Assad achicó los ojos y luego señaló discreto con la cabeza hacia el compañero sentimental de Mie Nørvig.
Carl le devolvió el gesto igual de discreto. Assad tenía buena vista.
—Usted es también abogado, ¿verdad, Herbert? —preguntó Carl.
—Bueno, eso es mucho decir —repuso—. Pero lo he sido. Me jubilé en 2001. Pero sí, hasta entonces ejercí en la audiencia provincial.
—Y antes fue compañero de bufete de Philip Nørvig, ¿verdad?
La respuesta llegó en un registro algo más bajo.
—Sí, mantuvimos una colaboración magnífica hasta que decidimos ir cada cual por su lado en 1983.
—Entonces, si he entendido bien, eso fue tras las acusaciones contra Philip Nørvig y su ruptura con Curt Wad —continuó Carl.
Herbert Sønderskov frunció el entrecejo. Aquel jubilado algo encorvado tenía muchos años de experiencia en retirar acusaciones de los hombros de sus clientes, y ahora estaba valiéndose de su experiencia para protegerse a sí mismo.
—A mí, por supuesto, no me gustaban los asuntos en los que andaba metido Philip; pero la ruptura entre nosotros se debió a cuestiones más prácticas.
—¿Prácticas? Ya lo creo. Se llevó a sus clientes y a su mujer —llegó el comentario seco de Assad. Tal vez demasiado audaz—. ¿Eran de verdad buenos amigos cuando desapareció? ¿Y dónde estaba usted cuando ocurrió?
—Pero bueno, ¿ahora va a acusarme a mí?
Herbert Sønderskov se volvió hacia Carl.
—Creo que debería contar a su ayudante que en todo ese tiempo he conocido a muchos policías, y me he enfrentado casi a diario a ese tipo de indirectas e insidias. Pero no estoy acusado de nada, nunca lo he estado, ¿vale? Además, en aquella época estaba en Groenlandia. Estuve allí trabajando medio año, y no volví a Dinamarca hasta después de desaparecer Philip. Creo que un mes después, y por supuesto que puedo probarlo.
Fue entonces cuando se volvió hacia Assad para ver si su contraataque había forzado una adecuada mirada contrita en su rostro, pero la buscó en vano.
—Caramba. Además, mientras tanto la mujer de Philip Nørvig había quedado libre, ¿verdad? —continuó Assad.
Aunque parezca extraño, Mie Nørvig no hizo ningún comentario ante las travesuras de Assad. ¿Pensaría ella lo mismo?
—Oiga, esto es demasiado.
Herbert Sønderskov pareció haber envejecido de repente, pero eso no evitó que la mordacidad de otros tiempos siguiera al acecho.
—Les hemos abierto la puerta de nuestra casa y los hemos tratado bien, y ahora tenemos que oír estas cosas. Si es así como trabaja la Policía hoy en día, creo que voy a tomarme la molestia de sacrificar cinco minutos para encontrar el número de teléfono de la directora de la Policía. ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Assad? ¿Y el apellido?
Habrá que quitar hierro al asunto, pensó Carl. Porque con todo aquel jaleo que se había centrado en él los últimos días, desde luego que no le hacía falta más.
—Perdone, Herbert Sønderskov, mi ayudante se ha excedido. Lo tenemos prestado de otro departamento donde están acostumbrados a tratar con una clientela no tan selecta.
Se volvió hacia Assad.
—¿Te importa salir y esperar en el coche, Assad? Me reuniré contigo enseguida.
Assad se alzó de hombros.
—Vale, jefe. Pero recuerda que hay que mirar, o sea, a ver si hay algo sobre una tal Rita Nielsen en esos cajones.
Señaló uno de los armarios archivadores.
—En ese de ahí, al menos, pone «de L a N».
Después se volvió y salió por la puerta con un movimiento que podría hacer pensar que había pasado veinte horas cabalgando; quizá, a pesar de todo, su visita al baño no había sido definitiva.
—Pues sí —declaró Carl, volviéndose hacia Mie Nørvig. Es verdad. Me gustaría mucho ver si hay algo en esos armarios sobre una mujer que desapareció el mismo día que su marido. Se llamaba Rita Nielsen. ¿Puedo buscar?
Sin esperar la respuesta, tiró del cajón donde ponía «de L a N» y miró en aquel desorden. Había un montón de Nielsens.
En el mismo instante, Herbert Sønderskov se acercó por detrás y cerró el cajón de un empujón.
—Lo siento, creo que debo decir basta. Esos casos son material confidencial, y no puedo permitir que se quiebre la intimidad de los clientes. Así que haga el favor de marcharse.
—Pues entonces tendré que conseguir una orden de registro —repuso Carl, sacando el móvil del bolsillo.
—Haga eso. Pero antes márchese.
—Me parece que no es una buena idea. Si en este momento hay una carpeta sobre Rita Nielsen, puede que no esté ahí dentro de una hora, ¿quién sabe? Esa clase de carpetas tienen la costumbre de cobrar vida de pronto y desaparecer.
—Si le estoy diciendo que se marche, tiene que marcharse, ¿entendido? —dijo Herbert Sønderskov con frialdad—. Es posible que consiga una orden de registro, y cuando llegue ya veremos. Conozco la ley.
—Tonterías, Herbert.
La viuda enseñó a su compañero sentimental quién llevaba los pantalones y quién podía mandar al hombre a tomar por saco frente a la tele, donde podría soñar con la comida que ella
no
iba a servirle durante una semana. Allí estaba la prueba de que la pareja es la forma de interacción humana que ofrece más posibilidades de castigo.
Luego Mie Nørvig tiró del cajón e hizo gala de la profesionalidad adquirida tras hojear en carpetas durante muchos años.
—Aquí —dijo, sacando una carpeta—. Es lo más cercano a una Rita Nielsen.
Le enseñó la carpeta. Ponía Sigrid Nielsen.
—Muy bien, gracias, ahora ya lo sabemos.
Carl hizo un gesto con la cabeza hacia Herbert, que lo miró enfadado.
—Mie Nørvig, ¿quiere ser tan amable de mirar si hay una carpeta a nombre de una mujer llamada Gitte Charles y un hombre llamado Viggo Mogensen? Después los dejaré en paz.
A los dos minutos estaba fuera. En los ficheros no había ninguna Gitte Charles ni ningún Viggo Mogensen.
—Me parece, Assad, que ese tipo no va a tener buen recuerdo de ti —gruñó Carl en el coche cuando pusieron rumbo a Copenhague.
—No. Pero cuando un hombre como ese se pone histérico, se comporta como un dromedario hambriento que come ortigas. Mastica y mastica sin atreverse a morder de verdad. ¿Has visto, o sea, cómo se retorcía? Me ha parecido un tipo extraño.
Carl lo miró. Hasta de perfil se veía su sonrisa de oreja a oreja.
—Oye, Assad, ¿seguro que has estado en el baño?
Assad rio.
—No, me he dado una vuelta por la sala de arriba y he encontrado esto lleno de fotos.
Elevó la tripa hacia el techo, metió la mano bajo el cinturón y la llevó hacia sus zonas semidelincuentes.
—Mira —dijo, sacando un sobre y abriéndolo—. Lo he encontrado en el armario del dormitorio de Mie Nørvig. Estaba en una caja de cartón de las que siempre contienen cosas curiosas. Me he llevado todo el sobre, porque no despierta tantas sospechas como si me hubiera llevado, o sea, solo parte del contenido.
Una lógica irrebatible.
Carl se detuvo en el arcén y miró la primera foto.
Mostraba a un grupo de personas festejando algún acontecimiento feliz. Copas de champán en alto hacia el fotógrafo, todo sonrisas.
Assad puso un dedo en medio de la foto.
—Ahí está Philip Nørvig con una mujer que no es Mie. Debe de ser su primera mujer. Y mira esto —añadió, moviendo el dedo un poco a un lado—. Aquí están Herbert Sønderskov y Mie, y son más jóvenes que ahora. ¿No crees que parece como si él estuviera bastante loco por ella, o sea, ya entonces?
Carl asintió en silencio. Desde luego, el brazo de Sønderskov la asía con fuerza de los hombros.
—Mira detrás, Carl.
Le dio la vuelta. «4 de julio de 1973. Quinto aniversario de Nørvig & Sønderskov», ponía.
—Y mira luego la otra foto que he encontrado.
Tendió la fotografía a Carl. Colores desvaídos, y seguro que no la había hecho un fotógrafo profesional. Era la foto del matrimonio entre Mie y Philip Nørvig ante el Ayuntamiento de Korsør. Ella luciendo una bonita tripa, y Philip Nørvig con sonrisa de triunfador, en agudo contraste con el semblante hosco de Herbert Sønderskov, que estaba un par de peldaños más arriba.
—¿Entiendes entonces lo que quiero decir, Carl?
Carl hizo un gesto afirmativo.
—Philip Nørvig dejó embarazada a la amiguita de Herbert Sønderskov. Así que la secretaria follaba con los dos, pero fue Nørvig quien se llevó el trofeo.
—Exacto. Tenemos que investigar si Sønderskov
estaba
realmente de viaje cuando Nørvig desapareció — propuso Assad.
—Yo creo que sí que estaba fuera. Pero ahora me interesa más su defensa de ese Curt Wad que Mie Nørvig parecía odiar tanto. La verdad es que ese Curt Wad no parece muy simpático, ¿no? Creo que la intuición femenina sobre la desaparición de su marido, que ha dado mucho que pensar a Mie Nørvig, pide profundizar en las pesquisas.
—¿En las qué?
—En la investigación, Assad. Profundizar en la investigación. Tendremos que poner a trabajar a Rose, si es que le apetece.
Cuando llegaron al cartel de McDonald’s que tentaba a los conductores de la autopista en Karlstrup, Rose llamó otra vez.
—No pensarás que en un plis-plas pueda dar cuenta de la vida y milagros de ese cabrón de Curt Wad, ¿verdad? Tiene por lo menos un millón de años, y no se ha aburrido en la puta vida, joder con el tío.
Su registro de voz subió hasta ese nivel en el que era mejor cortar y tranquilizarla un poco.
—No, no, Rose. Basta con que me des las líneas maestras. Ya entraremos después en los detalles, si es que hace falta. Solo quiero que me digas si hay alguna fuente que resuma, por así decir, su vida. Un artículo, o algo así. Acerca de los asuntos turbios en que ha estado metido Curt Wad en relación con la prensa, las leyes del país y también su trabajo. Entiendo que ha estado sometido a muchas críticas.
—Si quieres oír críticas a Curt Wad, habla con un periodista llamado Louis Petterson. Ese sí que ha sido duro con él.
—Sí, es verdad, me lo han comentado hoy mismo. ¿Ha escrito algo recientemente?
—En realidad, no. Eso fue hace unos cinco o seis años, y después debió de parar.
—¿Igual no había mucho fundamento en la historia?
—Yo creo que sí lo había. Desde luego, muchos otros periodistas han intentado indagar en los asuntos de Curt Wad. Pero ese Louis Petterson consiguió algunos titulares grandes.
—Bien. Y ¿dónde vive ese Louis Petterson?
—En Holbæk. ¿Por qué?
—Dame su teléfono, hazme el favor.
—¡Caramba! ¿Qué ha pasado? ¿Cómo has dicho?
Carl pensó hacer un chiste, pero lo dejó. Tampoco sabía ninguno.
—Hazme el favor, he dicho.
—¡Aleluya! —gritó Rose, y le dio el número—. Pero si estás pensando en hablar con él, tendrás que buscarlo en el Vivaldi, en Ahlgade, 42, porque es allí donde está, según su esposa.
—¿Cómo lo sabes? ¿Ya has telefoneado a su casa?
—¡Pues claro! ¿Con quién crees que estás hablando? —replicó ella, y colgó de golpe.
—Mierda —dijo Carl, señalando el GPS—. Assad, apunta la dirección Ahlgade, 42, en Holbæk, vamos a un bar — dijo, y se imaginó la expresión de Mona cuando dentro de poco la llamara para notificarle que había tenido que cancelar la consulta con Kris, su amigo el psicólogo.
No iba a ponerse nada contenta.
Tal vez se había imaginado una pequeña tasca de esas en las que nunca entra la luz, por las que los periodistas agotados, por causas inescrutables, sienten predilección. Pero el Café Vivaldi no era así, todo lo contrario.
—¿No has dicho que era un bar? —preguntó Assad cuando entraron en la casa más bonita de la Calle Mayor, con su torre y todo.
Carl miró en el interior del enorme local abarrotado de gente, y fue entonces cuando se le ocurrió que no tenía ni idea del aspecto del tipo.
—Llama a Rose y pídele una descripción del hombre —ordenó, mientras observaba el local. Hermosos vidrios opalescentes y estucado en el techo. Acondicionado con gusto: buena iluminación, sillas y bancos de calidad, y un montón de detalles.
Apuesto a que es él, pensó mirando a un hombre que destacaba entre un grupo de tíos de mediana edad en la plataforma que había en el centro del local. Típicos ojos indolentes, rasgos faciales algo gastados y la mirada siempre de caza.
Miró a Assad, que asentía con la cabeza a lo que le decía Rose por el móvil.
—¿Y bien…? ¿Quién es, Assad? ¿Es ese de ahí? — preguntó, señalando a su candidato.
—No.
Assad echó una ojeada rápida por el variado surtido de grupos de mujeres consumidoras de ensalada, parejas acarameladas con los dedos trenzados sobre sus capuchinos, y gente solitaria con la nariz pegada al periódico y la cerveza sin tocar.
—Creo que es ese —exclamó, señalando a un joven rubicundo sentado en un banco rojo en el rincón junto a la ventana, jugando al
backgammon
con otro hombre de su misma edad.
No se me habría ocurrido en la vida, pensó Carl.
Se colocaron pegados a los dos jugadores mientras estos movían las fichas sobre el tablero; y como aparentemente no lograban atraer su atención, Carl se aclaró la garganta y dijo:
—Louis Petterson, ¿podemos hablar contigo un momento?
El joven alzó la vista una décima de segundo e hizo un salto mental de un estado de profunda concentración a una realidad rebosante de adrenalina. En menos de un segundo, Petterson captó la disparidad entre los dos hombres, pero aun así supuso que serían policías. Luego dejó caer la mirada al tablero y, tras un par de jugadas rápidas, preguntó a su compañero si podían hacer un pequeño descanso.
—Porque me parece, Mogens, que esos dos no están aquí para aprender trucos.
Es asombroso lo tranquilo que es el tío, pensó Carl, mientras su amigo asentía en silencio y desaparecía entre el gentío al otro lado de la plataforma.
—Ya no trabajo con casos de la Policía —comunicó, haciendo girar entre sus dedos la copa de vino blanco.
—Ya. Verás, recurrimos a ti porque has escrito bastante sobre Curt Wad —explicó Carl.
El hombre sonrió.
—Vaaaya, sois de la Comisaría Central de Información. Joder, hacía tiempo que no os dabais una vuelta por aquí.
—No, venimos del Departamento de Homicidios de Copenhague.
Al oír aquello, la expresión facial del tipo pasó con una simple arruga de ser arrogante a muy alerta. Sin la experiencia de años de servicio nadie se habría dado cuenta, pero Carl sí lo vio. Un periodista a la caza de la noticia no reaccionaba así. Al contrario, se habría alegrado. Tras palabras como homicidio y asesinato acechaba siempre la idea de líneas bien pagadas en un diario nacional. Pero su interés no parecía estar ahí, y eso lo decía todo.