—Ya decía yo que este par de tíos buenos estarían de tertulia —dijo una voz conocida desde el pasillo.
En el hueco de la puerta Lis mostró su dentadura en una sonrisa seductora y les guiñó el ojo. Muy mal momento.
Carl miró a Assad, que enseguida había adoptado una postura más relajada y una expresión facial entusiasmada.
—Ooh, pobrecito —se compadeció Lis, avanzando unos pasos y acariciando con suavidad la mejilla negro-azulada de Assad—. ¿También tú estás con catarro? Tienes los ojos inundados.
»Y tú lo obligas a trabajar, Carl. ¿No te das cuenta de lo desamparado que está el pobre?
Se volvió hacia Carl con una expresión de reproche en sus ojos azules.
—De parte de Ploug, que te esperan en Amager.
Agosto de 1987
Hasta que no llegó al final de Korsgade y se sentó en el banco bajo los castaños de Indias frente a la puerta principal de la casa, con la mirada dirigida hacia el lago de Peblinge, no se sintió libre del todo del rechazo de la gran ciudad y de la prisión de su cuerpo.
Eran los bellos cuerpos perfectos los que reinaban en el paisaje urbano de los ochenta, ya lo sabía, y en ese aspecto le costaba ir con los tiempos. Sobre todo ese día.
Cerró los ojos, se llevó la mano a la pantorrilla y la frotó con cuidado. Apretó los bultos de los huesos con las yemas de los dedos y recordó su vieja cantinela: «También
yo
valgo», «también yo
valgo
»; pero sonaba vacía, la entonara como la entonase. Hacía también mucho tiempo que no recitaba aquellas palabras.
Se inclinó hacia delante, cruzó los brazos sobre sus rodillas y hundió la frente en el regazo mientras sus pies se movían como un suave redoble de tambor. Aquello aliviaba un poco las odiosas punzadas.
El paseo hasta los grandes almacenes Daells y vuelta a Peblinge Dossering le pasó factura en forma de dolores. En la tibia rota, que empujaba el pie hacia dentro; en el tobillo, que a cada paso que daba compensaba los centímetros que se había acortado la pierna; en la cadera, que trataba de equilibrarse.
Le dolía, pero aquello no era lo peor. Cuando pasaba por Nørregade miraba fijamente al frente y trataba de no cojear, aunque sabía que no sería capaz, y era difícil de aceptar. Dos años antes era una mujer viva y atractiva, y ahora se sentía como una sombra de sí misma.
Pero las sombras viven bien en la sombra, había pensado hasta entonces. En la gran ciudad pasaba más desapercibida que en el campo. Por eso se había mudado a Copenhague hacía ya casi dos años. Lejos de la vergüenza y la tristeza, también de la frialdad de la población local de la isla de Lolland.
Se mudó de Havngaard para olvidar, y ahora había ocurrido esto.
Nete apretó los labios cuando dos mujeres jóvenes pasaron a su lado con sendos cochecitos de niño, exhibiendo su felicidad con descaro en sus voces y rostros.
Desvió la mirada, y la dirigió primero hacia uno de los golfos del barrio, que llegaba pavoneándose con su perro bastardo feo e ingobernable, una auténtica máquina de matar, y después a las aves que se desplazaban en grupos por el lago.
Perra vida. Tres cuartos de hora antes, veinte segundos en un ascensor de los almacenes Daells habían sacudido sus cimientos. No hacía falta más. Solo veinte segundos.
Cerró los ojos y lo vio todo ante sí. Los pasos hacia la puerta del ascensor del cuarto piso. La presión sobre el botón. El alivio por no tener que esperar más de unos segundos hasta que la puerta se abriera.
Pero aquel alivio lo sentía ahora como un virus en su interior.
Había subido al ascensor equivocado. Si tan solo hubiera elegido el ascensor al otro extremo de la sección, su vida habría podido seguir como antes. Dejándose absorber por los colosos de Nørrebro y la protección de las calles.
Sacudió la cabeza. Ahora todo había cambiado. A partir de aquellos segundos funestos ya no quedaba rastro de Nete Rosen. Estaba muerta, desaparecida, borrada. Volvía a ser Nete Hermansen. La chica de Sprogø había resucitado de manera definitiva.
Con todo lo que eso suponía.
A las ocho semanas del accidente la dieron de alta enel hospital sin grandes despedidas, y durante los meses siguientes estuvo viviendo sola en Havngaard. A los abogados no les faltaba trabajo, pues la fortuna era grande, y de vez en cuando aparecían fotógrafos agazapados en taludes y tras los arbustos. Cuando una de las personalidades más destacadas de los empresarios daneses se rompe la crisma en un accidente de coche, hay primeras planas que vender, y ¿qué mejor para ello que una viuda con muletas y rostro atormentado? Pero Nete corrió las cortinas y dejó que el mundo siguiera su marcha sin ella. Sabía muy bien lo que pensaba la gente. Que la hormiguita que había trepado desde los laboratorios de investigación hasta la cama del jefe no merecía estar donde estaba. Que sus amistades solo hablaban bien de ella por su marido y su dinero, por nada más.
Todavía lo sentía así. Incluso a algunas de las enfermeras que la atendían en su casa les costaba no irradiar desprecio, pero a aquellas las reemplazaba pronto.
Durante esos meses, las historias acerca del accidente mortal de Andreas Rosen venían condimentadas con rumores y testimonios de testigos. El pasado la iba ahogando como una serpiente, y cuando la llevaron a la comisaría de Maribo, la gente del pueblo se asomaba a las ventanas, sonriendo. Ahora todos sabían que los habitantes de la casa frente a la que ocurrió el accidente habían visto algo que parecía una pelea dentro del coche justo antes de que atravesara el seto y se precipitara al agua.
Pero Nete no se derrumbó, no reconoció su pecado ante los ciudadanos ni ante las autoridades. Solo ante sí misma.
No, no la pillaron desprevenida, porque hacía mucho que había aprendido a mantener la cabeza alta incluso cuando bramaba la tormenta.
Después escapó de todo aquello.
Se desvistió sin prisa ante las ventanas que daban allago y se acomodó en el taburete ante el espejo del dormitorio. La cicatriz del pubis era más visible ahora que el vello púbico no estaba tan tupido. Una delgada raya blanco-morada casi imperceptible que marcaba la frontera entre felicidad y desgracia, entre vida y muerte. La cicatriz que le quedó cuando la esterilizaron.
Se acarició la piel floja del vientre estéril y apretó los dientes. Se acarició hasta que la piel escoció y sus piernas se estremecieron, mientras su respiración se aceleraba y la confusión llenaba su cabeza.
Solo cinco horas antes había estado hojeando el catálogo de unos grandes almacenes en su cocina y se había enamorado del jersey rosa de la página cinco.
«Catálogo de otoño de 1987», ponía en la portada prometedora. «Punto moderno», decía el pie de foto de la imagen de una de las siguientes páginas.
Vio aquella maravilla rosa a través del ligero vapor de café y pensó que un jersey así, con dibujo, combinado con una blusa Pinetta con hombreras la impulsaría un poco hacia los nuevos tiempos. Porque aunque grande era su pesar, quedaban años por vivir, y pronto estaría preparada para ello.
Por eso, dos horas antes, estaba en el ascensor con su bolsa de compras en la mano y sintiendo una gran alegría. Justo una hora y cincuenta y nueve minutos antes el ascensor se detuvo en la tercera planta y entró un hombre alto que se colocó tan cerca de ella que pudo olerlo.
No se dignó a mirarla, pero ella lo vio. Lo observó conteniendo la respiración y acurrucada en el rincón, con las mejillas ardiendo de furia, y al mismo tiempo esperando que el hombre no se diera la vuelta y captara su rostro en los espejos.
Estaba claro que se trataba de un hombre demasiado satisfecho con el mundo y consigo mismo. Que controlaba, como se decía. Controlaba su vida y, pese a su avanzada edad, también el futuro.
Cabrón.
Una hora, cincuenta y ocho minutos y cuarenta segundos antes el hombre salió del ascensor en la segunda planta y dejó a Nete con los puños apretados y jadeando en busca de aire. Durante los largos minutos siguientes no se dio cuenta de nada. Subió y bajó en el ascensor sin reaccionar a las preguntas solícitas de los demás clientes. Bastante trabajo tenía con bajar su ritmo cardíaco y organizar las ideas.
Cuando volvió a salir a la calle ya no llevaba la bolsa de plástico. ¿Quién necesitaba un jersey rosa y una blusa con hombreras en el lugar al que se encaminaba su vida?
Y ahora estaba en el cuarto piso, en su casa, desnuda y profanada en cuerpo y alma, imaginando cómo y contra quién administrar su venganza.
Sonrió un momento. De pronto se le ocurrió que a lo mejor la mala suerte no había sido para ella. Quizá lo había sido para aquella bestia infernal que el destino permitió que se cruzara en su camino en un momento de casi felicidad.
Así se sintió durante las primeras horas después de que Curt Wad irrumpiera una vez más en su vida.
Al llegar el verano, llegaba también el primo Tage. Un chaval indómito que ni la escuela ni las calles de Assens conseguían hacer entrar en vereda. «Mucho músculo y poco cerebro», solía decir el tío de Nete, pero a ella le encantaba que viniera. Así había alguien con quien pasar las horas del día durante unas semanas. Dar de comer a las gallinas era adecuado para una niña pequeña; todo lo demás, no. Y a Tage le encantaba mancharse los dedos de mierda, así que la pocilga y el pequeño pesebre de vacas se convertían en sus dominios. Solo cuando Tage estaba en su casa podía acostarse sin agujetas en brazos y piernas, y por eso Nete quería mucho a Tage.
Y puede que por eso lo quisiera también un poco demasiado.
—¿Quién te ha enseñado a decir esas cochinadas? — graznó la directora de la escuela después de las vacaciones de verano. Sí, solía ser sobre todo después de las vacaciones de verano cuando más palos le daban, porque las palabras preferidas de Tage, como follar, echar un polvo y pichatiesa estaban muy lejos del mundo solitario de la directora.
Fueron palabras como aquellas y la despreocupación pecosa de Tage las que colocaron el primer adoquín del camino hacia Curt Wad.
Adoquines muy, muy resbaladizos.
Se levantó del tocador y se vistió mientras iba elaborando la lista en su mente. La lista que abría los poros de su piel y fruncía las arrugas de su frente.
Andaba por ahí gente que no merecía respirar. Gente que solo miraba adelante y nunca atrás, conocía a varios. La cuestión era qué consecuencias debían pagar por ello.
Avanzó por el largo pasillo y llegó a la habitación donde estaba la mesa que heredó de su padre.
Había comido al menos mil veces en aquella mesa viendo la cabeza de su padre inclinada sobre la comida. Callado, amargado, cansado de la vida y del sufrimiento. Solo de vez en cuando alzaba la vista y trataba de dirigirle una sonrisa, pero ni para eso tenía fuerzas.
De no ser por ella, su padre habría encontrado una cuerda y se habría colgado varios años antes del día que lo hizo. Por lo mucho que lo afectaban el reúma, la soledad y su aridez mental.
Acarició el borde oscuro de la mesa sobre el que descansaban siempre los antebrazos de su padre, y luego deslizó los dedos hacia el centro, donde estaba el sobre marrón. Allí seguía desde que se mudó hacía apenas dos años.
Estaba arrugado y gastado por las innumerables veces que lo había abierto para ver los papeles.
«Señorita Nete Hermansen, asistente de laboratorio, Escuela Técnica de Århus, Halmstadgade, Århus N», ponía en el sobre. En Correos habían añadido en rojo el número de la calle y el código postal. Cuántas veces les había estado agradecida por ello.
Acarició con cuidado el sello y la fecha. Habían pasado casi diecisiete años desde que le llegó la carta. Toda una vida.
Después abrió el sobre, sacó la carta y la desplegó.
Bredebro, 14 de diciembre de 1970 Querida Nete:
Por medios enrevesados e inescrutables he logrado desvelar qué ha sido de ti desde que te despediste de nosotros sonriendo desde el tren en la estación de Bredebro.
Has de saber que todo lo que he sabido acerca de tu vida durante los seis últimos años me ha alegrado tanto que no puedo describirlo.
Ahora ya sabes que también tú vales, ¿verdad? Que tus dificultades para leer podían superarse y que también había en el mundo un lugar para ti. ¡Y menudo lugar! Qué orgulloso estoy de ti, Nete, encanto: bachillerato con las mejores notas, la mejor de tu clase en la escuela de ayudantes de laboratorio de la Escuela Técnica de Aabenraa, y ahora vas a convertirte en técnica de laboratorio biológico en Århus, qué magnífico. Te preguntarás quizá cómo sé todo eso, pero voy a contarte algo curioso: Interlab, S. A., la empresa que te ha contratado desde el 1 de enero, es propiedad de mi viejo amigo Christopher Hale. Sí, su hijo Daniel es también mi ahijado, así que nos vemos con regularidad, y la última vez ha sido el primer domingo de Adviento, con motivo de la reunión familiar para recortar decoración navideña y hacer rosquillas.
Pregunté a mi amigo qué hacía últimamente, y fíjate, me dijo que acababa de leer un montón de solicitudes de trabajo, y me enseñó la que había elegido. Ya puedes imaginarte lo sorprendido que me quedé al leer tu nombre. Y, perdona la indiscreción, también me sorprendí al leer tu petición, acompañada de tu currículum. Debo reconocer que lloré de alegría.
Bueno, Nete, no voy a abrumarte con la sensiblería de un anciano; pero has de saber que Marianne y yo estamos contentísimos por ti, y que ahora puedes caminar erguida con serenidad y gritar al mundo la pequeña frase que se nos ocurrió hace ahora muchos años: ¡También yo valgo!
¡RECUÉRDALO, mi chica!
Te deseamos toda la suerte del mundo en tu nueva etapa en la vida.
Saludos cariñosos,
Marianne y Erik Hanstholm.
Leyó la carta tres veces, y las tres se fijó en las palabras: «ahora ya sabes que también tú vales».
—¡También yo valgo! —dijo después en voz alta, viendo ante sí el rostro arrugado de Erik Hanstholm. La primera vez que oyó la frase solo tenía veinticuatro años, y ahora tenía cincuenta. ¡Cómo había pasado la vida! Ojalá se hubiera puesto en contacto con él mientras aún había tiempo.
Aspiró hondo, ladeó la cabeza y grabó en su memoria la inclinación de las letras, las mayúsculas y cada espacio dejado en blanco por la estilográfica.
Luego sacó del sobre el otro papel y estuvo un rato mirándolo con lágrimas en los ojos. Con posterioridad había logrado muchos diplomas y aprobado muchos exámenes, pero aquel fue el primero y el más importante de su vida. Fue Erik Hanstholm quien se lo hizo, y fue estupendo.