—Que te den —susurró.
Curt Wad lo oyó, pero se limitó a sonreír.
—Vaya, si sabes hablar, Carl Mørck, qué extraordinaria novedad. Hay tiempo de sobra, pero vamos a empezar contigo.
Bajó la vista a su bolso encima de la mesa.
—No voy a ocultaros que esta noche va a ser la última para vosotros. Eso sí, os prometo que, si colaboráis conmigo, haré que vuestra muerte sea rápida y sin dolor. Si no…
Metió la mano en el bolso y sacó un bisturí.
—Creo que no hace falta que diga más. Esta herramienta no me es desconocida.
Nete intentó decir algo otra vez, pero parecía seguir paralizada y distante.
Carl miró el bisturí y trató de concentrarse. Tiró de la cinta adhesiva que rodeaba sus muñecas sin fuerza ni resultado alguno. Se removió un poco en su asiento, pero su cuerpo apenas reaccionó. Aquello era para echarse a reír y a llorar a la vez.
¿Qué carajo me ocurre?, pensó. ¿Era así como se sentía una conmoción cerebral? ¿Sería posible?
Miró a Curt Wad. ¿Era sudor lo que goteaba de su nariz? ¿Era el cansancio lo que hacía que sus manos temblasen?
—¿Cómo es que os habéis puesto en contacto? ¿Te has dirigido tú a la Policía, Nete?
Wad se secó la frente y rio.
—No, no lo creo. También tú tienes cosas que ocultar, ¿verdad?
Señaló los cadáveres que lo rodeaban.
—¿Y quiénes son estos desgraciados con quienes habías pensado que muriera? Ese de ahí, por ejemplo: ¿quién es ese andrajoso deforme?
Señaló el cadáver que tenía enfrente. Al igual que los demás, estaba atado a la silla, pero no estaba erguido. El cuerpo era informe, y, pese a haberse resecado, seguía teniendo aspecto corpulento.
Curt Wad sonrió, pero de pronto se llevó la mano a la garganta, como si le quemara o no pudiera respirar. Carl también lo haría si pudiera.
Wad se aclaró la garganta un par de veces y volvió a secarse la frente.
—Cuéntame qué papeles han llegado a tus manos, Carl. ¿Sacasteis algo de mi archivo?
Dirigió el bisturí hacia la mesa e hizo un corte en el mantel. No había duda de lo afilado que estaba.
Carl cerró los ojos. No tenía ni puta gana de morir, y menos de aquella manera. Pero si tenía que morir, iba a ser con estilo, qué cojones. Aquel cabrón no iba a sacarle más que lo que quisiera él contarle.
—Vale, no dices nada. Cuando haya terminado con vosotros, llamaré a mis contactos para que vengan a retirar vuestros cadáveres, aunque…
Miró la estancia y aspiró hondo un par de veces. Se sentía muy mal. Así que desabrochó el botón superior de la camisa.
—Aunque es una pena echar a perder la buena compañía —terminó.
Carl no escuchaba. En aquel momento se concentraba de nuevo en su respiración. Aspirar por las comisuras, respirar por la nariz. Así no giraba tanto la sala. Seguía sintiéndose extraño, por definirlo de algún modo.
Entonces la mujer a su lado se movió.
—¡Ja, así que has tomado café! —dijo con voz ronca apenas audible, observando con frialdad a Curt Wad.
El anciano se puso rígido, tomó un vaso de agua y luego aspiró más hondo un par de veces. En aquel momento parecía aturdido, y Carl sabía con exactitud cómo se sentía.
Nete emitió unos sonidos que pudieran parecer risas.
—Así que todavía funciona. No estaba segura.
El anciano hundió la cabeza y le dirigió una mirada fría que expresaba cualquier cosa menos temor.
—¿Qué tenía el café? —preguntó.
Ella rio ante la pregunta.
—Suéltame y te lo diré. Pero no estoy segura de que eso vaya a ayudarte.
Curt Wad metió la mano en el bolsillo, sacó un móvil y tecleó un número sin dejar de mirar a Nete.
—Di lo que había en el café. Ahora mismo, si no te rajo, ¿entendido? Dentro de poco estará aquí uno de mis hombres y podrá darme el antídoto. Dilo y te soltaré. Ya no tendremos ninguna cuenta pendiente.
Estuvo un momento sin que respondieran. Luego plegó el móvil y volvió a marcar. Y cuando tampoco obtuvo respuesta se puso febril y tecleó otro número. Sin ningún resultado.
Carl sintió un calambre en el diafragma, y tomó aire tan hondo como pudo. Le hizo un daño de mil pares, pero cuando expulsó el aire las contracciones en los músculos del cuello y de la lengua remitieron. Se sintió mejor.
—Si llamas a tus sicarios —gimió—, me temo que no va a servirte de nada, porque no vas a encontrar a nadie, payaso.
Carl lo miró a la cara. Era evidente que Wad no comprendía de qué estaba hablando.
Entonces Carl sonrió, fue imposible evitarlo.
—Todos están detenidos. Encontramos la lista de miembros de La Lucha Secreta en el cuarto oculto de tu anexo.
En aquel segundo una sombra atravesó el rostro de Wad y todo su ser. Tragó saliva un par de veces, su mirada vagó por la estancia mientras su rostro iba perdiendo su brillo arrogante. Tosió y luego contempló a Carl con odio ardiente en la mirada.
—Me temo que debo eliminar a uno de tus invitados, Nete —dijo entre dientes—. Y cuando haya terminado vas a decirme con qué me has envenenado, ¿entendido?
Enderezó su largo cuerpo huesudo y empujó la silla hacia atrás. Asía el bisturí en la mano, y sus nudillos estaban blancos. Carl dejó caer la mirada. Aquel hijoputa no iba a tener la satisfacción de mirarlo a los ojos cuando hincara el estilete.
—Deja de llamarme Nete —dijo la mujer a su lado con voz ronca—. Me niego a tener esa camaradería contigo, Curt Wad. No me conoces para nada.
Tenía dificultades para respirar, pero la voz sonó clara.
—Antes de que te levantes, creo que deberías presentarte a tu vecina de mesa como es debido. Sí, creo que deberías hacerlo.
El anciano la miró con ojos sombríos, y luego giró la cabeza hacia la tarjeta de su vecina de mesa. Sacudió la cabeza.
—«Gitte Charles», pone. No la conozco.
—Vaya. Entonces, creo que debes mirar con más atención.
Mírala
bien, cabronazo.
Carl levantó la cabeza y vio a Wad volverse hacia su vecina de mesa en cámara lenta. Luego se inclinó un poco hacia delante para poder ver su rostro. Con manos encorvadas agarró la cabeza de la momia y la acercó hacia sí con un crujido.
Luego la soltó.
Giró despacio la cabeza hacia ellos con los labios entreabiertos y la mirada desenfocada.
—Pero si es Nete —balbuceó, llevándose la mano al pecho.
Después perdió el control de sus músculos faciales. La expresión de su rostro se transformó, fue como si se deformara. Luego cayeron los hombros, y el último resto de grandeza del hombre se desmoronó.
Dejó caer la cabeza hacia atrás y jadeó en busca de aire. Después cayó hacia delante.
Estuvieron callados, viendo cómo iban remitiendo las convulsiones. Aún respiraba, pero no iba a durar mucho.
—Soy Gitte Charles —dijo la mujer, girando su rostro hacia Carl—. La única persona de esta mesa que he matado es Nete. Era o ella o yo, y no ha sido asesinato. Un simple golpe con el martillo con el que pensaba matarme.
Carl asintió. Así que nunca había hablado con Nete. Aquello explicaba muchas cosas.
Estuvieron un rato sentados en silencio, siguiendo la mirada desorientada de Curt Wad y la lucha de su pecho por aspirar aire.
—Creo que conozco a todos los sentados a esta mesa —indicó Carl—. Pero ¿a cuántos de ellos conocías tú?
—Aparte de Nete, solo conocía a Rita.
Señaló con la cabeza el cadáver sentado junto a Carl.
—Fue la primera vez que vinisteis a preguntar cuando comprendí la relación entre los nombres de las tarjetas y las personas reales que se le habían cruzado a Nete en el camino. Yo solo era una de ellas.
—Si salimos de aquí, tendré que detenerte. Has querido matarme con el martillo, y me temo que eso no es todo —observó Carl—. No sé qué había en ese café, pero igual consigues quitarme de en medio.
Señaló con la cabeza hacia los ojos ligeramente pestañeantes de Curt Wad. El cóctel de veneno, edad y susto pronto haría efecto.
No le queda mucho, y me importa un rábano, pensó. La vida de Curt Wad por la de Assad, así tendría que ser.
La mujer a su lado sacudió la cabeza.
—Has bebido muy poco de tu café, así que estoy segura de que no morirás. El veneno es viejo.
Carl la miró con asombro.
—Gitte, has vivido la vida de Nete durante veintitrés años. ¿Cómo lo has logrado?
La mujer trató de reír.
—Éramos algo parecidas. Yo era un par de años mayor que ella y tenía un aspecto bastante gastado cuando ocurrió, pero eso se arregló. Unos meses en Mallorca, y me puse a punto. Aclararme un poco el pelo, ponerme ropa más moderna, todo me parecía bien. Nete vivía mejor que yo. Mucho mejor. Claro que pasaba miedo de que me desenmascarasen en el control de pasaportes, en el banco, en todas partes, pero ¿sabes? Me di cuenta de que nadie conocía a Nete aquí en Copenhague. Bastaba cojear un poco, era lo único en que se fijaban. Y mis invitados de aquí estaban bien donde estaban. Encontré un montón de formol en la cocina, así que no me costó mucho adivinar en qué había pensado emplearlo. Un buen lingotazo a cada uno para que no se pudrieran, y aquí está el resultado. Siguen de lo más elegantes donde los coloqué. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Descuartizarlos y meter los pedazos en bolsas de basura, para que fueran descubiertos por casualidad? No, Nete lo había calculado todo bien. Y ahora estamos a la mesa con ella sin poder hacer nada.
Echó a reír, histérica, y era fácil adivinar el porqué. Había desempeñado sin problemas el doble papel durante más de dos décadas, pero ¿de qué le valía ahora? Estaban atados en una habitación bien aislada. Por mucho que gritasen, nadie iba a oírlos. Así que ¿cómo iban a encontrarlos? ¿Y cuándo? Rose era la única que sabía que tal vez pudiera estar allí, pero le había dado una semana libre. Entonces, ¿quién?
Miró a Curt Wad, que de pronto los miró con los ojos muy abiertos. Después su cuerpo se estremeció, como si hiciera acopio de fuerza por última vez, y de pronto rodó sobre su cuerpo, mientras, en una última convulsión, alargaba el brazo hacia la mujer sentada junto a Carl.
Carl oyó morir a Curt Wad. Un estertor breve y débil, y luego se quedó quieto mirando fijamente al techo con aquellos ojos que habían clasificado a la humanidad entre gente que valía y gente que no valía.
Carl aspiró hondo, tal vez aliviado, tal vez impotente, ni él lo sabía. Luego giró la cabeza hacia la mujer, que temblaba levemente, y vio el bisturí hundido en su cuello. No había emitido el menor sonido.
En realidad, el silencio era absoluto.
Compartió dos noches con aquellas seis personas muertas. Y todo el tiempo su mente estaba en otra parte. En gente que se daba cuenta ahora de que quería más de lo que había imaginado. Assad, Mona y Hardy. Incluso Rose.
Cuando la tercera noche se extendió sobre las siluetas inertes que lo rodeaban, perdió el control y se durmió. No era tan difícil. Bastaba con dormir, dormir una eternidad.
Lo despertaron zarandeándolo y a gritos. No los conocía, pero le dijeron que eran de la CCI. Uno de ellos le palpó el cuello para tomarle el pulso, porque vio enseguida lo débil que estaba.
Cuando le dieron de beber agua fue cuando sintió verdadero alivio por haber salido de aquella ileso.
—¿Cómo? —preguntó con gran dificultad mientras le soltaban la cinta adhesiva de las piernas.
—¿Cómo te hemos encontrado? Hemos detenido a la tira de gente, y el que te siguió hasta aquí y avisó a Curt Wad empezó de pronto a hablar —le dijeron.
Me siguió, pensó Carl, irritado. Así que alguien lo había estado siguiendo.
A lo mejor se estaba haciendo viejo para aquel juego.
Diciembre de 2010
Un día de diciembre como aquel, con nieve semiderretida en las calles y velitas de Navidad en los ojos de todos, solía ser odioso para Carl. ¿Por qué esa alegría repentina por el agua que se volvía blanca, y por el calculado derroche masivo de las últimas fuentes de energía mundiales por parte de los grandes almacenes?
Carl aborrecía aquellas chorradas, y su humor aquel día era el previsible.
—Tienes visita —hizo saber Rose desde el hueco de la puerta.
Se dio la vuelta, dispuesto a mascullar que no tenían más que anunciar su llegada con anterioridad.
Impresión que no cambió cuando entró Børge Bak.
—¿Qué coño haces aquí? ¿Has encontrado otro puñal que clavarme en la espalda? ¿Cómo has podido pasar…?
—Traigo a Esther conmigo —anunció—. Quiere darte las gracias.
Carl se calló y miró a la puerta.
Llevaba un pañuelo multicolor que cubría su cuello y la parte inferior de la cabeza, y le dejó verle la cara por partes. Primero, el lado que solo estaba algo descolorido e hinchado; después el que los cirujanos plásticos habían reconstruido con sumo trabajo, y que aún estaba negro de postillas por los cortes de bisturí y medio cubierto de gasa. Lo miró con un centelleo en un ojo, mientras que el otro estaba cerrado. Luego lo abrió despacio, como para no asustarlo, y Carl vio que estaba mate. De color lechoso y muerto, pero con una sonrisa en el rabillo.
—Børge me ha contado cómo os ocupasteis de que Linas Verslovas desapareciera. Muchas gracias, de no ser por vosotros nunca más me habría atrevido a salir a la calle.
Llevaba un ramo de flores en la mano, y Carl iba a aceptarlo con estudiada timidez cuando ella preguntó si podía ver a Assad.
Carl hizo un movimiento de cabeza lento hacia Rose, y mientras ella iba en busca de Assad se quedaron en silencio, esperando.
Vaya agradecimiento.
Entonces apareció Assad, que no dijo nada mientras ella se presentaba y le exponía el objeto de la visita.
—Muchas gracias, Assad —dijo, ofreciéndole las flores.
A Assad le llevó algo de tiempo levantar el brazo izquierdo, y otro tanto asir bien el ramo.
—Me alegro, o sea —correspondió. Su cabeza seguía temblando un poco al hablar, pero estaba mejorando. Esbozó su nueva sonrisa irónica y trató de levantar la mano derecha para saludar, pero no llegó a tanto.
—Voy a ponerlas en un jarrón —dijo Rose, mientras Esther Bak le daba un abrazo y se despedía de ambos con un gesto de la cabeza.
—Nos veremos pronto. El 1 de enero empiezo en el sótano de los objetos robados. Registrar cosas robadas también tiene relación con el trabajo policial —fue la despedida de Bak.