Maddox hablaron sobre varias personas a las que Kendra no conocía, otros sujetos involucrados en el secreto mundo de los aficionados a las hadas. Pensó que tal vez Maddox preguntaría por la abuela, pero al final no se habló de ella en la conversación.
Maddox mencionó en repetidas ocasiones el lucero de la noche. El abuelo pareció muy interesado en el tema. Corrían rumores de que el lucero de la noche estaba formándose de nuevo. Una mujer aseguraba que había intentado reclutarla. Se rumoreaba algo sobre un ataque del lucero de la noche.
Kendra no pudo resistir la tentación de intervenir.
—¿Qué es el lucero de la noche? Suena como una expresión en clave.
Maddox lanzó al abuelo una mirada de incertidumbre. El abuelo le respondió con un gesto afirmativo de la cabeza.
—La Sociedad del Lucero de la Noche es una misteriosa organización que todos esperábamos que se hubiese extinguido hace décadas —le explicó Maddox—. Su relevancia ha ido variando a lo largo de los siglos. Justo cuando crees que acaban de desaparecer, empiezan a oírse rumores sobre ellos otra vez.
—Se dedican a apoderarse de las reservas con el fin de utilizarlas para sus propios fines perversos —aclaró el abuelo—. Los miembros de la sociedad entablan tratos con demonios y con practicantes de magia negra.
—¿Van a atacarnos? —preguntó Seth.
—No es muy probable —respondió el abuelo—. Las reservas están protegidas por una magia poderosa. Pero de todos modos presto atención a las noticias. Ser cauteloso rara vez hace daño.
—¿Por qué lo de lucero de la noche? —preguntó Kendra—. Es un nombre tan bonito...
—El lucero de la noche anuncia la noche —explicó Maddox. Todos reflexionaron en silencio. Maddox se limpió la boca con una servilleta—. Lo siento. No es un tema muy alegre del que hablar mientras cenamos.
Después de la cena, Lena quitó la mesa y se fueron todos al estudio. De camino, Maddox recogió varias cajas y cajones de embalaje del vestíbulo. Dale, Seth y Kendra le ayudaron. Las cajas tenían orificios, evidentemente para que las criaturas que había dentro pudieran respirar. Pero Kendra no consiguió ver nada a través de ellos. Estaban todos obstruidos.
El abuelo se acomodó tras el gran escritorio, Dale y Maddox se quedaron con los sillones extra grandes, Lena se apoyó en el alféizar, mientras que Kendra y Seth se sentaron en el suelo.
—En primer lugar —empezó Maddox, inclinándose y liberando el cierre de un gran cajón negro—, tenemos unas cuantas hadas llegadas de una reserva de Timor.
Abrió la trampilla y salieron ocho hadas. Dos diminutas, de menos de tres centímetros de alto, volaron como flechas hacia la ventana. Eran de color ámbar y tenían las alas como las de las moscas. Una de ellas aporreó el cristal de la ventana con un puñito minúsculo. Un hada de gran tamaño, de más de diez centímetros de alto, revoloteó delante de Kendra. Parecía una habitante de los mares del Sur en miniatura, con alas de libélula en la espalda y otras diminutas en los tobillos.
Tres de las hadas tenían alas de mariposa con unos complicados dibujos que parecían representar vidrieras. Otra de ellas tenía unas alas negras como la pez. La última tenía unas alas velludas y el cuerpo cubierto de una pelusilla azul claro.
—¡Mira! —dijo Seth—. Ésa de ahí es peluda.
—Es un duendecillo aterciopelado que mora en las fontanas y que sólo se encuentra en la isla de Roti —le explicó Maddox.
—A mí me gustan las pequeñas —dijo Kendra.
—Son de una variedad más común, merodean por la península de Malasia —dijo Maddox.
—Qué rápidas son —comentó Kendra—. ¿Por qué no huyen?
—Cazar un hada la deja sin sus poderes —le explicó Maddox—. Si la metes en una jaula o en una habitación cerrada, como ésta, no puede utilizar su magia para escapar. Mientras están confinadas, se vuelven bastante dóciles y obedientes.
Kendra frunció el entrecejo.
—¿Cómo sabe el abuelo que se quedarán en el jardín si las compra?
Maddox guiñó un ojo al abuelo.
—Esta cría no se anda con rodeos. —Se volvió para mirar a Kendra—. Las hadas son criaturas muy territoriales, no migratorias. Si las colocas en un entorno habitable, se quedan en él. Especialmente si se trata de un entorno como Fablehaven, lleno de jardines y comida en abundancia y otros bichos encantados.
—Estoy seguro de que puedo llegar a un trato para el duendecillo de fontana —dijo el abuelo—. Las hadas del mar Banda son también muy bonitas. Podremos acordar la transacción más tarde.
Maddox golpeó varias veces con la palma de la mano en un lado del cajón y las hadas regresaron. Las que tenían las alas como vidrieras se tomaron su tiempo, deslizándose perezosamente por el aire. Las pequeñas se metieron a toda velocidad. El duendecillo de fontana ascendió hasta lo alto de un rincón de la habitación. Maddox volvió a golpear el lateral del cajón y lanzó una orden con voz firme en un idioma que Kendra no comprendió. El hada peluda bajó volando al cajón.
—A continuación tenemos unas hadas nocturnas albinas procedentes de Borneo.
De una caja salieron volando tres hadas blancas como la leche, con unas alas como las de las polillas, salpicadas de motitas negras.
Maddox prosiguió con su exhibición de grupos de hadas de características especiales. A continuación, empezó a sacarlas una por una. A Kendra, un par de ellas le resultaron desagradables. Una tenía espinas en las alas, y cola. Otra era reptiliana, cubierta de escamas. Maddox les mostró su capacidad camaleónica para confundirse con diferentes fondos.
—Y ahora mi gran hallazgo —anunció Maddox, frotándose las manos—. A esta damisela la capturé en un oasis en lo más recóndito del desierto de Gobi. Sólo he visto otra más de su especie. ¿Podríamos bajar las luces?
Dale se puso en pie de un salto y apagó las luces.
—¿Qué es? —preguntó el abuelo.
Por toda respuesta, Maddox abrió la última caja. De ella subió volando un hada deslumbrante que tenía las alas como rutilantes velos de oro. Por debajo arrastraba tres relucientes plumas, cual elegantes cintas de luz. El hada se mantuvo gloriosamente inmóvil en el centro de la habitación, con un porte regio.
—¿Un arpa yinn? —preguntó el abuelo, atónito.
—Concédenos una canción, te lo ruego —pidió Maddox.
Y repitió la petición en otro idioma.
El hada lució con más intensidad aún, lanzando destellos. La música que se oyó a continuación era hechizante. La voz hizo imaginar a Kendra una miríada de cristales vibrantes. El canto sin palabras poseía la fuerza de un aria operística, mezclada con la dulzura de una canción de cuna. Era nostálgica, arrebatadora, esperanzada y profundamente conmovedora.
Permanecieron todos inmóviles en sus asientos hasta que el canto tocó a su fin. Cuando hubo terminado, Kendra quiso aplaudir, pero le pareció que era un instante demasiado sagrado para ello.
—Verdaderamente eres espléndida —dijo Maddox, y repitió el cumplido en aquella lengua extranjera otra vez. ¿Sería chino?
Dio unos golpecitos con la palma de la mano en el lateral de la caja y el hada desapareció en ella dibujando un luminoso arabesco.
La habitación, en su ausencia, parecía oscura y muerta. Kendra parpadeó para borrar de su retina las manchas luminosas que había dejado al desaparecer.
—¿Cómo hiciste semejante hallazgo? —preguntó maravillado el abuelo.
—Oí unas leyendas cerca de la frontera mongola. Me costó casi dos meses de condiciones durísimas dar con ella.
—La otra arpa yinn que conozco posee su propio santuario en una reserva tibetana —les explicó el abuelo—. Se creía que era única. Los entendidos en hadas acuden desde los cuatro puntos cardinales para admirarla.
—Entiendo por qué —dijo Kendra.
—¡Qué oferta tan especial, Maddox! Gracias por traerla a nuestra casa.
—Estoy mostrándola en todo el circuito antes de aceptar ofertas —aclaró Maddox.
—No sé si podría permitirme un lujo así, pero avísame cuando esté disponible. —Tras ponerse en pie, el abuelo miró el reloj de pie y dio una palmada—. Parece que es hora de que todos los menores de treinta años enfilen hacia la cama.
—¡Pero si es muy pronto aún! —protestó Seth.
—Nada de quejas. Tengo asuntos de negocios que tratar con Maddox esta noche. No podemos tener a jovenzuelos incordiándonos. Es preciso que permanezcáis en vuestro cuarto, por mucho barullo que oigáis aquí abajo. Nuestras... negociaciones pueden resultar algo movidas. ¿Entendido?
—Sí —dijo Kendra.
—Yo quiero participar en las negociaciones —repuso Seth.
El abuelo sacudió la cabeza.
—Es algo muy aburrido. Que durmáis bien, chicos.
—Por animado que sea lo que creáis oír —añadió Maddox cuando Kendra y Seth se disponían a salir del estudio—, no estaremos celebrando ninguna fiesta.
Los tablones del suelo crujieron levemente cuando Kendra y Seth bajaron las escaleras de puntillas. La luz del alba se filtraba por entre los postigos cerrados y las cortinas corridas. La casa estaba en silencio. Todo lo contrario de la noche anterior.
Entonces, metidos debajo de las sábanas en la oscuridad del desván, Kendra y Seth creyeron que les iba a ser imposible pegar ojo mientras escuchaban aquellas risas estentóreas, los portazos y el resonar constante de conversaciones a voz en grito. Cuando abrían la puerta para fisgar y enterarse de lo que se cocía en aquel festejo, se encontraban siempre a Lena sentada al pie de las escaleras del desván, leyendo un libro.
—Volved a la cama —les decía cada vez que se aventuraban a una misión de reconocimiento—. Vuestro abuelo no ha terminado de negociar.
Al final, Kendra acabó durmiéndose. Pensó que lo que finalmente la había despertado por la mañana era el silencio. Rodó sobre sí misma para salir de la cama. Seth también se levantó. Ahora bajaban sigilosamente las escaleras con la esperanza de ver algo de los estragos de la parranda de la noche anterior.
En el vestíbulo se encontraron con que el perchero metálico había caído al suelo, rodeado de triángulos ganchudos de cristal roto. Un cuadro yacía boca abajo, con el marco partido. Y en la pared, pintado con tiza naranja, alguien había garabateado un símbolo arcaico.
Entraron silenciosamente en el salón. Las mesas y las sillas habían quedado patas arriba. Las pantallas de las lámparas colgaban torcidas y con desgarrones. Por todas partes había esparcidos vasos, botellas y platos vacíos, muchos de ellos partidos o rotos. Había una maceta de barro hecha pedazos, alrededor de un montón de tierra y de los restos de una planta. Aquí y allá aparecían manchas de comida: queso fundido solidificado en la alfombra, salsa de tomate secándose en el brazo de un sillón doble, un pastelito aplastado que rezumaba crema por encima de una otomana.
El abuelo Sorenson roncaba en el sofá, con una cortina a modo de manta. La cortina llevaba la vara aún inserta. El abuelo se abrazaba a un cetro de madera como si fuese un osito de peluche. El extraño báculo estaba decorado con un grabado de enredaderas que se enroscaban a lo largo y rematado con una enorme copa de pino. Pese al barullo que habían oído la noche anterior, el abuelo era lo único que quedaba.
Seth salió distraídamente en dirección al estudio. Kendra se disponía a seguirle cuando reparó en un sobre que había en una mesa cerca de su abuelo. Alguien había roto el grueso sello de cera color carmesí, y del sobre asomaba un papel plegado que invitaba a que lo cogieran.
Kendra miró al abuelo Sorenson. Daba la espalda a la carta y no mostraba la menor señal de ir a despertarse.
Si tenía una carta que no deseaba que nadie leyera, no debería dejarla abierta y expuesta a cualquiera que pasara por allí, ¿verdad? No era como si estuviese robándola, sin abrir, del buzón del abuelo. Además, tenía un montón de preguntas sin responder sobre Fablehaven, una de las cuales, y no la menos acuciante, se refería a lo que de verdad pasaba con su abuela.
Kendra se acercó cuidadosamente a la mesa, con cierta sensación de intranquilidad en el estómago. A lo mejor debería pedirle a Seth que la leyese. Invadir la privacidad de otra persona no era realmente su fuerte.