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Authors: Antonia J. Corrales

Tags: #Drama, #Romantico

En un rincón del alma (3 page)

—Me marcho al pueblo unos días —le dije.

—¿Tu madre está bien? —preguntó preocupada.

—Sí. Necesito cambiar de aires, darme un pequeño respiro. Ya sabes… —dije tras una pausa, agachando la cabeza porque me sentía incapaz de aguantar su mirada demasiado tiempo.

Sé que no me creyó. Lo noté en la forma en que cogió mis manos entre las suyas, en su mirada condescendiente y cómplice. Lo supe porque no volvió a la casa, porque permaneció estática y silenciosa hasta que el coche giró la curva y se perdió en el entramado de las calles que componen la urbanización. Se quedó allí, prediciendo un adiós que no se produjo, pero que ella intuyó en el instante en que mi maleta de mano, sólo Dios sabe por qué razón, se abrió sobre la acera y vio la pequeña bolsa de terciopelo rojo en su interior. Aquella bolsa que ella misma confeccionó con las cortinas del herbolario de Sheela. Entonces, con los ojos llenos de lágrimas, dijo:

—¿Me llamarás cuando lo hagas? —asentí cabizbaja y avergonzada por mi falta de sinceridad, de valentía, y tomé el taxi que acababa de llegar. Lo hice rememorando un momento concreto de nuestra vida, el más importante que ambas compartimos junto a Sheela. Un instante que llegado el momento también compartiré con usted, madre.

8

El día que llegamos a esa vanguardista, prestigiosa y elitista urbanización, el corazón se me encogió como un tomate para freír. Todos eran tan perfectamente pudientes que mis orígenes me provocaban inseguridad.

Me pregunto, qué hubiesen pensado usted y padre si hubieran podido oír mis pensamientos. Recuerdo como pagaron parte de mis estudios gracias a la leche que producía el ganado. Sus ubres fueron el pozo de petróleo de nuestra gran familia numerosa.

Aquel día, mientras observaba la alta sociedad que me rodeaba, mirando el terreno, en el que se asentaban los chalets, y que tiempo atrás fue una cañada real apodada como «la polvera» en donde las parejas al anochecer buscaban «intimidad», sentí nostalgia. Añoré la vida sencilla y llana del pueblo. Cuando mis ojos retuvieron la imagen de la infinidad de chalecitos adosados, todos ellos repletos de alarmas, parabólicas, coches de alta gama y empleadas de hogar uniformadas hasta las cejas, me dieron ganas de salir corriendo, de volver a mi pequeña casa de apenas sesenta metros cuadrados en pleno centro de la capital. Eché en falta el colorido de los semáforos, el ruido ensordecedor del tráfico que acallaba mis cavilaciones. El bullicio de la gente en las tiendas, en las terrazas, por las aceras… Evoqué ese anonimato que te da la gran urbe, un anonimato que permite ir, vestir, sentirte y ser como te dé la gana por cualquier sitio, en cualquier momento del día y cualquier día del año. Añoré esa libertad de formas y maneras que allí me iba a ser muy difícil hallar. No sabía cómo iba a poder sobrevivir en aquel recinto privado, de calle privada, portero privado… Todo era «privativamente» privado, menos los recursos económicos que se paseaban como suelen hacer los nobles con sus títulos.

Cuando la señorita guapísima, vestidísima de Cristian Dior, maquillada y peinada por un pupilo del mismísimo Llongueras que, dicho sea de paso, allí estaba súper «franquiciado», nos dio la oportuna, la obligada, la monótona y consabida gira turística a través de las instalaciones comunes, Carlos, mi amado Carlos, parecía Onasis. Se tomó tan en serio su papel de nuevo rico que hasta yo me lo creí. Sin embargo, yo, a su lado, frente a todo aquel alarde de pedigrí, era el retrato viviente de un chuchito sin raza. Abandonado por sus desaprensivos dueños y rescatado por los servicios de la perrera municipal del atropello de un coche. Incluso adolecía de una cojera repentina y un tic nervioso en el labio superior que me obligó a taparme más de una vez la boca para disimular mi precario estado de nervios. Todo ello, unido a mis ademanes y aspecto progresista, me hacían desentonar con el impecable estado y apariencia de mi cónyuge, vestido de Ralph Lauren y perfumado con Loewe. Mis vaqueros y mi camiseta negra haciendo juego con las alpargatas de esparto me hacían sentir cómoda. Eran apropiadas para caminar por la urbanización, visitar el chalet piloto, los jardines…. Pero, al tiempo, me convertían en el blanco perfecto de la mirada inquisidora y frívola de la guapísima empleada de la promotora y las «superseñoras» que ya habitaban algunos de los chalecitos. Carlos parecía ir a jugar al golf, sólo le faltaban los zapatos apropiados. Yo parecía ir al súper, al supermercado del barrio, porque allí lo llamaban El Centro Comercial, y cuando se visitaba, una tenía que ir a la última.

Lo cierto, madre, es que no solo me sentí así aquel día. Siempre me he sentido desvinculada del común de los mortales, pero sobre todo y ante todo, de aquellos que llevan el éxito prendido en todos sus actos: los de la flor en el culo. Jamás fui uno de ellos. Ni tan siquiera me identifico con mis hermanos. Ellos son tan perfectos, tan rubios, tan altos, tan felices. Yo, tan morena, tan flaca, tan débil, tan infeliz. Tan intelectual, demasiado intelectual. Ése, como dice Carlos, es mi mayor problema, que pienso demasiado y pensar no es bueno.

Durante todo el recorrido por la urbanización, mientras escuchábamos la memoria de calidades, veíamos las habitaciones, admirábamos los escandalosamente carísimos muebles de la cocina, volví a sentir el mismo desasosiego, la misma sensación de estar en un lugar equivocado una hora más tarde de la cita. Me sentía terriblemente alejada de todas las personas que vivían en aquel entorno, maravillosamente programado por la constructora y colonizado a la perfección por la hostelería. Una hostelería que también distaba mucho de mi exquisita cocina rápida, congelada y casi sintética que apenas tenía sabor ni olor, pero que gozaba de un gran éxito, aunque sólo fuese frente a mí misma.

Aquel lugar era tan perfecto que parecía haber sido construido con el único fin de fastidiarme, de desubicarme. Todo era tan extremadamente bueno que, en aquel momento, mientras contemplaba la perfección que me rodeaba, habría preferido que todo hubiese sido una ilusión óptica. Pero era real. Desconectar no servía, debía adaptarme. Carlos, así me lo exigía. Y lo intenté, lo intenté sin conseguirlo durante muchos meses, hasta que Remedios se instaló al lado, se adosó a mi vida. Entonces fuimos dos las desubicadas dentro de aquel hábitat inhóspito e irreal.

9

Una vez más divago. Usted siempre dijo que la parquedad no era mi fuerte. Pero lo cierto es que nunca hablé lo suficiente, callé más de lo necesario, y lo hice demasiadas veces. Debí hacer caso a mi querido hermanito chico. Si le hubiera hecho caso ahora las cosas serían diferentes, me habría ido mejor, estoy segura de ello. Al menos no me sentiría tan infeliz, tan frustrada.

Juanillo es el único que se parece un poco a mí. Tan poca cosa, con ese pelo tan negro, tan lacio. Enjuto de carnes. Sensible e inseguro. Atormentado por el deseo, por la necesidad de despertase un día siendo mujer. Todos, sin excepción, fuimos unos estúpidos, unos cobardes conformistas con las normas que unos cuantos reprimidos presuponen e intentan imponer como verdades absolutas, cuando éstas ni tan siquiera forman parte de la realidad. Nos dejamos llevar por el miedo a las habladurías, por ese estúpido: qué dirán. El qué dirán de unos cuantos a los que nada debíamos, que nada nos dieron ni nos darán. Por el miedo a las aves carroñeras que se alimentan de la pena ajena, que intentan imponer a los demás una doctrina que no practican y en la que en realidad no creen, pero que les sirve como estandarte para pregonar a los cuatro vientos que son mejores que los demás, más humanos, más personas, más hijos de Dios; de su dios.

Juanillo no necesitaba hacerse mujer, había nacido siéndolo. Sin embargo, nosotros, primero intuyéndolo, más tarde sabiéndolo, nunca se lo hicimos saber. No fuimos capaces de decirle que conocíamos su condición sexual y que aquello, su deseo de convertirse en una mujer, no dejaba de ser una meta, un camino por andar en el que no estaría solo.

Usted, madre, ensalzaba su desenvoltura en la cocina, la maestría para hacer que un simple guiso de patatas se convirtiera en algo especial. La forma que tenía de colocar los cubiertos, los platos, el jarrón con las flores que había ido cortando en el campo y su pulcritud. Siempre iba hecho un pincel.

Padre envidiaba su calma, su exquisita dulzura, su manera de arreglar las desavenencias familiares y aquellas manos perfectas para el diseño de la ropa femenina. Recuerdo sus primeros dibujos y lo que más llamó mi atención en la silueta de las modelos: todas tenían unos grandes pechos de caída endiabladamente carnosa. El comentario de padre al respecto:

—Este hijo mío es muy macho. El vivo retrato de su padre. Le gustan las mujeres con muchas tetas.

Mas tarde comprendí por qué Juanillo subió, llevado por un ataque repentino de angustia, a su cuarto, cerró la puerta y lloró en soledad durante horas. Juan, mi Juanillo, adoraba los pechos femeninos. A través de sus diseños, con cada uno de sus trazos, rozaba el sueño de tener algún día aquella figura que tanto se asemejaba a una Venus y de la que él hacía un dibujo perfecto: exuberante, sensual; mujer.

Él, estaba fuera de ese margen irreal que ha creado parte de esta sociedad mentirosa y reprimida, malsana. Estaba dentro de un cuerpo que no le pertenecía y nosotros, los suyos, sabiéndolo, lo omitimos. Omitimos sus ademanes, sus exquisitas posturas, el tono casi aterciopelado de su voz, su especial sentido del gusto… Fuimos tan cobardes que no admitimos algo tan antiguo y normal como la propia existencia de nuestra especie. Por ello, Juan, salió de nuestras vidas poco a poco, sin darnos cuenta. Como una sombra dejó de proyectarse por la ausencia de los rayos del sol familiar. Él, madre, pasó por su vida y la de todos mis hermanos como lo hice yo, sin que se notara que estábamos allí, sin que ustedes sintieran nuestra respiración. Con una diferencia, Juanillo no hablaba. Dejó de hablar de repente, como si le hubiera comido la lengua el gato. Hasta el día en el que padre enfermó. Entonces, ninguno teníamos tiempo. Las agendas estaban repletas. Había demasiadas responsabilidades, todas ineludibles. Pero él, Juanillo, no lo dudó. Se sentó a los pies de su cama durante meses. Limpió sus proyectos de escaras. Vació las cuñas malolientes y acarició su piel dormida por las drogas. ¿Recuerda, madre?, a usted le secó las lágrimas, sus brazos la acunaron como si fuese una niña, sus manos la recogieron durante las últimas horas de dolor. Después, llegado el momento, vistió su cuerpo para el abrazo de lo que él llamó; una muerte deseada. Las palabras que padre le dedicó, dos días antes de perder la conciencia, fueron las que Juan se mereció escuchar años atrás; muchos años atrás:

—Gracias Juan; eres la mejor de mis hijas. No te rindas. Lucha por lo que quieres. Te lo mereces, siempre te lo mereciste. No dejes que nadie te haga sentir vergüenza. No dejes que nadie decida por ti…

Juanillo fue el único que siempre me entendió. Él fue quién prestó atención a mis llantos, a mis silencios, a mis huidas. Juanillo fue el único que se molestó en escucharme:

«Jimena no hagas caso a madre —decía cuando me veía llorar—. Madre es mayor. Es lógico que no entienda tus inquietudes. No dejes que elija por ti, no lo hagas o te sentirás frustrada de por vida. Escribe. Deja la carrera, estás equivocándote al estudiar farmacia. Sólo hay que ver como estás. Has nacido para escribir y tú lo sabes, lo has sabido siempre…».

Hace tres meses que no hablamos. Su trabajo de diseño lo ha llevado a viajar constantemente. Si supiera que he decidido cumplir mi sueño, que he tenido la valentía de subirme sola a un avión, que ando perdida en El Cairo… que al fin he dejado a Carlos, se sentiría orgulloso.

Tengo que llamarle.

10

Recuerdo el día de mi boda. Era un día como hoy, con sus horas eternas, pesadas y oscuras. Lleno de recuerdos que iban y venían de la mano de la inseguridad frente a mi nuevo destino. En casa el ambiente no era festivo, con la salvedad de la alegría que sentía tito Antonio, a nadie parecía importarle que fuera a desposarme. Tal vez fuese la falta de novedad ante el evento lo que les provocase a todos cierta indiferencia hacia mi futuro título de «señora de». Fui la última en pasar por el altar. Sí, quizá fuese eso, que habían sido demasiadas bodas las celebradas en casa, o tal vez el que yo había tenido la desvergüenza de pensar en mí y saltarme los planes de futuro que usted escribió. En ellos yo estaba destinada a cuidarla, a permanecer a su lado, a ser la solterona solitaria de nuestra gran familia. Porque, ¿quién iba a querer a una contestataria como yo? A una mujer que odiaba los pucheros, a la que las agujas le producían urticaria. Una mujer que usaba vaqueros y alpargatas en cuanto se la perdía de vista, que sólo utilizaba sujetador en ocasiones concretas. Una mujer que se emocionaba con las páginas de
Así habló Zaratustra
como si éstas fuesen el manual de patrones de la revista
Vogue
y que, contraviniendo los usos y costumbres sociales y católicos, sobre todo católicos, había perdido la virginidad años antes de casarse, y lo había hecho con un hombre del que ya no recordaba ni el nombre. Pero ahí estaba Carlos, ese alguien con el que usted no contó, el pupilo perfecto de Murphy, dispuesto a demostrar que si algo puede salir mal, saldrá mal. Eso fue lo que usted le dijo cuando él, inocente, le manifestó sus honestas intenciones.

Todos los días importantes de mi vida están pasados por agua y aquel no fue una excepción. Llovía, a mares. Una borrasca se había instalado en la península, al parecer de forma eventual pero preocupante, ya que su insistencia en permanecer sobre la piel de toro estaba dando al traste con las previsiones meteorológicas. Mientras, yo, abstraída por el ruido de la lluvia que golpeaba sin piedad el tejado, me imaginaba entrando en la iglesia empapada hasta las trancas. Con el traje blanco pegado a mi delgado cuerpo, chorreando. Con el moño desecho y el rimel negro corriendo por mis mejillas. Sosteniendo el velo mojado y dirigiéndome hacia el altar acompañada del ruido acuoso que provocaban mis zapatos de piel. Aquello, unido a mi flaqueza y desgarbo me hacían verme muy semejante a la protagonista del cuento popular ruso-judío del siglo XIX, que de forma extraordinaria adaptó Tim Burton en su
Novia cadáver
. En realidad yo no estaba muy alejada de los personajes del director estadounidense. Era tan inadaptada y enigmática como ellos. Tan extraña y romántica como
Eduardo manos tijeras
, por ello, aquel día, cuando miraba a mi alrededor, más de una vez me dieron ganas de ser una novia más a la fuga.

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