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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (55 page)

—Aquí tenéis a dos putas de Sprogø que se van a follar a vuestros maridos por diez coronas, ¡y esta es la peor! —gritó, agarrando la cara de Nete y girándola de un tirón hacia las señoras—. Mirad a la cara de la puta. ¿No creéis que vuestros maridos van a preferirla a ella que a vosotras, vacaburras? Y vive en la ciudad, así que cuidado.

Luego se volvió hacia Nete con ojos entornados.

—Entonces, ¿qué? ¿Vienes? Porque si no vienes, voy a seguir gritando hasta que llegue la Policía. Y después no va a serte tan fácil vivir en la ciudad, ¿no crees?

Más tarde llamaron a la puerta de su cuarto, donde estaba sentada, llorando, y su padre adoptivo entró sin hacer ruido.

Estuvo un buen rato serio y en silencio.

Ahora me dirá que me marche, pensó Nete. Tendré que ir a una familia que pueda mantenerme a distancia de la gente normal. Donde no se avergüencen, donde no sepan lo que es la vergüenza, pensó.

Entonces él colocó con cuidado su mano sobre la de ella.

—Has de saber, Nete, que lo único de lo que se habla en la ciudad es de lo digna que has estado esta mañana. Te has retorcido las manos, ya lo han visto, pero no has golpeado. En su lugar, has empleado la fuerza de la palabra; eso está bien.

—Así que ahora todos lo saben —observó Nete.

—Saber ¿qué? Lo único que saben es que te has inclinado hacia la que te ha provocado y que has dicho: «¿Me llamas puta
a mí
? ¿Sabes qué, Rita? La próxima vez que me confundas con mi hermana gemela, creo que esta buena gente te indicará el camino a un buen oculista. Hala, vete y no vuelvas; si no, llamo a la Policía. ¿De acuerdo?».

El hombre asintió en silencio.

—Eso es lo que saben. ¿Acaso importa?

Miró a Nete y sonrió hasta que ella salió de su reserva.

—Y otra cosa, Nete. Te he traído algo.

Manoseaba algo a su espalda.

—Toma —ofreció, tendiéndole un diploma con letras muy grandes. Le costó leerlo, pero llegó hasta el final, palabra por palabra.

«A nadie que sepa leer esto se le puede llamar analfabeto», ponía.

La tomó del brazo.

—Cuélgalo de la pared, Nete. Cuando hayas leído todos los libros de nuestras estanterías y resuelto todos los problemas de matemáticas que hacemos con los sordos, harás el bachiller para adultos.

El resto era ya pasado para cuando se dio cuenta. Segunda enseñanza, escuela de técnicos de laboratorio, titulación de técnica de laboratorio, empleo en Interlab y matrimonio con Andreas Rosen. Un pasado maravilloso que podría llamarse la segunda vida de Nete. Fue antes de que Andreas muriese, y mucho antes de que estuviera en su piso con cuatro asesinatos en su conciencia.

En cuanto termine con Gitte, empezará en serio mi tercera vida, pensó.

Entonces retumbó el timbre del interfono.

Cuando Nete abrió la puerta, Gitte se erguía ante ella igual que una columna de mármol devastada por el paso del tiempo, pero todavía guapa y majestuosa.

—Gracias por la invitación, Nete —dijo sin más, y se deslizó dentro como una serpiente en una ratonera.

Observó el pasillo, entregó su abrigo a Nete y después abordó la sala de estar como un barco pirata de incursión. La mirada despierta a más no poder de Gitte registró cada cuchara de plata, pesó y tasó cada cuadro.

Luego se volvió hacia Nete.

—Siento muchísimo que estés tan enferma, Nete. ¿Qué es? ¿Cáncer?

Nete asintió en silencio.

—¿Y no se puede hacer nada? ¿Los médicos están seguros?

Nete volvió a asentir en silencio, dispuesta a pedir a Gitte que se sentara, pero no preparada para lo que debía hacer.

—Siéntate, Nete, mujer, deja que te atienda. Veo que tienes té en la tetera, así que te serviré.

Dio un suave empujón a Nete y la acomodó en el sofá.

—¿Azúcar? —preguntó desde el aparador.

—No, gracias —contestó Nete, y se puso otra vez en pie—. Haré otra tetera, este té está frío. Está hecho desde el último invitado.

—¿El último invitado? ¿Ha habido más?

Gitte la miró con curiosidad, y empezó a servir el té, a pesar de las protestas de Nete.

Nete vaciló. ¿Era una pregunta tentativa? ¿Sabría o sospecharía algo? Nete la había visto venir del Pabellón del lago, así que había pocas probabilidades de que se hubiera encontrado con alguno de los otros.

—Sí, ha habido otros antes. Eres la última.

—Vaya.

Ofreció la taza de té a Nete y se sirvió una para sí.

—¿Y todos recibimos la misma recompensa?

—No, todos no. Por cierto, el abogado está haciendo un recado antes de que cierren las tiendas, así que tendrás que tener paciencia. ¿Tienes prisa?

La pregunta provocó una extraña carcajada. Como si la prisa fuera lo último en que pensara Gitte.

Tengo que aguantar hasta que me deje servir el té. Pero ¿cómo?, pensó Nete mientras las punzadas de dolor le taladraban la cabeza. Lo sentía como si le hubieran apretado contra el cráneo un casco forrado de pinchos.

—Es increíble que estés tan enferma. Por lo demás, los años parecen haberte tratado bien —reconoció Gitte mientras disolvía el azúcar de la taza.

Nete sacudió la cabeza. Le daba la impresión de que las dos se parecían en muchos sentidos, aunque no podía decirse exactamente que los años las hubieran tratado bien a ninguna de ellas. Las arrugas, la aspereza de la piel y las canas hacía tiempo que habían anunciado su llegada. Era evidente que ambas habían vivido una vida muy intensa.

Nete trató de recordar los tiempos con Gitte Charles en la isla. Todo parecía muy extraño, ahora que Nete sabía que los papeles estaban cambiados.

Después de hablar un rato de tonterías, Nete se levantó, tomó su taza y la de Gitte y se colocó junto al aparador, de espaldas, como las otras veces.

—¿Otra taza? —ofreció.

—No, gracias. No me sirvas más —respondió Gitte, mientras Nete vertía abundantes gotas de extracto de beleño en su taza—. Pero toma tú.

Nete hizo caso omiso de la arpía. ¿Cuántas veces la había tratado como a una esclava en la puñetera isla?, pensó. Así que de todas formas puso la taza frente a Gitte y ella no se sirvió. A causa de la migraña, la tensión arterial le provocaba zumbidos en los oídos. Hasta el olor del té le daba náuseas.

—¿Podemos cambiar asientos, Gitte? —preguntó, con la sensación de vomitar en la garganta—. Es que tengo una migraña espantosa, y no me conviene estar sentada mirando a la ventana.

—Vaya por Dios, ¿también eso? —observó Gitte, levantándose, mientras Nete movía la taza de la mesa.

—Tengo que estar un rato en silencio —dijo Nete—. En silencio con los ojos cerrados.

Cambiaron asientos y Nete cerró los ojos, tratando febrilmente de pensar. Si su antigua acosadora no se tomaba el té, tendría que ser otra vez el martillo. Le ofrecería una taza de café, buscaría el martillo, se lo incrustaría en la nuca y luego se sentaría hasta que el ataque de migraña remitiera. Por supuesto que el martillazo provocaría derramamiento de sangre, pero, como Gitte era la última, ya no importaba. Después de arrastrar el cadáver hasta donde estaban los demás podría lavar un poco la alfombra.

—Estate quieta, Nete. Tengo buena mano para los masajes, pero es difícil en esa postura incómoda; será mejor que te sientes en una silla —dijo la voz por encima de ella, mientras unos dedos se movían y apretaban la musculatura del cuello.

Oyó la voz de Gitte parloteando, pero las palabras se le escapaban. Aquellos movimientos ya los conocía de antes, bajo circunstancias muy distintas; eran maravillosamente sensuales y placenteros, y Nete detestaba todo aquello.

—Más vale que lo dejes —propuso, apartándose—. Si no, voy a vomitar. Solo tengo que estar sentada un rato. Ya he tomado una pastilla, así que pronto me hará efecto. Toma el té mientras tanto, Gitte, y hablaremos de todo cuando vuelva el abogado.

Entreabrió los ojos y vio que los dedos de Gitte la soltaban, como su hubieran tocado algo electrificado. Luego percibió a Gitte dando la vuelta a la mesa y la sintió deslizarse sin ruido en el sofá de al lado, y al cabo de un rato oyó también el tintineo de la taza de té.

Nete echó la cabeza atrás y vio entre las pestañas que Gitte levantaba la taza y la llevaba a la boca. Parecía tensa e inquieta. Olisqueó el té con las ventanas de la nariz bien dilatadas, tomó un pequeño sorbo, y de pronto sus ojos se abrieron como platos, reflejo de una sospecha y una actitud alerta. En aquel segundo Gitte dirigió a Nete una mirada rapidísima y muy directa, y volvió a olfatear la taza.

Cuando Gitte dejó la taza sobre la mesa Nete abrió los ojos poco a poco.

—Ahhh —exclamó mientras trataba de adivinar qué pasaba por la cabeza de Gitte—. Ya me siento algo mejor. Ha sido un buen masaje: tienes buenas manos, Gitte.

Levántate, machacaba en su interior. Ve a por el martillo y termina de una vez. Luego introducirás formol por la boca a los cadáveres y podrás tumbarte.

—Voy a por un vaso de agua —dijo, levantándose con cuidado—. Se me seca la boca con todas esas medicinas.

—Pues toma té —la presionó Gitte, tendiéndole la taza.

—No, no me gusta tibio; pondré agua a hervir. El abogado debe de estar al caer.

Dio un par de pasos rápidos hacia la cocina y abrió el armario, y mientras se agachaba para sacar el martillo, oyó la voz detrás.

—Mira, Nete, la verdad es que no me creo que haya ningún abogado.

44

Noviembre de 2010

La Jefatura de Policía era un mecanismo donde quedaba registrado el menor movimiento de rueda dentada, por pequeño que fuese. Como en un hormiguero, las señales centelleaban entre los edificios, y más rápido que lo que se tarda en explicarlo. Cuando los detenidos trataban de correr por los pasillos, cuando desaparecían pruebas materiales, cuando un compañero estaba enfermo grave o la directora de la Policía tenía problemas con los políticos, se sabía por intuición.

Aquel día era un hervidero de actividad. En el cuerpo de guardia se recibía a los invitados, el piso de la directora de la Policía echaba chispas, los asesores y la gente del despacho del fiscal no paraban quietos.

Y Carl sabía por qué.

Aquello de La Lucha Secreta y la gente que había detrás era material explosivo. Pero el material explosivo suele explotar si no se le echa agua encima a tiempo: y joder, qué manera de echar agua.

Aquel día se tramitaron unas cuarenta imputaciones, y en cada caso había que procurar que se aportara rápido algo concreto para sostener los cargos. El tren se había puesto en marcha, y ya habían llevado a interrogar a los policías de la lista de miembros del archivo de Curt Wad. Si aquello se filtraba antes de tiempo, iba a desatarse el infierno.

Carl sabía que todos los departamentos tenían la gente adecuada para llevar a cabo el trabajo, lo habían demostrado muchas veces. Pero sabía con la misma seguridad que, a pesar de los preparativos, en aquella tupida red tejida de pruebas e indicios había montones de agujeros en los que desaparecer. Solo se trataba de tener poder y visión de conjunto, y era justo eso lo que tenían las personas que perseguían. Así que a la mierda con los delincuentes violentos de poca monta. A la mierda con las tropas de asalto y los sicarios de Curt Wad. A la mierda con los soldados, aquellos no solían escaparse, y desde luego no muy lejos. No, buscaban a los estrategas, así que antes estaba el trabajo paciente con los interrogatorios de los peces chicos; después —eso esperaban— atraparían a los gordos.

El problema era que Carl era más impaciente que la mayoría, sobre todo en aquel momento. Los informes acerca de la situación de Assad no habían cambiado, así que podrían considerarse afortunados si salía con vida.

En una situación como aquella no podía ser paciente, era imposible.

Estuvo un rato sopesando qué hacer. Para él había dos casos que tal vez estuvieran relacionados, tal vez no. Uno eran las desapariciones de 1987, y el otro las intervenciones practicadas a muchas mujeres y los ataques contra Assad y contra él.

Rose lo había dejado confuso. Hasta ahora se habían centrado en Curt Wad, y Nete Hermansen era para todos su víctima, nada más. Hasta la llamada de Rose, Nete Hermansen había parecido un extraño eslabón inocente entre las personas desaparecidas; pero ahora se habían disparado todas las alarmas.

¿Por qué coño les mintió Nete Hermansen a él y a Assad? ¿Por qué había reconocido tener relación con todos los desaparecidos menos con Viggo Mogensen cuando, en realidad, era a él a quien debía estar agradecida por haber puesto en marcha la cadena de desgracias de su vida? Embarazo, aborto, violación, ingreso injusto en asilos y esterilización.

Carl no lo entendía.

—Decid a Marcus Jacobsen que puede llamarme al móvil —dijo en el cuerpo de guardia de la entrada cuando estuvo por fin dispuesto a ponerse en marcha.

Sus pies apuntaron al edificio de aparcamientos, donde estaban los coches patrulla, pero la cabeza se dio cuenta del error y corrigió la dirección. Ostras, no tenía coche; como que lo tenía Rose.

Miró hacia la terminal de Correos y saludó con la cabeza a dos agentes de paisano que salían. ¿Por qué no caminar? Dos kilómetros. ¿Qué era aquello para un hombre que estaba casi en su mejor edad?

Solo llegó a la Estación Central, donde su organismo protestó y los taxis lo tentaron.

—Al final de Korsgade, junto a los Lagos —dijo al taxista mientras el enjambre de gente zumbaba alrededor. Luego miró por encima del hombro. Era imposible saber si lo habían seguido.

Palpó la pistola. Esta vez no iban a pillarlo cagando y sin papel.

La anciana pareció sorprendida por el interfono, pero le reconoció la voz y le pidió que entrase y esperase un momento en el rellano, y que enseguida le abriría la puerta.

Transcurrió un rato hasta que se abrió la puerta y Nete Hermansen lo invitó a pasar, vestida con falda plisada y el pelo recién peinado.

—Disculpe —se presentó Carl, percibiendo un olor que, mucho más que la última vez, indicaba que allí vivía una mujer que tal vez no aireara la casa tanto como debiera.

Miró al pasillo y reparó en que la alfombra que había junto a la estantería de la pared del fondo hacía un pliegue, como si hubieran soltado los clavos que la fijaban y hubieran tirado de ella.

Luego giró la cabeza hacia la sala. Ella se dio cuenta de que no tenía intención de marcharse enseguida.

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