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Authors: Antonia J. Corrales

Tags: #Drama, #Romantico

En un rincón del alma (2 page)

Durante el vuelo, en muchos momentos, he echado en falta el paraguas rojo de Sheela, mi amiga del alma. No pude embarcar con él, las medidas de seguridad me obligaron a facturarlo con el resto del equipaje. Desde que me lo regaló ha permanecido a mi lado, sirviéndome de apoyo y cobijo, protegiéndome de los malos augurios, tal y como ella dijo que haría. Antes de facturarlo acaricié su empuñadura de madera y, mientras lo hacía, recordé sus palabras, las palabras premonitorias de una de las brujas de Eastwick. Ella presagió mi viaje a Egipto, anticipó mi huida:

«Egipto, es parte de tu destino… aunque, si lo deseas, puedes evitarlo, porque la vida, el futuro, es un cruce de caminos y siempre hay más de una elección. Si decides viajar a la ciudad del Nilo, nunca debes regresar a España, por nada del mundo debes hacerlo. No lo olvides…».

Tal vez si me hubiese dicho el motivo por el que no podía volver, habría elegido otro destino, no estaría aquí. Pero no lo hizo, siempre se negó a hablar sobre ello. Desde aquel día no volvió a esparcir para mí las runas sobre la mesa.

4

Hace tres horas que permanezco en el hotel. Durante ellas, he levantado el teléfono varias veces y lo he vuelto a colgar, hasta que, por fin, sujetando el paraguas rojo por su empuñadura con fuerza he marcado el número de teléfono de casa. Lo ha cogido Carlos. Después de escuchar, en el más absoluto de los silencios, mis explicaciones, ha respondido con una frase en la que se adivinaba una amenaza:

—Espero que sepas lo que has hecho.

No me dio tiempo a responder, cuando intenté articular un sí, había colgado.

No sé por qué fue ayer cuando tomé la decisión, cuando decidí abandonarlo todo de la manera en que lo hice, sin antes dejar caer una advertencia, una queja o un silencio de más durante los atropellados desayunos, los almuerzos domingueros o las cenas vacías de velas, vino y rosas. Sin una lágrima premonitoria o acusadora. Sin las razonables omisiones de mis deberes cotidianos y humanos. Sin esa llamada de auxilio que suele anteceder a una crisis emocional. Lo hice en silencio, sin que mis pasos se oyeran, sin que mi rostro expresara un gesto de desacuerdo o malestar ante aquella cotidianeidad en la que yo me sentía parte del mobiliario. Quizá el desencadenante fuesen sus últimas e insípidas caricias, en las que yo parecía no tener rostro, podía ser cualquiera bajo sus manos, porque ellas habían dejado de reconocerme bajo las sábanas, me había convertido en una más, en la de siempre. Y lo peor no era que yo lo sintiese de aquella forma, lo peor era que él, Carlos, también lo sabía y no parecía importarle lo más mínimo.

Contemplé el reflejo de mi cuerpo desnudo en los cristales del dormitorio, mientras la lluvia golpeaba el vidrio con rabia y las gotas se deslizaban como lo hacían mis lágrimas mudas; sin fuerza, dejándose llevar. Mientras él, Carlos, desnudo frente al espejo del baño, pletórico de éxtasis carnal, levantaba su mentón y me preguntaba, en voz alta, si la caldera estaba encendida porque iba a darse una ducha.

Aquella noche tomamos, tomé, demasiado vino. El alcohol se hizo dueño absoluto de mi conciencia. Poco a poco noté como el pulso se iba ralentizando. La música sonaba lejana, ausente. Le miré y supe que aquel día formaría parte de otros tantos, que pasaría como habían pasado los demás; carentes de sentido. Sin embargo, a pesar de todo lo que había sucedido entre nosotros, de la soledad, seguía deseando sus manos sobre mi cuerpo, el arrastre cálido de sus dedos por mi piel. Anhelaba su mirada profunda recorriendo frívola la comisura de mis labios, la protuberancia de mis caderas, el blanco enlechado de mis pechos. Y volví, una vez más volví a dejarle hacer. Controlé mis ansias de placer porque sus deseos siempre se superponían a los míos. En cada uno de nuestros encuentros carnales yo me contenía, frenaba mi necesidad, mi ansia, hasta que él se deshacía, hasta que sus párpados caían. Sentía, sí, yo, a pesar de los años transcurridos, de la apatía, de la sinrazón que abrigaba nuestro común diario, seguía sintiendo, pero lo hacía a través de él. Por ello, por aquel vacío de sentimientos y placer propio, que no ajeno, aquella noche, Carlos, mi Carlos, el Carlos que yo había creado y mantenido, desapareció. De un plumazo su vida y mi vida dejaron de formar parte de aquellas películas absurdas con las que alguien llenó las horas vacías de mi infancia. De aquella farsa que había encorsetado mi forma y manera de ver la vida, incluso de enfrentarme a ella. En ellas, las princesas se quedaban embarazadas después del beso casto, casi inmaterial del príncipe que daba paso al FIN. Los platos del banquete nupcial estaban cargados de manjares exquisitos, que no costaban un duro, y el pelo largo de las jóvenes no necesita bigudíes para rizarse. En un instante impreciso, rápido como un destello de luz, me sentí parte de una mentira, de una gran mentira. Ni Carlos era un príncipe de cuento, ni yo era como esas jóvenes de ojos azules y pechos prietos, rubias como la cerveza.

5

A pesar de todo le quise, sí madre, le quise casi de forma demencial y, de alguna manera, creo que aún sigo queriéndole. Durante los primeros años de convivencia su estado constante de excitación hacía que me sintiera deseada, y eso, entonces, era algo muy importante para mí; formaba parte «del ser mujer». Lo aprendí cuando el tiempo era joven, en aquellos días en que los «decires» y los «haceres» de los demás van dando forma a los tuyos. Pero aquella época ya no tenía nada que ver conmigo y por eso mi deseo de rozar el concepto de la perfección, de conseguir que todos, y ante todo Carlos, se sintiesen felices a mi lado, fue desapareciendo paulatinamente.

Mientras él se introducía en la ducha, ajeno a mis pensamientos, a mi desnudez emocional, yo me vi ataviada con aquel vestido verde botella, tipo Sissi emperatriz, fregando los platos llenos de grasa. Aturdida en una casa llena de muebles estúpidos y traicioneros, que se llenaban de polvo en cuanto les perdía de vista. Llenando la barriga del carrito del supermercado con productos más baratos y mejores que las ofertas engañosas de letreros fosforescentes, que tanto horror me producían. Entonces comprendí que aquel vestido era incómodo para mis quehaceres diarios, que los pechos luchaban por deshacerse del corsé diseño camisa de fuerza. Reconocí el brillo de los collares de escarlatas como lo que en realidad siempre habían sido, bisutería fina. Sentí la necesidad imperiosa de ser la protagonista, la primera actriz de una película basada en la realidad. Cerré la página final de mi historia de ficción, una historia que había durado demasiados años, tantos que el príncipe era casi un abuelo, y escribí el final del cuento: «Colorín colorado, la princesa se ha fugado».

6

Después de una sórdida noche de insomnio en la que los recuerdos de nuestra vida en común fueron aflorando uno a uno, al amanecer, bajé las maletas del altillo y comencé a introducir en ellas mi ropa. Me vestí con los viejos vaqueros y me calcé las deportivas que tanto odiaba Carlos. Él dormía, como era habitual profundamente, ni un seísmo de 7,7 en la escala de Richter habría conseguido despertarlo. No dije nada, ni tan siquiera me acerqué a los dormitorios de Mena y Adrián. Ellos estaban acostumbrados a mis paseos matutinos en soledad y aunque hubiesen escuchado mi ir y venir por la casa, no les habría incomodado en su descanso. Como una sombra atravesé el pasillo y salí a la calle. Llovía, en mi vida siempre llueve, todos los días importantes de mi vida están pasados por agua.

El viejo «Mercedes» del vecino permanecía aparcado frente a mi casa. Sus faros redondos se fijaron en mí como si fuesen los ojos de un abuelo, desaprobando mi huida. El parachoques pareció recriminar mi marcha. Incluso, imaginé como decía: «Huyes, ¡cobarde! Siempre fuiste una cobarde». Agaché la cabeza y dejé de mirarlo porque, en cierto modo, de alguna manera, me sentía un poco cobarde. Caminé unos pasos, tomé aire y di un último vistazo a la casa. Después, tras unos instantes de ensimismamiento, limpié las lágrimas que resbalaban por mis mejillas, abrí el paraguas rojo de Sheela, me cobijé bajo él y sonreí. Le sonreí desafiante al «Mercedes», al hortera del vecino que, como todos los sábados, tenía su butaca de patio instalada bajo el porche y me contemplaba sin decoro, absorto, enfundado en su pijama a cuadros y sosteniendo el café humeante en la mano izquierda, mientras que con la derecha pasaba las hojas del periódico que jamás leía. Tal vez sí, quizá lo leyese, pero estoy segura que no entendía ni uno de los párrafos del diario. Esquivando su mirada que permanecía fija en el
trolley
y la maleta roja de mano que yo había dejado en la acera, me acerqué a la cancela de Remedios, mi «adosada» Remedios…

7

Remedios era, y sigue siendo, remilgada. Remilgada y un poco ignorante, aunque excepcional. Es silicona pura y croquetas de una bechamel inmejorable. Una enciclopedia culinaria andante en la que, ayudada del arte de la seducción, con el que estoy segura le agració algún hado, ha conseguido ir recopilando cientos de trucos inaccesibles para las nueras. Las nueras que, como yo, somos incapaces de conseguir la fórmula secreta de aquel plato especial con el que llevarse al príncipe azul a la cama. Sin embargo ella, Remedios, sólo tiene que ajustarse el mandil, dedicarle una sonrisa a la suegra ajena o propia para que ésta le suelte, como si la hubiesen inyectado pentotal, todos y cada uno de los entresijos del plato en cuestión, guardados durante generaciones en el más absoluto de los secretos. Lo hace sin esfuerzo, sin alarde, como el que oye llover, mientras tú observabas la escena estupefacta. Mientras les dedicas una mirada de indignación a tu santa suegra y su devoto hijo.

Remedios es el prototipo perfecto de mujer, de la mujer que la mayoría de hombres quisieran tener a su lado. Alegre, imperturbable, eficaz y condescendiente. Teñida de rubio hasta lo más íntimo. Sin una sola raíz en su pelo que muestre el negro genético que sí lucen sus vástagos y ascendientes.

Pasa horas interminables en la cocina, sin embargo su ropa jamás huele a los guisos que intercala en el menú diario. Ella siempre huele a violetas, a violetas del Teide. Para sus menesteres culinarios y nutricionales se ayuda de un gran libro dietético, confeccionado de su puño y letra, que cuelga por un cordel al lado del teléfono de la cocina y que, por su tamaño y disposición, se asemeja a las guías telefónicas americanas que penden de las cabinas públicas.

Su repostería es especial, mágica y medicinal. Cargada de colores que ella apoda como curativos y que consiguen efectos surrealistas. Siempre tiene un postre para cada ocasión, para cada estado de ánimo y, con él, siempre logra su propósito: que nada sea tan importante como para hacernos llorar. En cada una de las degustaciones con las que nos obsequiaba, siempre terminábamos riendo, riendo a carcajadas. Sheela decía que el ingrediente secreto de los postres de Remedios debía ser el conjuro que recitaba durante la mezcla de los ingredientes, semejante al de la Queimada, aunque diferente en contenido y melodía. Un contenido del todo ininteligible e impronunciable si no era por ella. Remedios, como única respuesta a nuestras preguntas y conjeturas sobre su conjuro, reía. Nunca se avino a darnos un solo detalle sobre él que nos permitiera conocer su simbología; su fin, procedencia o, sencillamente, que nos facultara para ponerlo en práctica. Aún sigue siendo así.

Durante los comienzos de nuestra vecindad yo no soportaba a Remedios, me ponía enferma su perfección, su excesivo dominio de lo cotidiano, y lo hacía porque dentro de ese feudo que ella gobernaba sin esfuerzo, yo parecía una folclórica que hubiera caído desde el cielo al escenario durante la representación de una ópera de Giacomo Puccini.

Cuando la conocí, no me gustó, no me gustó nada. Era tan imperfecta, tan irreal, que ni tan siquiera gritaba. Parecía haber conseguido ser como los personajes femeninos de las series americanas; dulce, educada, silenciosa: de plástico. Ese control, esa supremacía, me ponía enferma. Alteraba mis biorritmos. Yo había pasado media vida intentando ser así, de aquella manera. Había deseado con firmeza, antes y durante el desarrollo de cada una de mis broncas maritales, generacionales e incluso profesionales, controlarme. No dar un tono excesivamente alto a mis palabras, y, lo más importante; generar tranquilidad a mi alrededor. En una palabra; dominar. Tener todo medido. ¡Nunca lo conseguí!

A pesar de su silicona, que debo reconocer estaba francamente bien puesta, de su control y su excelencia cotidiana, Remedios era humana, era tan imperfecta y tan latina como lo somos todos. El día de aquel verano en el que su querido Jorgito, educado al mejor estilo ingles, le dijo: «¡Vete a la mierda mamá!» Remedios no se alteró. Dejó caer su pareo al suelo como el que no quiere la cosa. Extendió sus garras rojas hacia el enano y lo arrastró hacia sí, despacio, sin prisa. Todo el círculo «piscinal» observaba ansioso su reacción. Estaban deseosos de que ella tuviese, al fin, una pérdida de formas con la que aderezar los desayunos o las sobremesas de aquel aburrido estío. Pero la única afortunada fui yo. Mi posición estratégica al lado de ella me permitió no perderme ni una de sus palabras. Remedios, acercó su boca a la oreja de Jorgito y, disimulando con una amplia sonrisa de cara a la galería, le susurró: «Cómo vuelvas a contestarme de esa manera, te juro que te corto las pelotas». En aquel momento su imagen cambió para mí. Seguía siendo demasiado perfecta, su maquillaje continuaba siendo excesivo, persistía en su obsesión por tenerlo todo controlado y se negaba a leer novelas que no fueran rosas, contraviniendo mis consejos… Sin embargo, su reacción ante Jorgito, tuvo un toque vulgar que me encandiló. Estaba aderezada con el encanto que lleva implícito la pérdida repentina de formas que caracteriza a la gente normal. Eso me satisfizo, me hizo atisbar la posibilidad de que existiera un rincón oscuro, invisible a los demás, en su preciosa cabecita. Un espacio vacío de cosméticos, repleto de inquietudes y sentimientos contradictorios. Desde aquel instante, poco a poco, su apaciguamiento, su simplicidad en el análisis de lo cotidiano, su permanente: «no pasa nada, verás como todo se arregla», pasaron a formar parte de mi vida, lo hicieron sin que me diese cuenta y para siempre. Remedios, se convirtió en mi amiga; en parte de aquel maravilloso trío apodado como: las brujas de Eastwick.

Ayer, desde la ventana de la cocina, me observaba inquieta. Quizás esperaba la salida de Carlos tras de mí. Contuve la respiración, intenté forzar una sonrisa que no dibujaron mis labios y abrí la cancela. Al verme entrar en el jardín salió apresurada, con gesto de desasosiego, mientras se secaba las manos en el mandil rosa, mientras el olor a tostadas y café recién hecho escapaba tras sus pasos.

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