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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (29 page)

—Está creando un partido fascista, ¿verdad, Curt Wad? —había gritado el periodista mientras atravesaba el gentío con la grabadora dirigida hacia Curt.

Este sacudió la cabeza y sonrió; era lo que había que hacer cuando la gente se acercaba demasiado.

—No, ¡desde luego que no! —gritó él también—. Pero hablemos con mayor tranquilidad en otro momento. Entonces haré que se dé cuenta de su error y le contaré lo que quiera saber.

Consiguió dirigir una mirada fugaz a los del servicio de orden antes de que agarraran al hombre; entonces se retiraron, y la multitud volvió a engullir al periodista. Era legal defenderse de los idiotas y los descontentos corrientes, pero no se podía atacar a periodistas trabajando; tendrían que aprender eso.

—¿Quién era ese? —preguntó a Lønberg tras cerrar las puertas que daban al gran salón de la reunión.

—Nadie importante. Uno de la
Prensa Libre
, que reúne material para el enemigo. Se llama Søren Brandt.

—Entonces ya sé quién es. Vigiladlo.

—Ya lo vigilamos.

—Pues vigiladlo más.

Lønberg asintió con la cabeza, Curt le dio una palmada en el hombro y luego abrió la puerta de una sala menor. Había allí un grupo exclusivo de unos cien hombres esperándolo.

Subió a un pequeño podio y miró a los fieles seguidores que se enderezaban en las butacas y le dedicaban un aplauso.

—Señores míos —comenzó—. ¿Está aquí la élite que hace frente a la prohibición de fumar?

Varios exhibieron amplias sonrisas, y uno de ellos se estiró para ofrecerle un puro de su estuche de cuero. Curt Wad sonrió y movió la mano para rechazar la oferta.

—Gracias, amigo, pero hay que cuidar la salud. Que uno ya no tiene ochenta años.

Rieron de buena gana. Era maravilloso estar entre ellos. Eran los iniciados. Gente en la que se podía confiar. Hombres capacitados que habían trabajado mucho por La Lucha Secreta, y la mayoría de ellos durante muchos años. Lo que tenía que contarles no iba a gustarles.

—Bueno, la asamblea nacional va de maravilla, así que si ese ambiente sublime refleja la postura de una amplia franja de la población danesa, creo que podemos esperar muchos escaños en las próximas elecciones.

Al oírlo, todos se levantaron para aclamarlo y aplaudirlo.

Tras unos instantes de gloria, los silenció con gestos, y luego aspiró hondo.

—Los aquí presentes hemos consolidado el espíritu de Ideas Claras. Somos nosotros quienes hemos estado durante años en las barricadas, haciendo el trabajo necesario. Hemos estado en primera línea de la moral y lo razonable, y dispuestos a hacerlo con discreción y en silencio. «Cosecha más honores quien solo desea cosecharlos para el Señor», solía decir mi padre.

Volvieron los aplausos.

Curt esbozó una breve sonrisa.

—Gracias. Mi padre se habría alegrado si hubiera estado aquí.

Después hundió la cabeza y miró a los que tenía más cerca.

—Nuestro trabajo de esterilizar e interrumpir embarazos a mujeres que no están en condiciones de engendrar una descendencia que sea digna de nuestro país tiene una larga tradición, y mediante ese trabajo todos los presentes hemos comprendido que la indiferencia no conduce a nada bueno.

Levantó ambas manos en reconocimiento hacia los congregados.

—Los que estamos aquí no hemos sido indiferentes.

Algunos volvieron a aplaudir.

—Y ahora, de nuestras ideas básicas ha surgido un partido que, por vías políticas, va a crear una sociedad en la que el trabajo que hemos realizado a escondidas y con la ley en contra, en un futuro próximo podrá salir a la luz, será legal y la práctica generalizada.

—¡Eso, eso! —gritó alguien.

—Me temo que, hasta entonces, este grupo deberá suspender sus actividades.

Aquello creó bastante agitación. Muchos se quedaron callados, con los puros humeando en sus manos.

—Ya habéis visto cómo ha intentado ese periodista reunir argumentos contra quienes estábamos en el salón. Habrá más como él, y nuestra obligación más importante es cortarles las alas. Por eso, y hasta nueva orden, tendremos que reducir el trabajo que realizamos en este grupo.

Hubo murmullos, que se acallaron en cuanto alzó la mano.

—Esta mañana hemos sabido que uno de nuestros mejores amigos, Hans Christian Dyrmand, de Sønderborg, sí, ya veo que muchos de los presentes conocen en persona a Hans Christian, se ha quitado la vida.

Bajó la vista a los rostros de los presentes. Miedo en algunos de ellos, reflexión en otros.

—Sabemos que Hans Christian ha sido objeto de investigaciones por parte de la Dirección de Salud durante las dos últimas semanas. Tal como
puede
suceder, aunque no
debería
suceder, uno de sus abortos y la esterilización consiguiente se hicieron de forma tan chapucera que la chica tuvo que buscar ayuda en el hospital de Sønderborg. Hans Christian ha aceptado las consecuencias y ha destruido todos sus historiales y documentación personal, y después ha optado por el último recurso.

Se oyeron comentarios sueltos, pero Curt no pudo distinguirlos unos de otros.

—Si la información de que Hans Christian era miembro de La Lucha Secreta hubiera visto la luz, podemos imaginar las consecuencias. También él lo sabía, al parecer. Nuestro trabajo en Ideas Claras podría haberse ido al traste.

Nadie dijo nada en la larga pausa que siguió.

—Esa clase de signos de debilidad no puede aceptarse en la actual situación, cuando la proyección al exterior de nuestra imagen mediante el partido Ideas Claras debe venderse y arraigar entre el pueblo danés —declaró.

Después se le acercaron varios para comunicarle que, pese a sus advertencias, se proponían continuar con sus actividades secretas, pero con el compromiso de revisar todos sus papeles para que nada pudiera poner en peligro la causa.

Era justo lo que deseaba conseguir Curt. Seguridad ante todo.

—¿Vendrás al funeral de Hans Christian? —preguntó Lønberg después.

Curt sonrió. Era un buen hombre aquel Lønberg. Siempre al acecho de debilidades en la capacidad de juicio de los demás; de eso tampoco se libraba Curt.

—Claro que no, Wilfrid. Pero vamos a echarlo de menos, ¿verdad?

—Sí.

Lønberg cabeceó arriba y abajo. Debió de ser duro para él tener que convencer a uno de sus buenos y viejos amigos para que tomara los somníferos.

Muy, muy duro.

Cuando llegó a casa, Beate estaba ya dormida en su cama.

Encendió el iPhone que le había regalado su hijo y observó que había una ristra de mensajes.

Tendrán que esperar hasta mañana, pensó. Ahora estaba demasiado cansado.

Luego se sentó un rato en el borde de la cama y observó el semblante de Beate con los ojos algo entornados, como para difuminar el trazo crudo del tiempo. Para él seguía estando guapa; lo hacía más que nada por olvidar lo frágil que se había vuelto.

Luego la besó en la frente, se desvistió y fue a ducharse.

Bajo la ducha era un anciano. Allí no podía hacer caso omiso de la decadencia de su cuerpo. Cuando se miraba cuerpo abajo, sus pantorrillas habían encogido, y su piel, antes cubierta de recio vello negro, estaba pálida y desnuda. El jabón no se deslizaba sobre la piel del vientre como en los viejos tiempos, los brazos apenas le llegaban a la espalda.

Echó la cabeza atrás y trató de sacudirse la tristeza, mientras notaba el fuerte impacto de los chorros en su rostro.

Envejecer no era fácil, tampoco lo era dejar las riendas. Bien es verdad que había recibido la ovación de los reunidos ese día, pero lo hizo en su calidad de hombre que se retira a un segundo plano. De hombre que
ya
había dado de sí lo que debía. Un mascarón de proa que debería reinar y nada más. A partir de ese día iban a ser los otros los que hicieran declaraciones en nombre del partido. Podría dar consejos, claro, pero la asamblea general ya había designado a sus representantes, y ¿cómo sabía que siempre iban a seguir sus consejos?

Siempre, se dijo para sí. Pero era una palabra extraña en labios de alguien que tenía ochenta y ocho años. La palabra «siempre» parecía de pronto tan limitada en el tiempo…

Se sacudió el agua del torso, y trataba de caminar sin resbalar cuando sonó el iPhone del bolsillo del pantalón, que estaba sobre la tapa del inodoro.

—¿Sí…? —dijo, mientras el agua chorreaba sobre el felpudo a sus pies.

—Soy Herbert Sønderskov. Llevo todo el día llamándote.

—Vaya —exclamó—. Llevaba tiempo sin saber de ti, amigo. Perdona, pero es que he tenido el móvil apagado hoy. Hemos celebrado nuestra asamblea general constituyente en Tåstrup.

Herbert lo felicitó, pero no había alegría en su voz.

—Curt, hemos tenido visita de la Policía a cuenta de unos casos de desaparición, entre otros, el de Philip. Era un tal Carl Mørck, de Jefatura. Mie te ha mencionado sin querer varias veces. También ha hablado de La Lucha Secreta.

Curt estuvo un momento callado.

—¿Qué sabe Mie de eso?

—No gran cosa. De mí, desde luego, nada, y seguro que tampoco de Philip. Solo ha juntado cuatro cosas por aquí y por allá. También ha mencionado a Louis Petterson. No paraba de hablar, por mucho que la he advertido que callara. Se ha vuelto algo terca últimamente.

No era una buena noticia.

—¿Qué ha dicho en concreto? Cuéntame.

Curt tenía el cuerpo helado, todos sus folículos estaban contraídos y los pelos del cuerpo erizados.

Escuchó el relato de Sønderskov sin hacer ningún comentario. Solo después habló.

—¿Sabes si ese policía se ha puesto en contacto con Louis Petterson?

—No, y lo comprobaría, pero es que no tengo el número de móvil de Petterson. Eso no se encuentra tan fácil en internet, ¿verdad?

Sobrevino un largo silencio, durante el que Curt trató de evaluar las consecuencias. No era una noticia nada buena.

—Herbert, nuestro trabajo jamás ha estado tan en peligro como ahora, así que trata de entender lo que voy a pedirte. Tú y Mie vais a salir de viaje, ¿me oyes? Luego te reembolsaré los gastos. Vais a ir a Tenerife. En la costa oeste hay unos acantilados que se llaman de los Gigantes. Son muy empinados y caen directos al mar.

—Oh, no… —se oyó una voz débil.

—¡Herbert, escucha!
No
hay otra solución. Tiene que parecer un accidente, Herbert, ¿me oyes?

Al otro lado de la línea se oyó una respiración jadeante.

—Herbert, se trata de tu hermano, de ti, de un montón de tus amigos, buenos compañeros y conocidos. De años de trabajo en balde y ruina política. Si no paramos los pies a Mie va a caer mucha gente. Hablamos de un sinfín de juicios. Larguísimas condenas de prisión, deshonra y quiebra. Se irá al traste todo el trabajo de montar una organización. Miles de horas y muchos millones en donaciones. Hoy hemos tenido la asamblea general de Ideas Claras, vamos a estar en el Parlamento. Es lo que tú y Mie estáis a punto de desbaratar, a menos que hagas algo.

La respiración agitada continuaba.

—¿Ya te preocupaste, tal como convinimos, de destruir los ficheros de Philip? ¿Han desaparecido todos los documentos de los ficheros?

Herbert no respondió, y eso atemorizó a Curt. Entonces tendrían que ocuparse ellos del asunto y llevarse el material.

—Curt, no puedo hacerlo. ¿No podemos irnos de viaje y volver sin más cuando todo se haya calmado? —suplicó Herbert. Como si no supiera que no iba a servir de nada.

—¿Dos ancianos con pasaporte danés? Pero ¿qué dices? Estás loco. ¿Cómo ibais a pasar desapercibidos? La Policía os encontrará de todas, todas. Y si no, os encontraremos nosotros.

—Oh, no —se oyó de nuevo.

—Tienes veinticuatro horas para largarte. Puedes comprar los billetes mañana en Star Tour, y si no hay vuelos o no quedan plazas, toma el avión a Madrid, y desde allí un vuelo nacional a Tenerife. En cuanto llegues vas a empezar a hacer fotografías del lugar donde estés, cada cinco horas, y me las mandas por correo electrónico, para que pueda seguir vuestros movimientos. Y no quiero oír hablar más del asunto, ¿entendido?

La respuesta fue algo vacilante.

—Tranquilo, no lo oirás.

Y la comunicación se cortó.

Los tendremos controlados, se dijo para sí. Y después sacaremos los putos archivadores y los quemaremos.

Curt miró en la pantalla del iPhone las últimas llamadas. Herbert había dicho la verdad. Había estado llamando a Curt a intervalos de media hora desde las doce y media, y luego Louis Petterson había hecho otras quince llamadas.

Aquello no tenía buena pinta.

La investigación policial sobre la desaparición de Philip Nørvig no lo inquietaba lo más mínimo, al fin y al cabo no tenía nada que ver con él. Lo peor era lo que Mie había dicho a la Policía.

¿No había advertido acaso a Philip que anduviera con cuidado con aquella maldita mujer? ¿No dijo más tarde lo mismo a Herbert?

¿Acaso no se lo había advertido?

Tras media hora de nervios y muchas llamadas en vanoal móvil de Louis Petterson, el joven periodista respondió.

—Perdone, pero es que apagaba el móvil después de cada llamada, para eliminar rastros —comunicó—. Y tampoco quiero arriesgarme a que ese Carl Mørck y su gorila de ayudante me llamen.

—Hazme un resumen rápido —lo instó Curt, y después de que Petterson se lo hubiera hecho preguntó—: ¿Dónde estás ahora?

—En un área de descanso a la salida de Kiel.

—Y ¿adónde te diriges?

—Eso no tiene por qué saberlo.

Curt asintió en silencio.

—Tranquilo, me he llevado todos los documentos de Benefice.

Buen chico.

Se despidieron y Curt se vistió. La cama tendría que esperar.

Después subió al taller-cocina del primer piso. Tiró de un cajón bajo la mesa cubierta de herramientas, levantó una bandeja de plástico llena de tornillos, la depositó en el banco de carpintero y sacó el viejo móvil Nokia que había debajo.

Lo puso a cargar, rascó una tarjeta de prepago, activó el teléfono y luego tecleó el número de Caspersen. Tras solo diez segundos respondieron.

—Es tarde, Curt. ¿Cómo es que llamas desde ese teléfono?

—Una emergencia —respondió—. Apunta el número y llámame con tu teléfono de tarjeta. Dentro de cinco minutos exactos.

Caspersen hizo lo acordado. Y siguió la explicación de Curt en profundo silencio.

—¿Tenemos a alguien de confianza en Jefatura? —preguntó después Curt.

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