El hombre miró alrededor, sacó un cuaderno y fue anotando sus impresiones.
—¿Puedo hablar con una de las chicas? —oyó que preguntaba a una de las funcionarias, y estas rieron y dijeron que si apreciaba su inocencia, sería mejor que hablaran
ellas
con él.
—Me portaré bien —dijo Nete, avanzando hacia el grupo con aquella sonrisa que su padre llamaba «collar de perlas».
Vio ya en las miradas de las funcionarias que la iban a castigar, y duro.
—Vuelve a tu trabajo —la conminó la comadreja, la más pequeña de las cuatro funcionarias, asistente de la directora. Trató de decirlo con amabilidad, pero Nete no se dejó engañar. Era una mujer herida, igual que las demás. Alguien a quien no le quedaban en la vida más que palabras duras y labios amargados. «Una de esas que ningún hombre quiere», solía decir Rita. «Una de esas que disfrutan viendo que otras sufren más que ellas.»
—No, esperen —rogó el periodista—. Quiero hablar con ella. Parece pacífica.
Ante eso la comadreja soltó un bufido, pero no dijo nada.
El hombre se acercó un paso.
—Trabajo para la revista
Fotoreportagen
; ¿te gustaría hablar un rato conmigo?
Nete asintió rápido con la cabeza, pese a tener cuatro pares de ojos fríos fijos en ella.
El hombre se volvió hacia las funcionarias.
—Solo diez minutos junto al embarcadero. Un par de preguntas y un par de fotos. Podéis estar cerca para intervenir si no puedo defenderme —sugirió, entre risas.
Cuando las funcionarias se retiraron, una de ellas se separó del rebaño a una señal de la comadreja, y se encaminó al despacho de la directora.
Solo tienes un momento, pensó Nete, y caminó delante del periodista por el sendero que había entre los edificios y llevaba al puerto.
Aquel día el sol lucía con fuerza, y junto al embarcadero estaba la motora que había llevado hasta allí al periodista. Nete había visto al barquero en otra ocasión, y él sonrió y la saludó con la mano.
Nete habría dado años de su vida por una estancia en la motora y un viaje a tierra firme.
—No soy ninguna retrasada, y tampoco soy anormal en absoluto —se apresuró a decir al periodista, girando la cabeza—. Me han encerrado aquí después de violarme. Me violó un médico, se llama Curt Wad. Puedes encontrar su número en el listín.
El periodista apartó la cabeza, sorprendido.
—Vaya. ¿Dices que te han violado?
—Sí.
—¿Un médico que se llama Curt Wad?
—Sí. Puedes mirarlo en las actas del juicio. Perdí el caso.
El hombre movió lentamente la cabeza arriba y abajo, pero no lo anotó. ¿Por qué no lo haría?
—Y tú ¿te llamas…?
—Nete Hermansen.
Eso sí lo anotó.
—Dices que eres normal, pero ya sé que a todas las que estáis aquí os han hecho un diagnóstico. ¿Cuál es el tuyo?
—¿Diagnóstico?
No conocía la palabra.
Él sonrió.
—Nete, ¿puedes decirme cuál es la tercera mayor ciudad de Dinamarca?
Nete alzó la vista hacia la colina con árboles frutales, sabiendo perfectamente adónde quería ir a parar. Tres preguntas más y la habría encasillado.
—Ya sé que no es Odense, porque esa es la segunda mayor —respondió.
El periodista asintió en silencio.
—¿Eres tal vez de Fionia?
—Sí. Nací a unos kilómetros de Assens.
—Entonces quizá puedas contarme algo sobre la casa de Hans Christian Andersen de Odense, ¿no? ¿De qué color es?
Nete sacudió la cabeza.
—Por favor, llévame de aquí. Te contaré muchas cosas que no vas a llegar a saber aquí. Muchas cosas que no sabes.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Cosas sobre las funcionarias. Si alguna se porta bien con nosotras, la envían enseguida de vuelta a tierra firme. Y si no obedecemos nos arrojan a uno de los cuartos de reflexionar.
—¿Cuartos de reflexionar?
—Sí, celdas de castigo. Un cuarto con una cama, nada más.
—Bueno, esto tampoco es un centro de vacaciones, ¿verdad?
Nete sacudió la cabeza. El periodista no entendía nada.
—Solo podemos salir de aquí si nos dejamos esterilizar.
El hombre asintió con la cabeza.
—Sí, ya lo sé. Es para que no traigáis al mundo niños que no vais a poder cuidar. ¿No crees que es muy filantrópico?
—¿Filantrópico?
—Sí, humano.
—¿Por qué no puedo tener hijos? ¿Mis hijos valen menos que los de otras personas?
El hombre miró detrás de Nete, hacia las tres funcionarias que los habían seguido y, a unos pasos de distancia, trataban de captar la conversación.
—Señala a una que pegue —propuso.
Nete giró la cabeza.
—Las tres pegan, pero la más pequeña es la que pega más fuerte. Sobre todo en la nuca, y te deja dolorida para varios días.
—Caramba. Mira, veo que se acerca la directora. Dime otra cosa. ¿Qué cosas no podéis hacer?
—El personal guarda las especias. Solo hay sal, pimienta, vinagre y demás cuando hay invitados.
Él sonrió.
—Bueno, si solo es eso, no es mucho. La comida está buena, la he probado.
—Lo peor es que nos odian. Que les importamos un rábano. Que nos tratan a todas igual y que no nos escuchan.
El periodista rio.
—Pues deberías conocer a mi redactor jefe. Acabas de describirlo.
Nete oyó que las funcionarias se desplegaban tras ella, y lo último que registró antes de que la directora la agarrase del brazo y la llevase a rastras fue que el barquero había encendido un purito y estaba preparando sus aparejos de pesca.
No la habían oído; al menos, no como era debido. Sus plegarias habían sido vanas. No era más que una brizna de hierba.
Al principio se quedó llorando en la celda de castigo. Y, como no le valió de nada, gritó con todas sus fuerzas que la soltaran, y después pateó y arañó la puerta. Y cuando se cansaron de oír todo aquel estrépito, entraron varias funcionarias, le pusieron la camisa de fuerza y la sujetaron a la cama.
Pasó varias horas llorando y hablando a la pared amarillenta, como si pudiera derrumbarse y revelarle el camino a la libertad, pero al final se abrió la puerta y entró la directora, seguida de su asistenta, aquella comadreja entrometida.
—He hablado con el señor William, de
Fotoreportagen
, y ya puedes estar contenta, porque no piensa publicar ninguno de los cuentos chinos que le has contado.
—No le he contado ningún cuento chino. Nunca miento.
Nete no vio la mano que vibró en el aire y le dio en la boca, pero estaba preparada cuando la comadreja echó el brazo atrás, dispuesta a golpear de nuevo.
—Basta, señorita Jespersen. No es necesario —la amonestó la directora—. Estoy acostumbrada a oír esas excusas.
Luego miró a Nete. Tal vez fuera ella, a pesar de todo, la funcionaria que a diario tenía la mirada más cálida, pero en aquel momento era un témpano.
—He llamado a Curt Wad y lo he informado de que sigues empeñada en contar esas mentiras infundadas sobre él. Pensaba que podría ser interesante conocer su opinión acerca de qué debía hacer contigo, y me ha dicho que, con esa mente rebelde y mentirosa que tienes, ningún castigo sería lo bastante largo.
Dio una palmada en la mano a Nete.
—No es él quien debe decidir, pero aun así le tomaré la palabra. Te quedarás aquí una semana, en principio, y luego ya veremos cómo reaccionas. Si te portas bien y no gritas, te soltaremos la camisa de fuerza mañana mismo. ¿Qué te parece, Nete? ¿De acuerdo?
Nete tiró un poco de la correa.
Protesta sin palabras.
¿Dónde se habrá metido?, pensaba Nete. ¿Curt Wad habría pensado no aparecer? ¿Era de verdad tan arrogante que ni diez millones de coronas podían hacerlo salir de su guarida? Con aquello no había contado.
Sacudió la cabeza, desesperada. Era lo peor que podía ocurrir. El cadáver del abogado flaco seguía mirándola absorto cuando cerró los ojos, pero Nørvig no había sido más que el lacayo de Curt Wad, y si no había querido salvarle la vida, con menor razón a Curt Wad.
Se mordió el labio y miró el reloj de péndulo efectuando su despiadado vaivén.
¿Podría marcharse a Mallorca dejando el asunto sin terminar? No, sabía que no podía. Curt Wad era el más importante y debía caer en la red.
—¡Venga, venga, venga, cabrón! —salmodiaba mientras agarraba la labor y hacía punto a la velocidad del rayo. Y cada vez que las agujas entrechocaban más intensa se hacía su mirada, vuelta más allá de las ventanas abiertas hacia el sendero de la orilla del lago.
¿Sería el corpachón que había junto al búnker? No. ¿Sería el de atrás? No, tampoco.
Y ahora ¿qué hago?, pensó.
Entonces tocaron el timbre. No el del portero automático, sino el de la puerta de su piso, y el timbrazo la penetró hasta el tuétano.
Apartó la labor y miró deprisa alrededor para comprobar que todo estaba bien.
Sí, el extracto estaba preparado. La cubretetera cubría la tetera. Los papeles con el logotipo ficticio del abogado ficticio estaban sobre el mantel de encaje de la mesa frente al sofá. Dilató las ventanas de la nariz. En efecto, todo rastro del tufo de Nørvig había desaparecido.
Luego avanzó hacia la puerta y pensó que una mirilla le habría venido bien. Aspiró hondo y dirigió la mirada hacia arriba, dispuesta a cruzar su mirada con la de Curt Wad cuando abriera la puerta.
—Bueno, al final he encontrado algo de café. Me ha costado un poco, mi vista no es lo que era —dijo una voz medio metro más abajo de lo que había esperado.
Su vecina le tendía la bolsa medio vacía a cuadros azules y hacía lo imposible por ver algo del piso por el pasillo. ¿Qué podía haber más interesante que observar el mundo secreto de una vecina?
Pero Nete no la invitó a pasar.
—Muchas gracias —dijo, agarrando la bolsa—. Por lo demás, el nescafé estaba bien, pero esto es el no va más, claro. ¿Puedo pagarle ahora? No voy a poder darle otro paquete, porque salgo de viaje para dos semanas.
La señora asintió en silencio, y Nete se apresuró a la sala y sacó la cartera del bolso. Eran las 16.35, y Curt Wad seguía sin aparecer. Si llamaba, la vecina tenía que haber desaparecido. ¿Y si venía en los periódicos o en la televisión que los buscaban? Las mujeres como su vecina se pasaban el día mirando la caja tonta. De hecho, cuando el tráfico menguaba se oía su televisor.
—Tiene una casa preciosa —dijo la vecina desde atrás.
Nete giró en redondo como un trompo. La mujer la había seguido y estaba en medio de la sala observándolo todo con curiosidad. Lo que más captaba su interés eran los papeles de la mesa baja y las ventanas abiertas.
—Gracias, también yo estoy a gusto en ella —correspondió Nete, tendiéndole un billete de diez—. Muchas gracias, ha sido usted muy amable.
—¿Dónde está su invitado? —preguntó la vecina.
—Tenía cosas que hacer en el centro.
—Entonces, ¿quizá podríamos tomar una taza mientras espera? —propuso.
Nete sacudió la cabeza.
—Gracias, lo siento, pero no. Otra vez será. Ahora debo clasificar unos papeles.
Miró con amabilidad a la señora, que pareció decepcionada, la agarró del brazo y la condujo de vuelta al descansillo.
—Gracias por su amabilidad —concluyó, y cerró la puerta de entrada.
Pasó medio minuto esperando con la espalda apoyada en la puerta, hasta que se oyó el clic de la puerta de la vecina.
Y si volvía mientras Curt Wad o Gitte Charles estaban allí, ¿qué? ¿Tendría que matarla a ella también?
Nete sacudió la cabeza y se imaginó que aparecía la Policía para hacerle preguntas. Sería demasiado arriesgado.
—Dios mío, que no vuelva a aparecer —dijo en voz baja.
No porque tuviera fe en que el poder divino fuera a acudir en su ayuda. No, sus plegarias al cielo nunca llegaban tan lejos.
Era lo que le decía la experiencia.
El cuarto día a base de pan de centeno y agua fue duro. El mundo de Nete se había hecho de pronto demasiado pequeño, y no había en él sitio para lloros ni para las plegarias que enviaba a Dios los días, y sobre todo las noches, anteriores.
Así que en su lugar gritaba pidiendo aire y libertad, y sobre todo invocaba a su madre.
—¡Ven a ayudarme, madre! ¡Me apretaré contra ti y te pediré que te quedes conmigo para siempre! —chillaba de un tirón. Ay, si pudiera estar con su madre en el jardincillo de la pequeña granja, limpiando verdura. Entonces sí que…
Dejó de chillar cuando empezaron a aporrear la puerta y a gritar que se callara. No eran las funcionarias, sino algunas de las chicas del primer piso. Y la campanilla del pasillo sonó, porque las chicas habían salido de sus cuartos y activado la alarma, y los gritos y el tumulto generalizado fueron reemplazados por las advertencias cortantes de la directora y el ruido de los pestillos de las puertas de los cuartos.
Menos de veinte segundos después empujaron a Nete hacia el fondo de la celda. Echó la cabeza atrás con un rugido cuando le clavaron aquella aguja larga, y después la estancia se difuminó ante su vista.
Cuando despertó con los brazos sujetos con una correa de cuero, ya no le quedaban fuerzas para gritar.
Así estuvo, sin decir palabra, todo el día, y cuando querían alimentarla giraba la cabeza y pensaba en la casita de la isla, tras la colina de los ciruelos, y en el sol que se filtraba entre la hojarasca y los matorrales en forma de haces de luz centelleantes. Y pensaba en el pasado, en la huella sobre el heno del granero después de los juegos amorosos de ella y Tage.
Pensaba con intensidad, concentrada, porque si no andaba con cuidado veía en su mirada interna el rostro arrogante de Curt Wad, y no quería tal cosa.
No, no deseaba pensar en él. Aquel bicho infame le había arruinado la vida, y jamás saldría de allí como había entrado, ahora ya lo sabía. La vida había pasado ante sus narices, y cada vez que su pecho se hinchaba deseaba que la respiración se detuviera.
Ya he tomado la última comida, se decía a sí misma. Curt Wad y el diablo y todas sus obras hacían que no pudiera imaginarse otra vida después de esta.
Cuando llevaba varios días sin probar bocado y ya no evacuaba, llamaron a un médico.
Debería haber sido el ángel liberador, desde luego se calificaba a sí mismo como «una ayuda en la necesidad», pero la ayuda consistió en un pinchazo en el brazo y una visita al hospital de Korsør.