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Authors: Antonia J. Corrales

Tags: #Drama, #Romantico

En un rincón del alma (7 page)

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Pasó demasiado tiempo hasta que nos establecimos en aquella urbanización, tan de moda y tan socialmente discutible, situada en la periferia de la capital. Mena y Adrián, despuntaban adolescencia y comenzaban a ver a los hombres y mujeres que tenían la edad de Carlos y la mía como viejos. Carlos, como de costumbre, viajaba; viajaba y viajaba, más que antes, más que nunca. Y yo esperaba; esperaba y esperaba, más que antes, más que nunca. Así, nuestra nueva vida, poco a poco, viaje tras viaje, se convirtió en un reencuentro que nunca llegó a conseguir que nos encontrásemos de nuevo. Caminábamos por el mismo sendero, pero perseguíamos un destino diferente. Yo, viajaba sola.

Adrián y Mena se habían instalado con éxito en aquel nuevo entorno social, socialmente discutible, al que habíamos podido acceder gracias a la movilidad territorial del nuevo, trascendental y bien remunerado puesto laboral de mi esposo.

A los pocos días de instalarnos en nuestra nueva casa, adherida a la de Remedios por el costado derecho, su encantadora y perfecta sonrisa atravesó las barreras arquitectónicas instalándose como un monumento municipal en el, entonces, desértico espacio de tierra que sería trasformado en oasis, en diminuta pradera de vistas compartidas y barbacoas incesantes, de olores tostados, y humo de carbón vegetal. Su hijo, Jorgito, ya andaba arrastrando su genial culete por los laterales circundantes a nuestro jardín. Incesantemente sucio, comenzaba a dar el visto bueno al cariñoso apodo con el que Mena le obsequiaría meses más tarde: Atilita rey de las plantitas. Jorgito escalaba con genialidad innata todos los obstáculos que encontraba en su camino. El camino diario que daba origen a la incesante poda manual, completamente artesanal, que practicaba antes de dar comienzo a la ingestión de todos los productos de la horticultura ornamental que Remedios había insertado en su precioso jardín. Insistentemente sometido a la agresión de su herbívoro cachorro. Él, Jorgito, sentía especial predilección por las margaritas blancas, que aderezaba con puñados de la tierra enriquecida por los sustratos que añadía Remedios todos los meses. A mí me encandilaba su carita de bebé malo y peleón, terriblemente desaliñado, arrastrando los lazos de raso azul marino, con los que su incasable y limpísima madre le decoraba como si fuese un pastelillo; porque, Jorgito, era comestible. Tan pequeño, tan flexible, tan inteligente, tan encantadoramente sucio, tan bebé. Remedios decía que le estaba quitando la vida, la vida y la belleza que siempre habían tenido sus manos. Para Remedios, la limpieza, el aspecto físico y las entrañables y cómodas barbacoas que aprovechaba para hacer en cuanto un rayo de sol acariciaba su jardín, eran la sal de la vida. Afirmaría que de su realización, en aquellos días, dependía el buen funcionamiento de algunas de sus constantes vitales.

Cuando retomo el pasado, su imagen me llega clara, estupenda, perfecta, exquisitamente vestida y maquillada, pertrechada tras el mandil rosa, estirando sus manos hacia la butifarra semi carbonizada. Remedios, era, y es, extraordinariamente simple, imposible de complicar. Es un don, siempre he pensado que es un don del cielo no ver más allá de tus narices.

A pesar de su verborrea materialista y sin sentido, me gustaba. Me volvían loca las estupideces constantes que decía, todas ellas, aderezadas con algún toque indicativo de su dominio del inglés «achiclado» que aprendió bajo la tutela de su avanzado papá, propietario de una cadena de embutidos, cuya especialidad era la butifarra, estrella indiscutible de las adosadas barbacoas. La grasienta butifarra de papá Fermín estaba exquisita. Doy fe de ello, ya que durante las reuniones vecinales, que se remontan exclusivamente a los inicios de la formación de la comunidad, todos tuvimos la oportunidad de darnos el sublime y gratuito atracón de rigor.

Sin Remedios, una parte importante de mi vida estaría vacía, carente de risas y simplicidades. Anónima del espíritu de la buena gente. Porque Remedios es, dentro de su ignorancia, extraordinariamente ingeniosa y divertida, pero, sobre todo, buena gente.

Durante muchas noches permanecimos juntas. Los plenilunios envejecían clareando el horizonte. En el jardín, los murciélagos volaban constantes, monótonos, con precisión absoluta sobre nuestras cabezas. Invadiendo el oscuro cielo, envueltos en la turbiedad del anochecer. El licor de bellota dejaba un vestigio de placer adherido a nuestros pensamientos y Silvio Rodríguez sonaba al fondo, en el hueco oscuro del salón. Su voz se mezclaba con el olor del jazmín mientras el humo de los cigarros garabateaba siluetas en el porche. Así, sus ausencias, las de ellos, las de nuestros maridos, se fueron convirtiendo en las nuestras. Juntas dejamos de mirar el reloj y el cielo inhóspito de la noche se hizo nuestro. Los deseos se pararon junto al porche y el ruido de las idas y venidas de los coches, que nunca paraban en nuestros garajes, dejó de hacernos daño. Durante aquellas charlas eternas de cafés y cervezas; empachadas de patatas fritas, en aquellas tardes de domingo, vacías de maridos, cargadas de niños, preñadas de la música de Milanés y Silvio nos convertimos en hermanas, hermanas de penas, de anhelos y carencias; cómplices en la soledad.

Hasta que él, guitarra en mano, se instaló en el chalet de enfrente.

24

Su llegada fue como asistir a la grabación de un
spot
publicitario en vivo. Como ver a Richard Gere interpretando a Mr. Jones en la escena en la que él pasea sobre un andamio a muchos metros del suelo, sonriente; firme, loco, rematadamente loco, y rematadamente atrayente. Se bajó de un Citroën 2CV amarillo, atestado de maletas y fundas de instrumentos musicales y sin vacilar se dirigió hacia nostras, que permanecíamos en el porche mirándole fijamente, como si fuese una aparición. Ambas teníamos un colocón importante de licor de bellota. Nuestro estado de «alegría» no impidió que oliésemos su sensual perfume, que apreciásemos los músculos de sus brazos morenos, su encantadora sonrisa…

—¡Hola! —Exclamó al tiempo que extendía su mano—, soy Andreas.

—¡Hola! —respondimos al unísono con cara de bobas, sin dejar de mirarle de arriba abajo.

—Tengo un problema —continuó con una media sonrisa en los labios que delataba cierta suspicacia—, hasta mañana no me dan la luz y pensé que quizás podríais dejarme unas velas…

No solo le dejamos las velas, también el licor de bellota, el chocolate y el maravilloso postre que Remedios había hecho en la mañana para su marido. El marido que, como el mío, había tenido el tradicional imprevisto que le obligaba a no volver hasta el día siguiente. Así pasamos la primera noche con Andreas, riendo hasta entrado el amanecer, hablando de todo, de lo divino, de lo humano. Con más licor que vergüenza en nuestras cabezas y volviendo a sentirnos vivas de nuevo.

Desde aquel momento compartimos todos sus ensayos en el garaje, sentadas en el suelo sobre una de las mantas que Andreas utilizaba para casi todo, porque Andreas no tenía mobiliario. En la casa sólo había un colchón en el dormitorio, varias cajas que empleaba para todo como si éstas fuesen una herramienta multiusos, sus guitarras y el equipo de grabación.

Poco a poco el acercamiento entre él y yo fue haciéndose más evidente y Remedios comenzó a poner las típicas excusas para dejarnos el mayor tiempo posible a solas. Cuando reflexiono sobre la reacción que tuvo Remedios, aún me impresiona. Jamás le comenté la atracción que Andreas ejercía en mí. Nunca le dije que cuando él fijaba sus ojos en mis labios me hacía tiritar por dentro y que el más mínimo roce de sus manos me estremecía. Sin embargo, ella lo supo, creo que lo percibió desde la primera noche.

Durante dos largos meses compartí con él la creación de varias de sus canciones. Dimos largos paseos al anochecer, bajo la mirada inquisitoria de media urbanización y la mía pendiente del móvil por si Mena o Adrián me llamaban desde el internado inglés en el que Carlos se había empeñado en matricularles ese año. Hicimos la cena juntos, pusimos las velas sobre el viejo hule que protegía una de las cajas que hacía las veces de mesa y vivimos, vivimos como hacía tiempo que yo no sabía vivir.

Carlos, entonces, estaba en Londres, la expansión de la empresa le tendría tres meses en la capital inglesa, tres meses en los que los cimientos de mi vida estuvieron llenos de flores silvestres en jarrones, que adornaban el suelo vacío de la casa de Andreas por las noches. De velas que iluminaban cada rincón de mi alma, de Country, de Jazz, del olor que desprendían las varitas de incienso al quemarse, de las letras y acordes de sus canciones. De aquellas duchas juntos en las que nuestros cuerpos parecían uno. De sus manos frotando mis brazos con jabón bajo el agua que nos empapaba. De sus ojos pendientes de no perderse ni uno de los lunares de mi espalda. De aquellos maravillosos silencios en los que sólo nos mirábamos y que siempre acababan con un beso.

Cuando terminó, estuve varios meses perdida en un silencio que nadie notó, del que nadie, excepto Remedios, sabía el origen. Aún hoy, madre, cuando me pongo a esa costumbre malsana que tenemos las personas de rememorar los sinsabores, los labios se me cierran y me cuesta articular palabra sin que se me escape una lágrima.

Al volver mi marido de Londres tuvimos que reducir nuestros encuentros. Creo que Carlos jamás supo lo que había sucedido, y si lo supo o lo sospechó, no dio muestras de ello. A su regreso notó algo diferente en mí, pero, como solía ser habitual, le restó importancia; le dio la misma trascendencia que me daba a mí:

—Estás diferente —me dijo mirándome de arriba abajo—, ¿qué es?, ¿te has cortado el pelo? Pareces más joven —y siguió caminando con el
trolley
tras él hacia el dormitorio.

Dos semanas después del regreso de Carlos, Andreas desapareció de mi vida. Aún recuerdo aquella mañana con precisión. Me levanté, como de costumbre, sobre las siete. Era lunes. Me asomé por la ventana de la cocina, me puse un café y con el vaso en la mano salí al jardín para contemplar su coche aparcado en la entrada. Para ver como él, desde su cocina, levantaba la mano y me saludaba a la espera de que Carlos abandonase la casa para volver a reencontrarnos. Desde hacía meses aquella se había convertido en mi forma de comenzar el día. Pero aquel día él no estaba. En su lugar, sobre la persiana, había un graffiti de una mujer desnuda bajo la lluvia. Era yo. La contemplación del dibujo evitó que saliera corriendo y tocase el timbre con vehemencia. Levanté el teléfono y marqué el número de Remedios.

—Lo sé —dijo ella a través de la línea telefónica—, se ha ido. Anoche dejó un paquete en casa para ti. En cuanto vuelva de dejar a Jorge en la guardería te lo acerco…

En su interior sólo había un CD. En él estaba grabada la canción que compuso para mí, para la mujer de agua, como me llamaba. Nunca más he vuelto a saber de él.

Andreas y yo jamás hablamos de nuestra relación, de los porqués, del futuro… Nos dejamos llevar y sentimos juntos sin ningún tipo de prejuicios o ataduras. Él nunca cuestionó mi matrimonio, mi vida, el tipo de vida tan estática que llevaba. No formuló ni una pregunta, no hizo ni un solo comentario, ni me exigió nada. Aquella historia, nuestra historia, fue como las que surgen en los albores de la adolescencia, lo único importante era vivir y, en consecuencia, sentir. Jamás hablamos de su marcha, pero era algo evidente. Un futuro inevitable, porque él era un nómada, un nómada de sentimientos. Yo, un drago milenario con demasiadas raíces emocionales que me ataban a un sinvivir preñado de sinsentido.

Cuando pienso, cuando le recuerdo, le imagino haciendo feliz a otra mujer, a una de tantas mujeres solitarias y mudas que se esparcen como flores marchitas por los confines del mundo. Le imagino partiéndose el alma por arrancarles un beso, una sonrisa, una confidencia a media voz y cabeza gacha. Y, no me duele saber que será otra a la que dedique sus caricias, su tiempo, sus canciones. Lo único que me lastima, que aún me lesiona el alma, es no haber podido besarle antes de marcharse. Besarle una vez más.

25

Mi vida volvió de nuevo a sus cauces de abatimiento. Los niños regresaron del internado, Carlos seguía como siempre, pisando la casa exclusivamente para dormir y el dueño del chalet, en el que había estado viviendo Andreas de alquiler, decidió venderlo. Lo hizo una mañana de agosto, cuatro meses después de que Andreas se marchara. Durante aquellos cuatro meses, yo, todos los días contemplaba el grafiti de la persiana, a la espera de que la puerta se abriera y apareciese él, Andreas. Aquella mañana de agosto se abrió. Tras ella apareció el dueño del chalet, cubo y estropajo en mano dispuesto a terminar con la mujer de agua. Permaneció varias horas frotando. A cada restregón exclamaba en voz alta: «¡Estos
hippies
de mierda! Encima de estafador, grafitero. ¡En qué hora, en qué hora!». Cuando terminó colgó un cartel de «Se Vende» en todas y cada una de las ventanas.

Remedios y yo volvimos a nuestras charlas en el porche, al licor de bellota y la música de Silvio y Milanés. Ella, a compartir conmigo las tramas de las novelas rosas que leía con vehemencia, y yo a intentar que también leyese algo diferente de vez en cuando. Aquel otoño comencé a escribir de nuevo, a escribir y a pintar. Y aunque exponía mis lapiceros a todos, Carlos, no manifestaba ante mi trabajo más que un: «precioso cari, muy bonito» o, «luego le echo un vistazo con más calma. Ya voy tarde. Ahora me es imposible concentrarme, estoy
overflow
» Adrián me sugería, con insistencia mercantil, que pasara los lapiceros a óleo porque eran más vendibles. Lo decía intentando convencerme de que debía vender porque si no, aquello, el que dedicara varias horas diarias a pintar, no tenía mucho sentido. Mena, decía que eran buenísimos, preciosos y se marchaba rápidamente a su cuarto donde le esperaba el correo electrónico y el teléfono. Por aquel entonces pasaba la mayor parte del tiempo enganchada al auricular de su móvil y al ordenador, el resto frente al espejo del baño o seleccionado la ropa que iba a ponerse para tal o cual «quedada».

Los días de lluvia, cuando todos se marchaban, subía al desván, esparcía mis dibujos sobre el suelo, conectaba el equipo de música, introducía en él el CD de Andreas y, con los ojos cerrados, escuchaba su canción:
That Woman
. La canción que él compuso para mí, la mujer de agua. Durante mucho tiempo, aquello fue lo único que llenaba y apaciguaba mi alma: su entendimiento, su saberme, su habitarme. Porque él me habitó, supo quién y cómo era yo. Sólo él.

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