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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (25 page)

Carl observó la cola de coches ante el coche patrulla, apretando las mandíbulas. Si hubiera pensado un poco, habrían salido a la carretera media hora más tarde.

—Mucho tráfico —informó Assad. Desde luego, no se le escapaba una.

—Sí. Como no empiece a aflojar el puñetero tapón, no vamos a llegar a Halsskov hasta las diez.

—Bueno, tenemos todo el día por delante, Carl.

—No, tengo que estar de vuelta para las tres.

—Vaya. Bueno, pues entonces, o sea, más vale que nos olvidemos de esto —dijo, señalando el GPS—. Salimos de la autopista y llegamos en menos que canta un gallo. Ya te indico yo el camino. Puedo consultar el mapa.

Aquella observación les costó una hora más hasta aparcar en la entrada de la casa de la viuda de Philip Nørvig justo cuando daban por la radio las noticias de las once.

—Una gran manifestación ante la casa de Curt Wad — informó la locutora—. Se ha puesto en marcha una acción común entre movimientos de base para dejar patentes los principios antidemocráticos que inspiran a Ideas Claras. Curt Wad ha manifestado…

En aquel momento Carl apagó el motor y pisó la gravilla del sendero de entrada.

—¡Si no hubiera sido por Herbert…!

La viuda de Philip Nørvig señaló con la cabeza a un hombre de su misma edad, mediados los setenta, que entró en la sala a saludar.

—… Cecilie y yo no habríamos podido seguir viviendo en esta casa.

Carl saludó cortés al hombre, que se dispuso a sentarse.

—Entiendo que debió de ser un momento duro para usted —dijo Carl, moviendo la cabeza arriba y abajo.

Y no exageraba nada, pues su marido no solo fue a la bancarrota, sino que se permitió escapar del follón que había montado.

—Voy a ir al grano, Mie Nørvig —dijo, y vaciló un poco. Porque sigue apellidándose Nørvig, ¿verdad?

La viuda se frotó el dorso de la mano. La pregunta parecía haberla cohibido.

—Bueno, Herbert y yo no estamos casados. Cuando Philip desapareció fui a la quiebra, y no pudimos casarnos.

Carl trató de sonreír comprensivo, pero le importaba un pimiento el estatuto marital de la gente.

—¿Es posible que su marido se escapara de todo, que la situación se le hiciera incontrolable?

—No si se refiere a que pudiera suicidarse. Philip era demasiado cobarde para eso.

Sonó un poco duro, pero la realidad era tal vez que ella habría preferido que el hombre se hubiera colgado de uno de los árboles del jardín. También habría sido mejor para ella.

—No, me refiero a que su marido pudo escapar de todo, pero de verdad. Puede que fuera guardando dinero y se estableciera en alguna parte, en el quinto pino.

Ella lo miró, sorprendida. ¿Nunca le había pasado por la cabeza esa posibilidad?

—Imposible. A Philip no le gustaba nada viajar. A veces le suplicaba que hiciéramos algún pequeño viaje, ir a Harzen en autobús y cosas así. Solo un par de días. Pero no, no era del gusto de Philip. No le gustaban los sitios desconocidos. ¿Por qué cree, si no, que estableció su bufete en este agujero? Porque estaba a dos kilómetros de donde se había criado. ¡Por eso!

—Ya, pero quizá no tuviera otro remedio que marcharse, tal como estaban las cosas. La pampa argentina o los pueblos de montaña de Creta son bastante adecuados para tragarse a gente con problemas en el frente doméstico.

La viuda dio un bufido y sacudió la cabeza. Estaba claro que se le hacía del todo impensable.

Entonces intervino el hombre a quien había llamado Herbert.

—Perdone, pero me gustaría añadir que Philip era compañero de clase de mi hermano mayor, y mi hermano decía siempre que Philip era la personificación de un gallina.

Dirigió una mirada expresiva a su compañera sentimental. Seguro que para afianzar su posición como mucho mejor partido que su predecesor.

—Una vez que toda la clase iba de vacaciones a la isla de Bornholm, Philip no quiso ir. Dijo que no se entendía ni clavo de lo que decían los isleños, y que no le interesaba. Y aunque los profesores se cabrearon, no cedió. Era imposible obligarle a hacer algo que no quisiera.

—Mmm, a mí no me parece que fuera exactamente un gallina, pero por aquí tal vez vean las cosas de otro modo. Bien, entonces vamos a dejar de lado esa teoría. Nada de suicidio, nada de escapar a otro país. Lo único que queda es accidente, homicidio y asesinato. ¿Con cuál se quedan?

—Creo que fue esa condenada asociación de la que era miembro la que lo mató —sugirió la viuda, clavando la mirada en Assad.

Carl giró la cabeza hacia su ayudante, cuyas cejas oscuras estaban casi pegadas al pelo, junto al conocido montón de arrugas de la frente.

—Bueno, Mie, no puedes decir eso —la amonestó Herbert desde el sofá—. De eso no sabemos nada.

Carl fijó la mirada en la anciana.

—No entiendo. ¿Qué asociación? —preguntó—. En los informes policiales no hay nada sobre ninguna asociación.

—Es que no lo mencioné.

—Vaya. ¿Tal vez pueda levantar un poco el velo sobre lo que quiere decir?

—Sí. La asociación se llamaba La Lucha Secreta.

Assad sacó su bloc de notas.

—¿La Lucha Secreta? Qué nombre más pintoresco, suena casi como una vieja novela de Sherlock Holmes.

Trató de sonreír un poco, pero otras sensaciones habían despertado en su interior. Por eso preguntó:

—¿Y qué es eso de La Lucha Secreta?

—Mie, no creo que debas… —trató de meter baza Herbert, pero Mie no le hizo caso.

—No sé mucho de esa asociación, porque Philip nunca me decía nada al respecto, es que por lo visto no le dejaban. Pero con el paso de los años oí muchas cosas. No olvide que era su secretaria —respondió, apartando con la mano las protestas de su compañero sentimental.

—¿Qué cosas? —quiso saber Carl.

—Que había gente que merecía tener hijos y gente que no. Que Philip a veces ayudaba para imponer una esterilización forzada. Llevaba años haciéndolo antes de entrar yo en la empresa. Muchas veces hablaban de un caso antiguo cuando Curt venía de visita. Por lo visto, fue el primer caso en que colaboraron, el caso Hermansen, lo llamaban. Philip fue en los años siguientes la persona de contacto para médicos y otros abogados. Era como una gran red que dirigía él.

—Ya veo. Bueno, era el espíritu de la época, ¿no? Pero ¿por qué había de estar en peligro su marido debido a eso? Desde luego, se han esterilizado a muchísimos retrasados mentales durante años con la conformidad y la bendición de las autoridades.

—Sí, pero muchas veces se esterilizaba e internaba en asilos a gente que no era retrasada, porque era la manera más fácil de quitarla de en medio. Las gitanas, por ejemplo. Y mujeres de familias numerosas, y receptores de renta de subsistencia o prostitutas. Si La Lucha Secreta conseguía atraer a las mujeres a sus consultas, esas mujeres salían a menudo con las trompas ligadas, y desde luego sin feto en su útero, si es que lo había habido.

—No acabo de entenderlo. ¿Está diciendo que se hacían intervenciones graves, radicales y, por lo que oigo, también del todo ilegales en el vientre de las mujeres, y además sin su conocimiento?

Mie Nørvig levantó la cucharilla y removió en la taza. Tampoco es que hiciera falta, porque era café solo y estaba frío. Así que esa era su respuesta. De ahora en adelante tendrían que arreglárselas solos.

—¿Y tiene algo sobre esa asociación, La Lucha Secreta? ¿Apuntes, archivos, historiales o informes?

—No exactamente, pero tengo los expedientes y recortes de periódico de Philip en la planta baja, en su antiguo despacho.

—Oye, Mie, francamente ¿te parece una buena idea? ¿Sirve para algo? —preguntó su compañero sentimental—. Me refiero a que vamos a estar todos mejor si no revolvemos el viejo asunto, ¿no?

Mie Nørvig no respondió.

En aquel momento Assad levantó el brazo con cuidado, con una expresión de dolor en el rostro.

—Perdonen. ¿Puedo utilizar, o sea, el baño?

A Carl no le gustaba inspeccionar montones de viejos papeles, ya tenía a gente para eso. Pero como uno estaba en el trono mientras la otra cuidaba el despacho en retaguardia, no le quedó otro remedio.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó a la viuda, que estaba en medio del despacho del sótano mirando alrededor, como si no reconociera la estancia.

Carl dio un suspiro cuando ella sacó un par de cajones de dos archivadores, desvelando innumerables carpetas colgantes que los llenaban a reventar. Repasar aquello era una enormidad, así que la verdad era que prefería evitarlo.

La viuda se alzó de hombros.

—Llevo un montón de años sin mirar en los archivadores. De hecho, desde que Philip desapareció no me gusta nada bajar aquí. Ya me ha pasado por la mente tirarlo todo, no crea; pero es que son papeles confidenciales, y entonces hay que hacerlo como es debido, y es muy complicado. Así que prefiero cerrar con llave y olvidarme de ello; al fin y al cabo la casa es grande.

Calló un momento y volvió a mirar alrededor.

—Sí, no es moco de pavo —terció Herbert—. Tal vez debiéramos echarle un vistazo sin prisas Mie y yo. Si encontramos algo que pudiera interesarles, podemos enviárselo, ¿no? Solo tienen que decirnos qué quieren que busquemos.

—¡Ahora me acuerdo! —exclamó Mie Nørvig, señalando un armario de puerta persiana de madera clara, lleno de cajas con sobres impresos, tarjetas de visita y formularios.

Hizo girar la llave, y la tapa del armario se deslizó con un sonido sibilante, como la hoja de una guillotina.

—Ese de ahí —dijo, señalando un bloc azul de espiral tamaño pliego—. Lo rellenaba la primera mujer de Philip. Así que después de 1973, cuando Philip y Sara Julie se divorciaron, los recortes de periódico estaban sin pegar. Estaban sueltos.

—Pero entonces ¿usted ya los conoce?

—Sí, claro. Es que luego fui yo quien metía los artículos que Philip me pedía que recortase de los periódicos.

—Entonces, ¿qué quiere enseñarme? —preguntó Carl, mientras observaba que Assad volvía a la estancia y ya no estaba más pálido que lo que le convenía estar a una persona de origen árabe. Tal vez hubiera servido de algo la visita al baño.

—¿Estás bien, Assad? —preguntó.

—Una pequeña recaída, Carl.

Se apretó con cuidado el vientre, para dejar entrever que podrían quedar aún movimientos peristálticos descontrolados.

—Tenga. El recorte es de 1980, y esa es la persona a la que me refiero —hizo saber Mie Nørvig, señalando un recorte de periódico—. Curt Wad. A ese no lo tragaba. Cada vez que venía aquí, o cuando mi marido había hablado con él por teléfono, Philip se quedaba como transformado. Después de aquellas charlas se volvía muy cínico. No, la palabra no es esa, no es cínico: es duro como la piedra, como si careciera de sentimientos humanos. Y podía tratarnos con increíble frialdad a mí y a nuestra hija, sin ningún motivo. Como si su personalidad hubiera cambiado, porque normalmente era amable; pero en situaciones así discutíamos a menudo.

Carl miró el artículo. «Ideas Claras inaugura una sección local en Korsør», decía el titular, y debajo se veía la foto de prensa. Allí estaba Philip Nørvig con una chaqueta de lana a cuadros, mientras el hombre a su lado vestía un elegante traje negro y corbata bien prieta.

«Philip Nørvig y Curt Wad presidieron la reunión con gran autoridad», rezaba el pie de foto.

—¡Anda la osa! —exclamó Carl, mirando con aire de disculpa a los dueños de la casa—. Pero si es ese del que tanto se habla estos días. Claro, ahora recuerdo el nombre Ideas Claras.

Era una versión de Curt Wad algo más joven que la que había visto la víspera en la tele. Patillas negras. Un hombre alto y apuesto en la flor de la edad, y a su lado un hombre delgado con las rayas del pantalón bien marcadas y una sonrisa que parecía forzada y poco habitual.

—Sí, es él. Curt Wad —dijo Mie Nørvig, asintiendo con la cabeza.

—Estos días está haciendo campaña para meter a Ideas Claras en el Parlamento, ¿verdad?

Ella volvió a asentir con la cabeza.

—Sí, y no es la primera vez. Pero ahora parece que va a conseguirlo, y es terrible, porque es poderoso y cínico, tiene unas ideas enfermizas. No se puede permitir que se extiendan más.

—De eso no sabes nada, Mie —volvió a intervenir Herbert.

Quién le habrá dado vela en este entierro, pensó Carl.

—Claro que sé —replicó Mie Nørvig, algo irritada—. ¡Y también tú sabes! Has leído los periódicos igual que yo. Piensa, por ejemplo, en lo que estuvo escribiendo una temporada aquel Louis Petterson, ya hemos hablado de eso. Curt Wad y sus simpatizantes han tenido relación con casos feos de abortos, a los que se referían como raspados necesarios, y esterilizaciones. Intervenciones de las que las mujeres ni siquiera llegaban a tener conocimiento.

Herbert volvió a protestar, más afectado de lo razonable.

—Mi esposa… o sea, Mie, tiene la idea obsesiva de que Wad es el culpable de la desaparición de Philip. Ya saben lo que puede hacer el dolor…

Carl frunció el entrecejo y no perdió detalle de los gestos de Herbert, mientras que Mie Nørvig no le hizo el menor caso. Como si los argumentos de él hubieran perdido fuerza tiempo atrás.

—Dos años después de hacerse esa foto de prensa, después de miles de horas dedicadas a Ideas Claras, lo expulsaron. ¡Ese…! —dijo, señalando a Curt Wad—. Vino aquí en persona y expulsó a Philip sin previo aviso. Lo acusaba de malversación de fondos, pero no era cierto. Tampoco era cierto que Philip hubiera incurrido en abuso de confianza dentro de su empresa, ni se le pasaría por la cabeza. Lo que pasa es que no se le daban bien los números.

—Mie, no puedes vincular sin más la desaparición de Philip con Curt Wad y aquel episodio —la reconvino Herbert, muy moderado ya—. No olvides que el hombre todavía vive.

—Curt Wad ya no me da miedo, ¡ya hemos hablado de eso!

Su crítica fue vehemente, y llegó acompañada de rubor en las mejillas, en un rostro por lo demás bien empolvado.

—Por esta vez mantente fuera de la discusión, Herbert. No me interrumpas, ¿entendido?

Herbert se retiró. Era evidente que iban a volver a tratar la cuestión luego a puerta cerrada.

—¿Tal vez es también usted miembro de Ideas Claras, Herbert? —preguntó Assad desde el rincón.

La mandíbula del hombre se estremeció, pero no hizo ningún comentario. Carl miró inquisitivo a Assad, que señaló con la cabeza un diploma enmarcado colgado de la pared. Carl se acercó más. «Diploma de Honor», ponía. «Concedido a Philip Nørvig y Herbert Sønderskov, del bufete Nørvig & Sønderskov, por patrocinar las becas de Korsør en 1972.»

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