—¿Qué más, Rose? —preguntó Carl—. Vamos, dilo.
—No sabes mucho de Madonna, ¿verdad, Carl? —fue lo único que dijo.
La observó, cansado. Para ojos como los de Rose, que llevaban en este mundo bastante menos que él, parecía que en cuanto cumplías los treinta te quedabas estancado, y si cumplías cuarenta, entonces nunca habías sido joven. ¿Cómo iban a catalogarte aquellos ojos cuando cumplieras cincuenta, sesenta e incluso más?
Se alzó de hombros. A pesar de su edad, sabía bastantes cosas de Madonna, por supuesto. Pero Rose no tenía por qué saber que una de sus novias lo había vuelto loco con «A Material Girl», o que Vigga había bailado desnuda ante él sobre el edredón mientras, con eróticas sacudidas de cadera, vociferaba
Papa don’t preach, I’m in trouble deep. Papa don’t preach, I’ve been losing sleep
. No era una visión que quisiera desvelar a nadie.
—Bueeeno, un poco, sí —informó—. En los últimos tiempos le ha dado por la religión, ¿no?
Rose no se dejó impresionar.
—Rita Nielsen estableció su central de acompañantes y su clínica de masajes en Kolding en 1983, y se hacía llamar Louise Ciccone cuando se presentó en los ambientes porno de la ciudad. ¿Te dice algo?
Assad levantó el dedo.
—Ciccone,
eso
ya lo he probado. Algo de pasta con carne, ¿no?
Ella lo miró indignada.
—El verdadero nombre de Madonna es, de hecho, Madonna Louise Ciccone. Lone Rasmussen me ha dicho que en la clínica de masajes solo se oían elepés de Madonna, y que Rita siempre había intentado maquillarse y peinarse como ella. Cuando desapareció estaba en la época en la que se inspiró en Marilyn Monroe para el pelo teñido y ondulado que llevó en la gira
Who’s That Girl
. ¡Mira!
Apretó el ratón de su ordenador y apareció en pantalla una foto de lo más sugerente de Madonna de perfil, con medias de rejilla,
body
negro de punto, un micrófono colgando suelto de su brazo relajado y elegante maquillaje de los ochenta, con cejas oscuras y el pelo ondulado rubio teñido. Sí, la recordaba muy bien. Como si fuera ayer, solo que no lo era.
—Lone Rasmussen me ha dicho que solía ir clavada a Madonna. Con sombra de ojos oscura y labios rojo intenso. Así iba Rita Nielsen cuando desapareció. Mayor, claro, pero bastante guapa, ha dicho.
—¡Hala…! —soltó Assad. Era especialista en respuestas cortas y precisas.
—Me he fijado en el contenido de la guantera del coche de Rita —continuó Rose—. Estaban todos los discos de Madonna en casete. También la banda sonora de
Who’s That Girl
, aunque faltaba la cinta en sí, que estaría en el radiocasete robado. Y también estaban los folletos de Florencia y la guía de viajes sobre el norte de Italia. Todo parecía encajar, y eso me dio una idea. Mirad.
Pinchó un icono del escritorio y apareció la misma fotografía de Madonna de antes. Exactamente la misma, con la salvedad de la columna de fechas que había a un lado, y fue eso lo que señaló Rose.
—
June 14 and 15, Nashinomiya Stadium, Osaka, Japan
—leyó en voz alta Assad. Más japonés no podía sonar. De puta pena, ni más ni menos.
—El estadio se llama en realidad Nishinomiya, es lo que dicen mis otras fuentes, pero da igual —dijo Rose con cierta arrogancia adherida a sus labios negros—. Mira ahora el final de la lista, verás qué divertido.
—
September 6, Stadio Comunale, Firenze, Italy
.
—Bien —observó Carl—. ¿De qué año? ¿De 1987, por un casual?
Rose asintió con la cabeza, esta vez muy animada.
—Sí, el domingo que aparecía tachado con aspas rojas en el calendario de Rita Nielsen. Si quieres saber mi opinión, iba a ir al último concierto de la gira de
Who’s That Girl
. Estoy completamente segura. Rita tenía que volver de Copenhague a toda pastilla, hacer la maleta y ponerse en camino para ver a su ídolo actuar en Florencia.
Assad y Carl se miraron. Folletos, cuidado del gato, fascinación por la cantante: todo encajaba.
—¿Podemos investigar si había reservado un pasaje a Florencia desde Billund el 6 del 9 de 1987?
Ella lo miró decepcionada.
—Ya lo he hecho, pero en los registros no guardan información tan antigua. En el piso tampoco encontraron nada, así que debemos suponer que llevaba encima los billetes de avión y el del concierto cuando desapareció.
—Entonces la opción del suicidio queda descartada — resumió Carl mientras daba a Rose una suave palmada en el hombro.
Carl leyó las notas de Rose sobre Rita Nielsen. Por lo visto, le había sido bastante fácil hacer un seguimiento de sus antecedentes, porque a Rita, desde su más tierna infancia, la habían seguido con atención unas instituciones públicas más que escépticas. Todas las instancias estuvieron implicadas: asistencia infantil, asistencia mental, Policía, asistencia hospitalaria y sistema penitenciario. Nacida el 1 de abril de 1935 de una prostituta que siguió haciendo la calle mientras a Rita la educaba alguna familia perteneciente a lo más bajo de la escala social. Cleptómana a los cinco años, pequeños actos delictivos durante su paso de seis años por la escuela. Reformatorio, hogar de acogida para niñas y vuelta a la delincuencia. Hizo la calle por primera vez con quince años, se quedó embarazada con diecisiete, después un aborto y cierto tiempo bajo observación como marginada social y corta de luces. Su familia se había desintegrado tiempo atrás.
Tras una temporada en otra familia de acogida, vuelta a la prostitución, y después un período en el asilo Keller de Brejning. Diagnosticada como algo retrasada, y tras una serie de intentos de fuga y posteriores episodios violentos, fue internada varias veces en el asilo para mujeres de Sprogø entre 1955 y 1961. Una vez más bajo el cuidado de una familia, y después de algunos episodios delictivos desapareció del mapa desde el verano del 63 hasta mediados de los setenta. Por lo visto, se había ganado la vida como bailarina en diversas ciudades de Europa.
Después montó una clínica de masajes en Aalborg, fue condenada por proxenetismo, y en lo sucesivo no causó problemas sociales. Al parecer había aprendido la lección, porque tuvo la suerte de amasar una fortuna mientras llevaba la actividad de burdel y chicas de compañía, sin que las autoridades la molestaran. Pagaba impuestos, y dejó una fortuna en metálico de tres millones y medio de coronas, que ascendería por lo menos al triple hoy en día.
Carl se hacía su composición de lugar a medida que iba leyendo. Si Rita Nielsen tuvo problemas mentales, él al menos conocía a un montón de gente que también estaba loca.
Fue entonces cuando puso el codo en un charco del escritorio y observó que su nariz había estado goteando como para casi llenar una taza de café.
—¡Joder! —exclamó, echando la cabeza atrás mientras sus dedos buscaban algo con que sonarse.
Dos minutos más tarde estaba en el pasillo e interrumpía a Rose y Assad, que colgaban copias de documentos del caso en el menor de los grandes tablones de aglomerado.
Carl miró a la otra plancha de aglomerado, que se extendía desde la puerta al armario de las escobas de Assad hasta el despacho de Rose. Había en ella un folio por cada caso sin resolver que habían recibido desde que se creó el Departamento Q. Ordenados cronológicamente, y varios de los casos unidos entre sí con cordeles de colores que indicaban una conexión posible entre ellos. Era el sistema de Assad, y era fácil. Cordeles azules entre los casos que Assad pensaba que tenían algo en común, y cordeles rojiblancos entre los casos que de hecho
estaban
relacionados.
En aquel momento había unos pocos cordeles azules, pero ninguno rojiblanco.
No cabía duda de que Assad estaba decidido a cambiar aquello.
Carl dejó vagar la mirada por los casos. Ocupaban por lo menos cien folios. Había de todo, y seguro que también un montón de cosas que no deberían estar allí. Era como encontrar una aguja y también hilo en un pajar, y al mismo tiempo tratar de enhebrar la aguja tanteando en la oscuridad.
—Me marcho a casa —anunció—. Me parece, Assad, que tengo la misma porquería en el cuerpo que tú. Si tenéis pensado quedaros mucho más, creo que deberíais consultar periódicos de la época en que desapareció Rita Nielsen. Propongo desde el 4 hasta el 15 de septiembre de 1987. Así sabremos qué cosas pasaron por aquellas fechas, porque lo que es yo no recuerdo nada.
Rose meneaba las caderas.
—No pensarás que en un plis-plas vamos a encontrar algo que no se encontró en su época tras una minuciosa labor policial, ¿verdad?
Había dicho «minuciosa». Una palabra extraña en una boca tan relativamente joven.
—No, mujer. Lo único en lo que pienso es en el par de horas de siesta que voy a echar en casa antes del ganso de San Martín —dijo, y se marchó.
Agosto de 1987
La madre de Nete siempre le decía que tenía buenas manos. Según ella, no había la menor duda de que un día Nete cosecharía el reconocimiento de sus habilidades manuales. Porque, aparte de una buena cabeza, unas buenas manitas así eran la herramienta más importante que puso Dios en manos de la humanidad, y bien que se aprovechaba su padre cuando se quedaba a solas con ella.
Cuando los postes de la cerca se caían, era Nete quien los ponía en pie; también era ella quien ajustaba los comederos cuando se agrietaban. Clavaba cosas para volver a separarlas cuando necesitaba el material.
Y fueron justo aquellas manos diestras las que le trajeron la maldición en Sprogø. Las que se arañaban hasta hacerse sangre cuando los matorrales invadían los sembrados. Las que debían funcionar durante todo el día sin recibir nada a cambio. Nada bueno, al menos.
Después vinieron tiempos mejores, en los que descansaron, y ahora iban a ponerse a trabajar de nuevo.
Midió con bastante precisión el cuarto trasero, que estaba al fondo del pasillo, con la misma cinta métrica que empleaba para coser. Metro a metro, hizo un plano de la estancia especificando altura, anchura y longitud. Restó las ventanas y la puerta de la superficie total y después hizo el pedido. Herramientas, pintura, masilla, silicona, listones, clavos, muchos rollos de plástico resistente, cubrejuntas, lana de roca, tarima para el suelo y escayola suficiente para dos capas.
En la carpintería de Ryesgade prometieron entregarlo al día siguiente, y le venía bien porque, tal como estaban las cosas, ya no podía esperar más.
Cuando le subieron todo al piso, aisló el cuarto y terminó los trabajos de carpintería de día, mientras el vecino de abajo estaba en el trabajo y la vecina de enfrente hacía las compras o trotaba por los Lagos con su chucho mea-alfombras tibetano.
Nadie debía oír lo que se traía entre manos en el cuarto izquierda. Nadie debía verla con un martillo o una sierra en las manos. Nadie debía hacer preguntas indiscretas, porque llevaba viviendo en el piso de forma anónima dos años y tenía la intención de continuar así hasta el fin de sus días.
Se trajera lo que se trajese entre manos.
Cuando terminó con el cuarto, se colocó en el hueco de la puerta y observó, satisfecha, su trabajo. El techo había sido lo más difícil de aislar y cubrir, pero también lo más importante, aparte de la puerta; el suelo lo había elevado y aislado con dos capas de plástico y lana de roca. La puerta la había recortado para que pudiera seguirse abriendo hacia dentro pese a haber cubierto la tarima con una alfombra.
A excepción de la diferencia de nivel con el pasillo, no había nada en absoluto que llamara la atención. El cuarto estaba preparado. Paredes raseadas y pintadas, con cubrejuntas en puerta y ventanas, y la disposición del cuarto era exactamente la misma que antes. Cuadros en las paredes, figuritas en los alféizares y, claro está, la mesa en el centro con su mantel de encaje y seis sillas además de la suya, que ocupaba la cabecera de la mesa.
Entonces se volvió hacia la planta del alféizar interior de la ventana y frotó con cuidado una de sus hojas entre las yemas de los dedos. Olía mal, pero no era un olor desagradable. Porque era aquel olor, el olor del beleño, el que le daba tranquilidad.
Todas las chicas de Sprogø se pusieron a cuchichear sobre Gitte Charles cuando, en pleno verano de 1956, llegó a la isla con el barco del correo. Algunas decían que tenía estudios de enfermera, pero no era verdad. Puede que fuera auxiliar de enfermería, pero no enfermera, porque, a excepción de la directora, ninguna de las funcionarias de la isla tenía estudios de nada, eso ya lo sabía Nete.
No, las chicas cuchicheaban sobre todo porque por fin llegaba una mujer guapa. Cuando movía los brazos con coquetería y avanzaba con paso largo majestuoso, que alguien dijo que le recordaba a una que se llamaba Greta Garbo, era algo especial, desde luego. No tenía nada que ver con las brujas medio viejas y amargadas que eran solteronas, divorciadas o viudas y que, por tanto, se habían visto obligadas a buscar trabajo como funcionarias en aquel lugar infernal.
Gitte Charles era de espalda erguida, rubia como Nete, y llevaba el pelo recogido con gracia, dejando expuesto el vello de la nuca, cosa que ni la directora se permitía. Era femenina y ligera, justo lo que Nete y muchas de las otras soñaban en convertirse.
Sí, las chicas lanzaban miradas envidiosas e incluso lujuriosas a Gitte Charles, pero pronto se dieron cuenta de que tras la fachada frágil acechaba un demonio. Y, aparte de Rita, todas se mantenían a distancia de ella, ya lo creo.
Cuando Charles, que era como la llamaban, se cansó de la compañía de Rita, depositó su mirada azul en Nete. Le prometió ayuda en las labores diarias, seguridad y tal vez la posibilidad de escaparse de la isla.
Todo dependía de lo cariñosa que decidiera ser Nete con Charles. Y si Nete, sin darse cuenta, se iba de la lengua hablando de lo que hacían, sería mejor para ella no beber nada de nada si es que deseaba seguir viviendo, decía Gitte Charles. Porque
podría
ser que llevara beleño.
Fue mediante aquella odiosa amenaza como aquella mujer introdujo a Nete en el beleño y en sus terribles propiedades.
—
Hyoscyamus niger
—dijo Charles con voz pausada y teatral para recalcar la gravedad del asunto. Solo de oír el nombre Nete sentía escalofríos. Después continuó—: Se decía que lo empleaban las brujas para poder volar hasta el monte Bloksbjerg. Y cuando encarcelaban a aquellas mujeres, sacerdotes y verdugos empleaban la misma hierba para abotargar los sentidos de las brujas bajo el tormento. Por eso lo llamaban ungüento de brujas, así que ten cuidado, te lo advierto. ¿No te parece que es mejor complacerme?