Varias desapariciones ocurridas en los años ochenta ponen de nuevo en marcha a Carl Mørck. Su investigación lo conduce hasta Nete Hermansen, una mujer que ha hecho todo lo posible por ocultar su trágico pasado hasta que este le vuelve a dar alcance.Mientras Carl se enfrenta a las sombras de su propia existencia, y a los secretos de sus colaboradores Assad y Rose, deberá indagar en la historia del líder de un partido político de extrema derecha que defiende una siniestra ideología racista.
Jussi Adler-Olsen
Expediente 64
Departamento Q - 4
ePUB v1.0
AlexAinhoa26.02.13
Título original:
Journal 64
© Jussi Adler-Olsen, 2010.
© de la traducción, Juan Mari Mendizabal, 2013
Diseño portada: Toni Inglés
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
Dedicado a mis padres, a Karen-Margrethe y Henry Olsen
y a mis hermanas Elsebeth, Marianne y Vippe.
Noviembre de 1985
En un momento de descuido se dejó llevar por la sensación. Con la copa de champán, fría y delicada, entre los dedos, el zumbido de voces y el contacto suave de la mano de su marido en su talle. Aparte del enamoramiento, solo unas fracciones de segundo de una infancia lejana podían parecerse a aquello. La seguridad que le infundía el parloteo de su abuela. Las risas apagadas mientras se adormecía. Las carcajadas de personas desaparecidas tiempo atrás.
Y Nete apretó los labios para no dejarse llevar por la sensación. A veces le ocurría.
Se enderezó y observó el abanico de vestidos de todos los colores y espaldas erguidas. Había muchos invitados a la cena en homenaje al ganador del Gran Premio Nórdico de Medicina de aquel año. Investigadores, médicos, la flor y nata de la sociedad. Círculos de los que no procedía precisamente, pero en los que se sentía cada vez más a gusto.
Aspiró hondo, e iba a dar un suspiro de satisfacción cuando sintió con la mayor nitidez que una mirada se clavaba en ella atravesando el montón de peinados y hombres de pajarita prieta. Esas descargas eléctricas indefinibles e inquietantes que solo pueden emitir unos ojos que no te quieren bien. Instintivamente se hizo a un lado, como un animal acosado que busca protección en la maleza. Puso la mano en el brazo de su marido y trató de sonreír, mientras su mirada vagaba entre los cuerpos vestidos de gala y la ligera neblina de los candelabros.
Una mujer echó la cabeza atrás mientras reía y dejó a la vista el fondo del salón.
Allí estaba.
Su figura destacaba sobre los demás como un faro. Pese a su cabeza inclinada y sus piernas torcidas, era un animal salvaje, orgullosamente erguido, cuya mirada se deslizaba como un reflector sobre la masa humana.
Volvió a sentir en lo más profundo de su cuerpo la intensa vigilancia de aquel hombre, y supo con seguridad que si no reaccionaba en ese mismo momento, toda su vida iba a derrumbarse en cuestión de segundos.
—Andreas —pidió, llevando la mano al cuello, que estaba ya pegajoso de sudor—. ¿Podemos irnos? No me encuentro bien.
No hizo falta más. Su marido arqueó las cejas oscuras, saludó con la cabeza a los demás y se alejó de la multitud agarrándola del brazo. Era por esas cosas por las que lo amaba.
—Gracias. Lo siento, es la cabeza otra vez.
Él asintió en silencio. Conocía demasiado bien la experiencia. Largas noches a oscuras, aquejado de migraña.
También tenían eso en común.
Habían llegado a las enormes escaleras de entrada al local de la celebración cuando el hombre alto se deslizó a su lado y se plantó ante ellos.
Nete advirtió que había envejecido bastante. Su mirada, tan brillante en otros tiempos, se había vuelto mate. El pelo, irreconocible. Veinticinco años no pasaban en vano.
—¡Nete! ¿Tú por aquí? Eres la última persona que esperaría encontrar en este evento —observó el hombre.
Ella tiró de su marido para evitarlo, pero aquello no detuvo a su perseguidor.
—¿No te acuerdas de mí, Nete? —se oyó por detrás. Claro que sí. Curt Wad. Seguro que te acuerdas de mí.
A mitad de la escalera, el hombre les dio alcance.
—A lo mejor eres la puta del director Rosen. Es increíble, ¿cómo es que has llegado tan alto?
Trató de arrastrar a su marido, pero Andreas Rosen no era de los que dan la espalda a los problemas. Tampoco en este caso.
—¿Quiere tener la amabilidad de dejar en paz a mi esposa? —reaccionó, acompañando sus moderadas palabras con una mirada que anunciaba furia.
—Vaya.
El inoportuno invitado retrocedió un paso.
—Así que has conseguido pescar a Andreas Rosen, Nete. Muy bien.
Le dirigió lo que otros habrían interpretado como una sonrisa irónica, pero ella sabía que no lo era.
—No me había enterado. Debes saber que no frecuento estos círculos. Ni leo la prensa rosa.
Vio a cámara lenta cómo su marido sacudía la cabeza con desprecio. Sintió que la agarraba de la mano y tiraba de ella. Por un momento se quedó sin respiración. Sus pasos retumbaban como ecos mutuos sin sincronizar. «Vámonos de aquí», decían.
Habían llegado al guardarropa cuando la voz se alzó de nuevo tras ellos.
—¡Señor Rosen! Puede que no sepa que su esposa es una puta. Una simple chica de Sprogø a quien le da igual ante quién se abre de piernas. Cuyo débil cerebro no distingue entre verdad y mentira, y…
Sintió un tirón en la muñeca cuando su marido giró en redondo, y varios invitados trataron de contener al hombre que estaba alborotando la fiesta. Un par de médicos jóvenes que se habían acercado se inclinaron amenazantes sobre el pecho del hombre alto, para dejar patente que su presencia no era deseada.
—¡Andreas, déjalo! —gritó cuando él avanzó hacia el grupo que rodeaba a su acosador, pero su marido no le hizo caso. El gallo del corral estaba ya marcando su territorio.
—No sé quién es usted —indicó—. Pero le sugiero que en adelante se abstenga de aparecer en público hasta que haya aprendido a comportarse entre personas civilizadas.
La figura flaca levantó la cabeza por encima de los hombres que lo sujetaban, y todos los presentes en el guardarropa se fijaron en sus labios resecos: las mujeres que atendían tras el mostrador, separando abrigos de pieles y de algodón, los que pasaban al lado, los chóferes que esperaban ante las puertas giratorias.
Y entonces se oyeron las palabras que nunca debieron oírse.
—Pues pregunte a Nete dónde la esterilizaron, señor Rosen. Pregúntele cuántas veces ha abortado. Pregúntele qué se siente después de pasar cinco días en una celda de aislamiento. Pregúntele eso, y no me venga con discursos sobre la buena educación. Para eso hace falta gente de más talla, Andreas Rosen.
Curt Wad se separó del grupo y se hizo a un lado con una mirada llena de odio.
—¡Me voy! Y en cuanto a ti, Nete —gritó dirigiendo hacia ella un dedo tembloroso—, ¡vete al infierno, que es tu sitio!
Los murmullos llenaron la estancia hasta que la puerta giratoria se cerró tras él.
—Era Curt Wad —cuchicheó alguien detrás—. Compañero de estudios del que ha ganado el premio, es lo único bueno que puede decirse de él.
Pero Nete estaba en una situación sumamente incómoda. La habían descubierto.
Y las miradas de la gente la inspeccionaron. Fijándose en cosas que pudieran descubrir su verdadero yo. ¿Era el escote demasiado generoso? ¿Eran sus caderas vulgares? ¿Lo eran sus labios?
Cuando les entregaron los abrigos, el aliento cálido de la señora del guardarropa le pareció casi venenoso. «No eres mejor que yo», parecía decir.
Todo fue muy rápido.
Y ella bajó la vista y tomó a su marido del brazo.
Su querido marido, a quien no se atrevía a mirar a los ojos.
Escuchó el ronroneo suave y constante del motor.
No cruzaron palabra mientras miraban con fijeza, más allá del movimiento continuo de los limpiaparabrisas, la oscuridad otoñal que atravesaban.
Puede que él esperase un desmentido, pero no podía dárselo.
Puede que ella esperase que la comprendiera. Que la ayudara a liberarse de la camisa de fuerza. Que la mirase y dijera que, fuera lo que fuese, no tenía importancia. Que lo que contaba eran los once años que llevaban juntos.
No los treinta y siete que ella había vivido antes.
Pero él encendió la radio del coche, y el espacio se llenó de una ruidosa distancia mientras Sting los acompañaba por el sur de Selandia, y Sade y Madonna por Falster y Guldborgsund. La noche se llenó de voces jóvenes y reconocibles. Los únicos lazos entre ellos.
Todo lo demás desapareció.
Varios cientos de metros antes del pueblo de Blans y a un par de kilómetros de la mansión se metió con el coche en un descampado.
—Bueno, cuéntamelo —la instó, con la mirada hundida en la oscuridad del exterior. Ni una palabra cálida. Ni siquiera su nombre, como consuelo. Solo aquel «bueno, cuéntamelo».
Nete cerró los ojos. Le pidió que comprendiera que había antecedentes que explicaban todo, y que el hombre que la había acusado era el culpable de su desgracia.
Pero, aparte de eso, lo que había dicho el hombre era verdad. Lo reconoció con voz apagada.
Todo era verdad.
Durante un instante doloroso y agotador solo se oyó la respiración de él. Después se volvió hacia ella con mirada sombría.
—Así que esa es la razón de que no hayamos podido tener hijos —observó.
Ella asintió con la cabeza. Apretó los labios y le contó todo. Sí, era culpable de mentir y ocultar cosas. Lo reconocía. De joven la ingresaron en Sprogø, pero fue algo inmerecido. Sucedió debido a una serie de malentendidos, abuso de poder y engaños. Solo por eso. Y sí, había tenido abortos y la habían esterilizado, pero la persona horrible con quien acababan de estar…
Él puso su mano en el brazo de Nete, y el frío de sus dedos tuvo en ella el efecto de una descarga eléctrica y la hizo callar.
Después metió primera, soltó el embrague, atravesó el pueblo en silencio y luego aceleró con fuerza a lo largo de los prados y el paisaje oscuro del mar.
—Lo siento, Nete, pero no puedo perdonarte que durante años me hayas dejado vivir con la fe ciega de que podríamos tener familia, no puedo. Y en cuanto al resto, lo que he oído me da náuseas.