—¿De qué desapariciones estamos hablando? —preguntó por fin el anciano.
—Un tal Philip Nørvig, con quien sé que ha trabajado.
—Vaya. Llevo veinticinco años sin verlo. Pero has dicho desaparicion
es
. ¿Quién más?
Bien, había pasado a tutearlos, con lo que el tono se hizo más relajado.
—Gente vinculada de una u otra forma a Sprogø —respondió Carl.
—No tengo ningún vínculo con Sprogø, soy de Fionia —dijo Wad con una sonrisa irónica.
—Sí, pero has contribuido a enviar a mujeres a la isla, y has sido responsable de una organización que con gran eficacia, usando una maquinaria al parecer bien engrasada, deportó a la isla a mujeres desde 1955 hasta 1961. Esa organización ha estado también implicada en muchísimos casos de abortos forzados y esterilizaciones ilegales.
La sonrisa de Wad se amplió.
—¿Y ha habido sentencia en alguno de esos casos? No, ninguna. Todo eran cuentos chinos. Y por el amor de Dios, ¿me habláis de las retrasadas de Sprogø? No entiendo qué relación puede tener con lo que estáis investigando. Quizá deberías hablar con Nørvig.
—Nørvig desapareció en 1987.
—Es lo que decís, pero tal vez tuviera razones para ello. Tal vez sea él quien está detrás de lo que os tiene ocupados. ¿Seguro que lo habéis buscado con suficiente empeño?
Habrase visto semejante arrogancia.
—No pienso oír más chorradas, Carl.
Assad se volvió hacia Curt Wad.
—Sabías que veníamos, ¿verdad? Ni siquiera has salido a la puerta para ver quién llamaba. Porque, o sea, sabías que el camión que nos tenía que atropellar no lo ha conseguido. Qué putada, ¿verdad?
Assad se le acercó. Aquello iba demasiado deprisa. Había muchos detalles que había que sacar con todo cuidado a Curt Wad. De seguir así, iba a cerrarse como una ostra.
—No, espera, Carl —lo apremió Assad cuando vio que iba a meter baza. Luego agarró por la cintura al anciano, que le llevaba por lo menos cabeza y media, y lo empujó a un sillón del rincón, junto a la chimenea—. Bien, ahora te tenemos más controlado. Esta noche habéis intentado quemar vivos a Carl y a sus amigos, y menos mal que no lo habéis conseguido. Y la noche anterior intentasteis robar a la Policía. También habéis quemado documentos, y tenéis a gente para hacer el trabajo sucio. ¿Crees que voy a tratarte mejor de lo que nos tratas, entonces, tú? Porque en eso te equivocas.
El Curt Wad que miraba a Assad seguía estando tranquilo y sonriente. Invitaba a una bofetada, ni más ni menos.
Carl terció con el mismo tono agresivo de Assad.
—¿Sabes qué ha sido de Louis Petterson, Curt Wad?
—¿De quién?
—Ah, jueguecitos. No conoces ni a tus colaboradores de Benefice.
—¿Qué es Benefice?
—A ver, cuéntame por qué te llamó Louis Petterson justo después de que le hiciéramos un montón de preguntas sobre ti en un café de Holbæk.
Aquello hizo desaparecer un poco la sonrisa. Carl vio que también Assad se había dado cuenta. La primera vez que mencionaban algo concreto que podía vincularse a Wad, reaccionaba.
Touché
.
—Y antes de aquello ¿por qué te llamó Herbert Sønderskov? Por lo que me han informado, fue también poco después de que los visitáramos a él y a Mie Nørvig en su casa de Halsskov. ¿Algo que comentar?
—Nada.
Curt Wad dejó caer las manos sobre los brazos de la butaca, y las dejó allí. Señal de que no iba a hablar.
—¡La Lucha Secreta! —exclamó Carl—. Un fenómeno interesante del que la opinión pública danesa va a oír hablar sin duda muy pronto. ¿Tienes algo que decir al respecto? Al fin y al cabo eres el fundador, ¿no?
Ninguna respuesta. Solo una presa más fuerte en el brazo de la butaca.
—¿Estás dispuesto a reconocer tu participación en la desaparición de Nørvig? Porque entonces tal vez podríamos concentrarnos en eso, en lugar de todas esas pijadas de partidos políticos y logias secretas.
Aquello era el punto capital: la reacción de Wad. Porque por muy insignificante que pudiera ser, iba a ser la pauta para la estrategia a seguir por Carl frente aquella persona petrificada, se lo decía la experiencia. ¿Aprovecharía la ocasión para entregarse y salvar el partido, o intentaría salvarse? Carl se inclinaba por creer lo segundo.
Pero Wad no reaccionó, y aquello era desconcertante.
Carl miró a Assad. ¿Se había dado cuenta de que, en opinión de Curt Wad, el asunto de Nørvig no era para nada una alternativa al tema de La Lucha Secreta? ¿De que no se aferraba al asunto pequeño para salvar el grande? Bueno, unos delincuentes profesionales de pura cepa no habrían dudado ante ese canje. Pero Wad no hizo ningún canje. Así que quizá no tuviera nada que ver con las putas desapariciones, no era descartable. ¿O estaba más implicado de lo que pensaba Carl?
En aquel momento seguían sin avanzar.
—Caspersen sigue trabajando para ti, ¿verdad? Igual que trabajó en los casos en que tú, Lønberg y muchos otros de Ideas Claras arruinasteis la vida de gente inocente.
Wad no reaccionaba ante las preguntas, y Assad estaba que se subía por las paredes.
—Mucha idea clara, pero al final no te aclaras, payaso —cortó Assad.
Carl observó que, a pesar de lo inocente que pudiera parecer el ataque, la estocada había causado una profunda herida en Wad. El caso es que el último comentario pareció irritar al anciano más que todo lo anterior junto. Que aquel moro impertinente pusiera en solfa su inteligencia le resultaba demasiado provocador, era evidente.
—¿Cómo se llama tu chófer, el rubio ese que dejó la bombona de gas en mi casa? —siguió bombardeando Carl. Y para terminar—: ¿Te acuerdas de Nete Hermansen?
Wad se enderezó.
—Debo pedirles que se marchen.
Había vuelto el tono formal.
—Mi esposa está agonizando, y debo pedirles que se marchen y respeten nuestras últimas horas juntos.
—Igual que respetaste a Nete cuando hiciste que la mandaran a la isla, e igual que respetaste a todas las mujeres que no eran de tu gusto degenerado y perturbado, y cuyos hijos asesinaste antes de nacer, ¿verdad? —preguntó Carl con la misma sonrisa irónica que había mostrado Curt Wad.
—Son dos cosas incomparables —declaró, levantándose—. Estoy harto de vuestra hipocresía.
Se inclinó hacia Assad.
—¿Tal vez has pensado tú también criar niños negros e idiotas y crees que puedes llamarlos daneses, hombrecillo feo y miserable?
—Vaya, por fin salió —comentó Assad con una sonrisa. Por fin salió el canalla. El canalla de Curt Wad.
—Largo de aquí, negrata de mierda. Lárgate a tu país, que eres un subhumano.
Luego se volvió hacia Carl.
—Sí, ayudé a que enviaran a Sprogø a chicas tontas y asociales con tendencias sexuales muy desviadas para que las esterilizaran, y deberías agradecérmelo: su descendencia no corretea por las calles como ratas, y tú y tus colegas no tenéis que reprimir sus conductas criminales e instintos primitivos. Que el diablo os lleve a los dos. Si fuera más joven…
Dirigió hacia ellos sus puños cerrados, y Assad estaba dispuesto a dejarlo probar. Ahora Wad era bastante más frágil de lo que desvelaba la pantalla del televisor. El anciano daba una impresión casi cómica, tratando de erguirse y hacerse el duro en una sala con vitrinas y mezcla de estilos de toda una larga vida. Pero Carl no se dejó engañar. No había en Wad nada de cómico, y su fragilidad solo atañía al cuerpo. Porque su arma era la mente, y estaba intacta, fría, pensando solo en causar dolor.
Así que Carl agarró a Assad de la pechera y lo llevó hacia la puerta de entrada.
—En algún momento van a pillarlo, tranquilo, Assad — lo sosegó mientras caminaban por Brøndbyøstervej hacia la estación del tren suburbano.
Pero a Assad no le gustó la idea.
—¡
¡Van!
! Dices «van», no «vamos» —exclamó—. No sé
quiénes
van a hacerlo parar. Curt Wad tiene ochenta y ocho años, Carl. Nadie va a pillarlo antes que Alá, de no ser nosotros.
No se dijeron gran cosa en el tren, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.
—¿Te has fijado en lo arrogante que es ese cabronazo? Ni siquiera tenía una alarma en la casa —comentó Assad en una de esas—. Sería facilísimo forzar la puerta, y habría que hacerlo, entonces, porque si no va a destruir pruebas importantes. Desde luego, o sea, eso es seguro.
No entró en detalles sobre quién debería hacerlo.
—No vas a hacer nada de eso, Assad —repuso Carl—. Por una semana ya basta con haber forzado la puerta hoy.
No parecía necesario decir más, y ninguno de los dos añadió nada.
Apenas llevaban cinco minutos en Jefatura cuando Rose entró en el despacho de Carl con un fax impreso.
—Estaba en el fax cuando he mirado, y es para Assad —anunció—. El número del que lo ha enviado es de Lituania, creo. Una foto bastante macabra, ¿no? ¿Sabéis por qué nos la han enviado?
Carl dirigió una mirada breve al fax y se quedó helado.
—¡Assad, ven aquí! —gritó.
La reacción fue lenta. Había sido un día duro.
—Sí, ¿qué pasa? —preguntó cuando llegó arrastrando los pies.
Carl señaló el fax.
—Con ese tatuaje no hay confusión posible, ¿verdad, Assad?
Este observó el tatuaje de un dragón, partido en dos en la cabeza casi desgajada de Linas Verslovas. El rostro expresaba miedo y asombro.
El de Assad no, por desgracia.
—Es una lástima —reconoció Assad—, pero no tengo, o sea, nada que ver con eso.
—¿No crees que directa o indirectamente eres el culpable de esto? —inquirió Carl, dando un manotazo al fax. También él tenía los nervios a flor de piel, claro que tampoco era de extrañar.
—Con las cosas indirectas nunca se sabe. Desde luego, o sea, no es algo que haya hecho de manera consciente.
Carl se palpó en busca de los cigarrillos. Tenía que fumar, y punto.
—Tampoco yo lo creo, Assad, pero ¿por qué cojones cree la Policía de Lituania, o quien diablos haya enviado esa basura, que necesitas esa información? ¿Dónde coño está mi encendedor? ¿Lo has visto?
—No sé por qué creen que la necesito, Carl. Podía llamarlos por teléfono y preguntarles, ¿no?
La última frase sonó más sarcástica de lo necesario.
—¿Sabes qué, Assad? Creo que es mejor dejarlo para otro día. Creo que ahora debes ir a tu casa, o como sea que la llames, y relajarte. Porque tienes toda la pinta de ir a salirte de tus casillas en cualquier momento.
—Lo extraño es que a
ti
no te ocurra. Pero si te parece, me voy.
Assad no lo mostraba a las claras, pero Carl nunca lo había visto tan cabreado.
Y se marchó, con el encendedor de Carl asomando desafiante por su bolsillo trasero.
Aquello no auguraba nada bueno.
Septiembre de 1987
Cuando la cabeza de Nørvig cayó sobre su pecho, se hizo un silencio absoluto en la vida de Nete. La había estado mirando la mismísima Muerte, le había hecho señas para que la acompañara al fuego del infierno, y ahora ya no estaba.
Nunca la había sentido tan cerca. Ni siquiera cuando murió su madre. Ni siquiera cuando, estando ingresada en el hospital, le dijeron que su marido había fallecido en el accidente.
Se arrodilló ante la silla donde Philip Nørvig, con los ojos abiertos hinchados por el llanto, había dejado de respirar.
Luego tendió sus manos temblorosas y trató de tocar los dedos rígidos de él mientras buscaba palabras que no encontraba. Tal vez solo quisiera pedir perdón, pero no parecía suficiente.
Tenía una hija, pensó, y sintió que su diafragma vibraba y que la sensación se extendía al resto del cuerpo.
Tenía una hija. Aquellas manos inertes tenían una mejilla que nunca más acariciarían.
—¡
Basta
, Nete! —gritó de repente, cuando se dio cuenta de adónde la llevaba la idea. Después masculló hacia el cadáver—: Hijo de puta.
Que no le viniera con su arrepentimiento y creyendo que la vida de ella sería mejor por eso. ¿Es que también iba a robarle la venganza? Primero su libertad y su maternidad, y ahora también su triunfo.
—Venga —gruñó mientras metía sus brazos bajo las axilas de él y notaba en ese instante el hedor que lo envolvía. Sin duda el hombre había vaciado el intestino en sus últimos segundos, y sin duda eso hacía que tuviera que darse aún más prisa.
Miró la hora. Eran las cuatro de la tarde, dentro de un cuarto de hora sería el turno de Curt Wad. Aunque después le tocaba a Gitte, la culminación de la obra era él.
Bajó a Nørvig de la silla y observó que había una gran mancha de excrementos, hedionda y de color marrón, en el asiento de la butaca.
Nørvig había dejado la última huella en la vida de Nete.
Tras envolverle el vientre con una toalla de baño y llevarlo a rastras hasta el cuarto sellado, Nete restregó una y otra vez la butaca, con las ventanas de la sala y de la cocina abiertas de par en par. Ni la mancha ni el olor se resignaban a desaparecer, y en aquel momento, cuando el reloj marcaba las 16.14, cada rincón, cada mínimo objeto de la estancia decían a gritos que en aquel piso ocurría algo espantoso.
A las 16.16 ya había llevado la butaca a un rincón del cuarto hermético, y el lugar donde había estado quedaba estrepitosamente vacío. Por un momento pensó en colocar allí una silla de la sala, pero lo descartó. Y no tenía más sillas.
Curt Wad tendrá que sentarse en el sofá mientras mezclo el beleño y el té, pensó. Le daré la espalda para ocultarlo, no hay otra.
Y pasó el tiempo, y Nete se acercaba a la ventana cada veinte segundos, pero Curt Wad no apareció.
Cuando Nete llevaba internada más de año y medio de sufrimiento, apareció de pronto un hombre en un lateral del patio que sacaba fotos hacia la costa. Lo rodeaba un montón de internadas, que cuchicheaban y lo miraban de arriba abajo como si fuera una presa gratis, pero el hombre era grande y corpulento, y los roces ocasionales cuando las chicas se acercaban demasiado no parecían afectarlo.
Era un tipo gallardo, como habría dicho su padre. Mejillas sonrosadas como un curtido campesino, y un cabello que brillaba de vida y cualquier cosa que no fueran escamas de jabón.
Cuatro funcionarias lo acompañaban, y cuando la cosa iba a más empujaban a las chicas para que volvieran a sus quehaceres. Mientras tanto, Nete se colocó tras el árbol que había en medio del patio y se quedó a la expectativa.