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Authors: Antonia J. Corrales

Tags: #Drama, #Romantico

En un rincón del alma (5 page)

Así, tacita a tacita, terminamos firmando una declaración de guerra. En aquella época fue cuando dejó de llamarme por mi nombre y me puso el apelativo de «obsesión». Nunca me molestó, no lo consideré un insulto, ni tan siquiera un adjetivo calificativo, más bien, lo identifiqué como el sentimiento que yo creaba en él. Era evidente que yo le obsesionaba y…, me gustaba. Ser la obsesión de alguien era divertido, aún más cuando, en aquel momento, lo que yo deseaba era «ser algo», significar algo para alguien; aunque fuese una obsesión. Él, constantemente, ha manifestado que aquel apelativo era el más idóneo para describir mi estado permanente de ánimo en aquellos días. Quiero seguir pensando que miente.

Creo que fueron seis meses lo que tardó en desencadenarse la primera crisis. Seis meses de éxtasis, y seis de desintoxicación del éxtasis anterior. Durante ellos, Carlos, puso, al igual que yo había hecho con él, todos mis defectos al descubierto, intentando fastidiarme. Yo dejé que creyera que lo hacía. Digo, creyera, porque mis usos y costumbres estaban asumidos desde hacía años y, por lo tanto, conocedora de mis pequeñas anomalías las había hecho parte de mí. No era nadie sin ellas. Él no me contaba nada nuevo, ni tan siquiera había comenzado una guerra, aún estaba preparando la estrategia, una estrategia que yo abortaba cuando se me ponía en la punta de la nariz.

Usted, madre, nunca supo nada. No tuve fuerzas para llamarla. Su vida seguía ausente de la mía. Pensé en llamarla, pero no lo hice. Sabía sus respuestas, sus soluciones, porque, conociéndola, serían soluciones rápidas y concretas las que me daría y yo, madre, no buscaba soluciones. Yo, como tantas otras veces, necesitaba que usted me escuchara, que se perdiera en una taza de café caliente, que sus ojos se nublaran frente al humo de mi cigarrillo, que el puchero humeante dejase de ser la pieza clave que siempre colmó su atención. En aquellos momentos me sentía excesivamente débil para recibir su desaprobación, que me habría hundido aún más. Sé que usted no habría entendido mi postura, mis reivindicaciones, usted habría defendido a Carlos. Él era el hombre, el hombre de la casa. Aunque yo también trabajase fuera y pagase las facturas; él era el hombre.

14

La decisión de acabar la carrera de farmacia, de dedicar mi sueldo a pagar a una asistenta que supliera mis quehaceres, infravalorados por Carlos, fue uno de mis mayores aciertos, algo de lo que me siento orgullosa. Y a pesar de que en el ámbito profesional no me haya servido para nada, sigo estando orgullosa de ello. En cierto modo lo hice por padre. Siempre me identifiqué con él, soy la que más genes suyos lleva. Fue tanta la simbiosis, el paralelismo que existía entre los dos, que incluso heredé su capacidad de predicción y sus visiones. Esas visiones que usted repudia de mí, que califica de alteraciones de conducta o artimañas del diablo.

Aún recuerdo como dos días antes de aquel terremoto nos hizo retirar todos los objetos que pudieran caer al suelo. Cómo encerró el ganado en la cuadra, mientras usted rezaba, rosario en mano, por su alma de pagano. También la visión de Paula, la hija de Fernanda, tres días después de su desaparición. La vio frente a él mientras el ganado pastaba en la ladera del monte. Vestía como un muchacho, con aquellos pantalones bermudas, los zapatos de cordones y el pelo desgreñado. La muchacha, sin mediar palabra, le condujo hasta el pozo donde se encontraba su cuerpo despeñado. Usted nunca creyó que padre había visto el fantasma de la joven, siempre mantuvo que él había encontrado el cuerpo por casualidad. Padre ni tan siquiera se molestó en rebatir su opinión, su postura, sencillamente, calló, como siempre, como solía hacer.

Aquel año, cuando decidí matricularme en la facultad, volví a verle. Fue después de dos semanas afrontando la peor de mis crisis conyugales. Era una mañana de sábado cualquiera, serían las siete y yo, como de costumbre, deambulaba por la casa con cara de insomne. Carlos dormía, dormía y roncaba plácidamente en el dormitorio. En el salón los libros se apilaban sin casi espacio. Siempre me ha faltado espacio para colocar todos mis libros, pero en aquella ocasión el desastre era manifiesto y, en cierto modo, premeditado. Durante varios días había ido dejando los ejemplares que leía o consultaba en cualquier sitio, por lo que el suelo, la mesa y el sofá, estaban prácticamente copados por la literatura. Lo mismo sucedía con el resto de los habitáculos, el desorden reinaba en cada uno de ellos. Lo hacía sin que me perturbase lo más mínimo el que no hubiese ropa limpia, comida en la nevera o en la despensa, o que la capa de polvo tuviese un grosor digno de pasar a los libros de historia. Despeinada, con el único atuendo de las braguitas y una camisola, iba de un lugar a otro, abstraída en mis cavilaciones que giraban en torno a una única pregunta, una pregunta cuya respuesta no me atrevía a articular: «¿Qué hago aquí?». Me puse un café caliente en el único vaso limpio que quedaba y me dirigí a la estantería del salón. Quería volver a leer
Cien años de soledad
. Necesitaba reencontrarme con el gitano Melquíades y plantearme, una vez más, por qué sus predicciones eran invariables, por qué el destino no podía cambiarse. Sentí aquella necesidad después de ver cómo mi casa iba degradándose, como herida de muerte por mi angustia y mi dejadez, perdía cualquier señal de estar habitada. La desidia que invadía mi hogar se asemejaba en parte a la obra de Márquez. En ella, la vivienda familiar refleja los estados de ánimo de sus habitantes. Cuando los personajes son atrapados por sus propias ideas, cuando se cierran al mundo exterior, la casa se muestra descompuesta. Por el contrario, cuando se abren la casa está cuidada y rebosa armonía. Miré a mi alrededor con la novela entre mis manos. Pensé en mi pasado y mi futuro. Entonces cuestioné la decisión del gitano, de Melquíades. ¿Fue justo no dando a conocer el futuro? Si lo hubiese hecho, el destino de los personajes habría cambiado, igual que lo habría hecho el mío de haber sabido lo que me esperaba. Aunque, pensé, tal vez, si hubiese sido así, también estaría previsto y todo habría sido igual: invariable.

Con cierta sensación de impotencia me dejé caer en el sofá. El libro sobre mi pecho, el café humeante en mi mano derecha y la vista clavada en la calle, por donde ya empezaba a caminar gente con el periódico, los churros o el pan bajo el brazo. Una vez más volví a hundirme en la apatía, a dejarme estar. Cuando lo hice, cuando mis pensamientos volvieron a estancarse en el mismo lodazal, un libro cayó al suelo desde el estante más alto. Era
El Quijote
. Al caer se abrió. Lo miré con desgana. Ni tan siquiera pestañeé. No me moví hasta que un olor a campo, a hierba recién cortada me llegó desde el pasillo. Giré la cabeza y allí estaba padre, señalando sonriente el libro que estaba en el suelo. Fui a levantarme para dirigirme hacia él, pero su imagen desapareció. Cogí el libro tal y como había caído. Uno de los párrafos estaba subrayado:

«
Déjalos que se rían, Sancho, a nosotros siempre nos quedará la gloria de haberlo intentado…
».

La gloria de haberlo intentado, me dije a mi misma. Sonreí y busque un hueco en mi agenda laboral para ir a matricularme a la facultad.

15

Los años nos envejecen, arrugan nuestra piel, nos desgarran el alma. Desvelan todos los rincones que permanecen ocultos en nuestro sentir. Destapan los pozos negros de nuestra conciencia. Nos dejan ver los precipicios escondidos en las llanuras, camuflados en la fantasía de la ilusión y, entonces, todo comienza a parecer lo que es. Entonces es cuando emprendemos esa absurda carrera contra el tiempo, olvidándonos de que hemos empezado a correr a destiempo.

Mientras la gente se amontonaba en los pasillos y los todavía desconocidos talentos iban de un lado a otro con paso firme y seguro, la angustia se instauraba en mi estómago. Las pócimas para la acidez gástrica que entonces se utilizaban pasaron a ser una parte de mi organismo. Mi sistema digestivo las hizo tan suyas, las tomó tanto cariño, que tardé varios años en poder prescindir de su consumo.

Poco a poco me sumergí en el mundo de la ciencia y el saber, en el que algunos se establecen como reyes, sin esfuerzo, sin derramar ni una gota de sudor. Yo, sin embargo, no derramaba sólo sudor, era también sangre lo que se escapaba por cada uno de los poros de mi piel. Me devanaba la masa encefálica en busca de esa estúpida neurona que no me dejaba memorizar con normalidad. Carlos decía que era culpa del café, del tabaco y de mi estúpida manía de aprender todo sin discernir. Por más que intentaba explicarle que mi carrera se basaba exclusivamente en memorizar, nunca conseguí que lo entendiese.

Al fin conseguí el título, aquel preciado pedazo de papel que aún hoy no sé dónde guardé llevada por el pánico a que Carlos tomara la decisión de enmarcarlo para más tarde, cumpliendo su deseo de ostentación, dejarlo expuesto en nuestro salón. Yo era lo que era y a nadie más que a mí le interesaba.

Después de varios intentos frustrados por ejercer me di cuenta de que el puñado de años de estudio y sacrificio sólo me facultaba para despachar ansiolíticos, analgésicos y un sinfín de tiritas, aerosoles y preservativos. Eso sin citar la gran variedad de material cosmético innecesario que ha pasado a formar parte del stock de las boticas. Pero la necesidad era un hecho. Durante un largo e interminable año mis ojos se atrofiaron intentando descifrar lo indescifrable hasta que conseguí doctorarme, eso sí, de forma no oficial, en caligrafía preescolar. Ni un garabato se me resistía; era la mejor de la plantilla leyendo recetas.

Mi nueva situación anímica cambió la de Carlos. Aprendió a manejarse en la cocina, descubrió que la ropa no se lavaba sola, ni la nevera se llenaba por arte de magia. Comenzó a compartir conmigo sus desequilibrios laborales e incluso comentaba las noticias económicas que leía en aquel periódico que para mí estaba escrito en arameo y era más tedioso y aburrido que los domingueros partidos de fútbol. Jamás entendí qué sentido tenía ver a un puñado de hombres correr detrás de una pelota. Nuestra vida dio un giro de ciento ochenta grados. Dejé mi trabajo de oficinista, en el que me sentía desubicada, por el de dependienta de farmacia. No ganaba en sueldo, no ejercía, pero me sentía realizada.

Había dejado de traicionarme a mí misma.

Después…, llegó él.

16

Adrián se instaló en mi interior sin darnos opción a pensar, sentir, o simplemente divagar en cuanto a la idea de tener nuestro primer hijo, al menos así fue para mí. Imagino su expresión al leer estas palabras. El descontento frente a mi consternación. Sé que usted nunca podrá entender el porqué de mi desidia inicial, las pocas ganas que tenía, en aquel momento, cuando había encontrado mi libertad, de ser madre.

Antes, los hijos no se programaban, venían cuando tenían que venir. Pero casi siempre venían demasiados, sin un receso amplio entre embarazo y embarazo que dejase espacio para pensar; para uno mismo. Entonces, el no estar preñada era un estado anormal que había que solucionar con urgencia dando lugar a un nuevo embarazo, así hasta que los óvulos dejasen de existir, hasta que el vientre ancho y cálido de la mujer quedase yermo. El útero, esa gran cuna de vida, se encogía, silencioso, triste; sin saber qué hacer. Sus paredes encalladas por las idas y venidas de tantos hijos comenzaban a llorar. Lloraban por el anhelo, por la carencia, por la costumbre aún no olvidada que fue su hacer constante. Por esa facultad de acoger para crear. Lloraba hasta quedar reseco y quebradizo, estéril de costumbre; que no de necesidad. Pero antes madre; es pretérito.

Durante los primeros meses de gestación, mis hormonas me dieron más de un problema. Tomaron posesión de mis sentidos, de mi forma de vivir, cambiando mi entorno y trasformando mi carácter. Me hubiera gustado tener antojos, esos antojos traicioneros que te permiten valer tu condición de estrella, de joven madre mimada, de esposa de anuncio de melocotón con nata degustado al amanecer. Haber conseguido levantar al nunca insomne Carlos, en una noche de enero, gustoso, sonriente, dispuesto a complacer mis ganas locas y absurdas de un chocolate con churros a las cinco o las seis de la mañana. Deseaba gozar de la salvedad de mi embarazo para poder fastidiar, siempre me divirtió fastidiar. En aquellos momentos, he de reconocer, me apetecía más que nunca. Sin embargo, no tenía fuerzas ni para abrir la boca. Cuando lo hacía, era sólo y exclusivamente para vomitar. Lo único que pude obtener del futuro padre fue que se acostumbrase a la carrera rápida, a contrarreloj, que yo emprendía llevada por la eventual intolerancia alimenticia a la que estuve sujeta durante los tres primeros meses de embarazo.

Mi contrato eventual en la farmacia duró el tiempo estipulado, un año. Los motivos de la no renovación fueron que la plantilla iba a reducirse, pero era evidente que mi embarazo había tenido mucho que ver; todo. Carlos tomó la noticia con una calma chicha que me sorprendió. No le importó que no me renovasen el contrato, insistió en que no iniciase trámites legales contra ellos, a lo que yo estaba dispuestísima. Dijo que era sembrar en terreno baldío porque mi contrato era eventual y no había nada que hacer al respecto. Pero sus planes iban más allá de lo que yo imaginaba en aquel momento. La situación en su empresa era boyante y él había conseguido establecerse muy bien. El ascenso estaba en puertas y nada mejor para él que no tener preocupaciones añadidas que le restaran tiempo a su nueva situación laboral. Al nuevo puesto de ejecutivo que ya llevaba su nombre y apellidos. Un cargo que le exigiría una jornada a tiempo completo; sin obligaciones ni ataduras de ninguna condición. Él no podía perder ni un minuto en fiebres, pediatras o bajas imprevistas de la canguro. Si yo seguía trabajando era evidente que tendríamos que compartirlo y aquello era inviable. Por lo que mi despido le evitó tener que planificar, con sumo cuidado, la propuesta que debería hacerme para convencerme de que lo mejor, dada su nueva situación, era que yo dejase mi trabajo. Algo que él ya tenía casi pergeñado. Llevaba maquinándolo desde que el test dio positivo.

A pesar de todo me apunté a las listas del paro. Envié una veintena de currículos y fui a una cincuentena de entrevistas, pero en el momento que veían mi avanzado estado de gestación, me pedían el teléfono y decían, con una sonrisa de oreja a oreja, que me llamarían. El teléfono, como era de esperar, nunca sonó.

17

Cuando por fin parí aquel ansiado hijo y sus pequeños aullidos de cachorro humano entraron en nuestra vida, cambiando nuestro presente, consumiendo nuestro tiempo, coartando nuestra libertad, comprendí que el amor había vuelto. Entró en mi vida y, como tantas otras veces, me robó la libertad. Me tiranizó llevándose todo lo que hablaba de mí. Hizo garabatos sobre mi nombre, solapó mis necesidades con las suyas. Consiguió que volviese a mis fueros internos; que dejase de ser yo para dedicarme en exclusividad a él. Esta vez venía con diferente apellido. Era más ancestral si cabe, más profundo que el que yo había conocido. Se aprovechó de mi ignorancia y tomó posesión de mí. Poco a poco me fui sumergiendo en su vida, en sus necesidades, hasta dejar, una vez más, mis inquietudes morir.

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