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Authors: Antonia J. Corrales

Tags: #Drama, #Romantico

En un rincón del alma (4 page)

El traje blanco permanecía colgado del techo del salón y
Tonka
ladraba incansable, casi neurótica, intentando hacer de él su última captura. De vez en cuando giraba su cabeza de cachorro hacia nuestros ojos. Sus orejas, tiesas y perfectas, se movían ávidas de algún gesto que indicase nuestra decisión de acabar con sus protestas, dándole, al fin, aquel cuerpo rígido, hueco, lleno de volantes, cargado de almidón que haría de mí, según decían todos, la reina de la fiesta. Tras unas cuantas horas de ladridos y reprimendas por nuestra parte,
Tonka
, finalmente comprendió que su capricho, saltándonos lo habitual, no iba a ser concedido y, como buena hembra, decidió vengarse de nuestra indiferencia haciendo un pis sobre el inmenso velo que aún no había sido puesto a salvo. ¿Recuerda el disgusto? ¿Recuerda el socorrido «jabón de lagartija»? Así llamaba tito Antonio al jabón Lagarto. Él fue el único que no perdió los nervios. Se levantó y, sin dar explicaciones, metió el velo en el lavabo y frotó la mancha amarillenta. Tito Antonio nunca se llevaba las manos a la cabeza, jamás se alteraba, de ningún modo perdía la compostura. La serenidad era su máxima en la vida y ello le dio un protagonismo dentro de la familia del que, sin lugar a dudas, era merecedor.

Camino de la iglesia, abordo de su precioso taxi —SEAT 1500 negro— con aquella raya roja que lo recorría de lado a lado a modo de un gran hilván, me sentí transportada a una dimensión donde todos los tiempos verbales se hicieron uno. El taxímetro estaba roto. Tito Antonio me había prometido que lo arreglaría, el día antes me dio su palabra, pero él es un desastre, ¡siempre lo ha sido! Aquel día la bandera de su precioso utilitario dedicado de ordinario al servicio público, seguía fija, era imposible bajarla sin cometer un desaguisado, por lo que desistimos. El marcador, durante todo el recorrido, fue saltando incansable, peseta tras peseta, como si estuviera poseído por la mente de un avaro. Los números corrían a la velocidad de un minutero histérico, descerebrado. La carrera ascendió a mil duros. Desde los primeros cinco duros, hasta que el condenado marcador llegó a su fin, gracias a la parada del motor, el soniquete se hizo tan regular, tan constante, tan insoportable que produjo en todos un principio de paranoia. Sin embargo aquello no fue lo peor del camino hacia el altar, lo menos llevadero fue el incansable y constante trasiego de gente que levantaba la mano con entusiasmo y alivio, pensando haber dado caza, por fin, al ansiado taxi en un día de lluvia. La expresión de mala uva que reflejaban sus caras al observar que el vehículo no reducía la velocidad al aproximarse, el cambio evidente de estado de ánimo al verme tan mona, tan tiesa, tan antinatural, tan novia:

—Mira… Mira, mira, es una novia.

Todos adquirían una sonrisa dulce, demasiado empalagosa, que les hacía parecer un poco tontos. A través de sus expresiones me llegaba la añoranza de algunos y las esperanzas de otros. Esos otros, casi todos, eran mujeres empapadas de juventud. Ahora, mi mirada se confunde con la de ellos cuando observo en alguno de los parques de mi ciudad, a una pareja recién estrenada de titulo, que no de pareja, casi estáticos frente a un fotógrafo que trabaja convulsivamente.

El camino hacia el altar fue algo que no debería haberse perdido. Pero, de nuevo, su excesivo celo la hizo ser esclava y madre al tiempo dentro de aquella furgoneta llena de accesorios del primer nieto, cambiando pañales, ayudando a Carlota durante las tomas. No sé cómo, ni por qué, pero siempre hubo alguien delante de mí, gozando de prioridad. A pesar de haber pedido la vez con mucha antelación, a mí nunca se me llegó a despachar. A mí, sencillamente; se me despachaba.

Aquel día, el de mi casamiento, también esperé. Dejé pasar mi turno de nuevo y… ¡la eché en falta! Noté el vacío de su presencia junto a mí. Fue la misma sensación de soledad y vértigo, de ahogo que sentí en todos aquellos meses de exámenes, de enamoramientos y desengaños. Ese tiempo empapado de nostalgia que algunos llaman adolescencia.

Padre, entonces ya no estaba; se había ido. Su recuerdo viajaba reflejado en el cristal del espejo retrovisor, prendido en la mirada gemela de los ojos de tito Antonio. El aire que entraba por la ventanilla delantera me susurraba sus palabras cálidas y tranquilas. Al pasar junto al cementerio invadido de mármol, lleno de cruces y oraciones mudas, al tomar la curva hacia la comarcal, los cipreses inclinaron sus ramas y el aire preñado del seco aroma de los crisantemos, teñido del color amarillo de los liliums, llevó mi mirada hacia la inconsciencia, atravesé la razón y vi sus ojos mirándome, burlando con su deseo el paso del tiempo, poniendo en tela de juicio la inexistencia. Sí madre, le vi mirarme y sonreír. Estaba junto a los claveles que usted le había colocado el día anterior sobre la tumba. Levantó su mano y se llevó los dedos a los labios. Jamás le hablé a usted sobre ello. ¿Para qué hacerlo? Sabía su respuesta: «El diablo juega malas pasadas, olvida esas visiones, son una de sus muchas artimañas. Pero, además, tendrías que ir al médico. Jimena, si algo así se vuelve a repetir, deberías visitar al párroco y al doctor».

11

Toda la ceremonia la pasé con un fuerte dolor abdominal. Mi vejiga estuvo a punto de reventar. La necesidad vital que sentía por ir al baño se convirtió en una obsesión que copó mi atención. No oía, no veía y empezaba a rozar el fino hilo que separa la realidad de la alucinación. Por no citar la postura antinatural e inapropiada que había adquirido justo a la mitad del sermón, del que no escuché ni una palabra. Si hubiera estado embarazada, estoy convencida de que alguien habría llamado a los servicios médicos de urgencia pensando que la expresión de dolor que se reflejaba en mi cara era la señal inequívoca de un parto inminente.

Como bien dice usted: casi todo tiene su parte gratificante. Sin proponérmelo creé una anécdota que pasaría a la colección particular de la familia y que, como tal, sería repetida en cada encuentro hasta la saciedad; hasta el aburrimiento. Algo comprensible ya que ni yo misma puedo recordar mi boda sin que regrese a mi memoria la imagen del párroco haciendo la pregunta de rigor. La expectación de todos ante mi respuesta, ante la confirmación oral por mi parte de ser la esposa fiel, eterna, esclava, desinteresada y sumisa, que la institución del matrimonio exige. Los días, las infinitas horas que pasé ensayando aquella frase para que una estúpida incontinencia urinaria me chafara mi debut en público:

—Sí… ¡quiero ir al baño!

La carcajada fue unánime.

A pesar de los peros, que fueron unos cuantos, aquel día fue especial, difícil de repetir y grato de recordar.

Como sucede en todas las bodas la algarabía invadía el aforo. El olor a puro y tabaco rubio se hacía dueño del salón, de los pasillos y los baños. Los carajillos iban de mesa en mesa y los mozos y mozas se reunían para conseguir la mejor pieza para la subasta y así, mediante la oferta de sus pedazos, recaudar un dinero extra para nosotros. Por aquel entonces, Carlos ya empezaba a dar muestras de su innata terquedad y, dejándose llevar por ella, decidió no cambiar la corbata de marca francesa por la horrorosa pero baratísima que había comprado, especialmente para la ocasión, mi bien avenida y santa suegra. Aquel trozo de tela, valorado en muchos duros, fue vapuleado, desgarrado y repartido, de mesa en mesa como un jabalí durante un banquete del medioevo. El valor de la corbata se recaudó multiplicado por dos. Yo no soy partidaria de esos usos y costumbres. Hubiera preferido guardar la corbata en mi adorado arcón ya que, como supuse en aquel momento, y bien supuesto fue, Carlos no pudo comprarse una corbata de firma en mucho tiempo gracias al sangrante préstamo hipotecario que firmamos llevados por la necesidad de casa propia.

De vez en cuando miraba a Carlos buscando una ventana en sus ojos por dónde escapar de aquel lugar, un horizonte en donde encontrar respuestas a muchas de las preguntas que me contrariaban, un gesto suyo que me diera sosiego. Él, cuando los invitados le dejaban un minuto, me dedicaba una sonrisa y esa mirada especial y diferente que sólo volvió a dedicarme cuando nacieron nuestros hijos.

Después de aquello pasaron los días, los meses y, junto a ellos, llegaron los espacios indefinidos, incontables; tan monótonos como insoportables. El tiempo joven envejeció sin tener la delicadeza de pedirnos permiso. Se convirtió en un tiempo de adultos para adultos. Comenzó a correr más rápido; se hizo veloz. Despreció nuestras necesidades, todas esas cosas que queríamos hacer. Todo comenzó a pasar por nuestro lado obviando nuestra presencia. Sin darnos cuenta nos convertimos en lo que nunca quisimos ser. Sin pensarlo, aprendimos a pensar, adquiriendo la necesidad de hacerlo. El mar, aquel mar de nuestra juventud; también se fue. Se fue con nuestra libertad, con aquella libertad efímera, con aquella manera especial de ser y de vivir. Ese mar de libertad se fue de nuestras vidas para no volver; porque era un mar de noveles, lleno del agua de la inexperiencia, exento de miedo, carente de responsabilidad, estéril de problemas; preñado de ilusión.

12

Durante dos largos años me dediqué a ir adaptando mi nuevo hogar a nuestras necesidades cotidianas, aunque más preciso sería decir que yo me adapté a él porque no tenía de nada. Decoré y amueblé la casa poco a poco, a medida que las pagas extras nos iban permitiendo comprar muebles y electrodomésticos. Tuve que hacer acopio incluso de la ropa del hogar, porque, saltándome una vez más las normas y usos sociales, familiares y «culturales», me casé sin apenas un duro en los bolsillos. Con cuatro utensilios domésticos, entre los cuales la cama de matrimonio fue una excepción porque fue lo único que compramos al comenzar nuestra relación. Contraje matrimonio con los bolsillos llenos de ilusión y sin ajuar, ese equipaje que toda novia que se precie va recopilando desde su más tierna infancia. Pero…, ya sabe usted, madre, la falta de posibles y el hecho de que yo nunca iba a desposarme, me dejaron, una vez más, fuera de sus previsiones.

Hasta mis nuevos vecinos se asombraron durante el traslado al ver como una de las cajas que yo arrastraba con esfuerzo por la acera se abrió y dejó al descubierto mi verdadero ajuar. Cientos de libros y discos de vinilo se precipitaron sobre los adoquines. Aún los conservo como lo que son: un tesoro. Las tres cajas restantes contenían lo mismo, a excepción del baúl en el que iba la ropa y en la caja donde se hallaba una precaria, horrorosa y mermada vajilla del espantoso Duralex transparente. En ella cualquier plato, incluso la mayor de las delicatessen, perdía su magia. Tres sartenes viejas; dos pucheros de aluminio, una cafetera de 4 tazas, tres toallas, dos sábanas encimeras y dos bajeras más una colcha y dos mantas fue mi único equipo. Ni tan siquiera teníamos lavadora y menos aspirador. El frigorífico lo compramos el primer año de matrimonio, con las pagas de julio. La televisión aún estaba pendiente de ser nuestra, así lo atestiguaban las veinte letras que nos quedaban por ingresar.

A pesar de todo, durante un tiempo, fui feliz, muy feliz. Lo fui sin un cuarto en los bolsillos; madrugando, limpiando los fines de semana, asistiendo, por imperativo legal, a las monótonas y consabidas reuniones familiares todos los domingos. Escuchando, día tras día, la famosa preguntita: Y, ¿para cuándo el niño? Aprendiendo que, a pesar de que pusiese empeño en hacer todo lo mejor posible, en agradar a todos, incluso renunciando a mí misma, jamás sería tan perfecta, tan intachable, como el resto de hijas o nueras. A veces me sentía tan fuera de lugar que llegué a pensar que mi vida había estado mal encaminada. Debía haberme dedicado de lleno a los libros de cocina o haberme apuntado a algún club «marujil» emparentado con la Sección Femenina de la Falange, en vez de perderme dentro de
El contrato social
o
La teoría de las especies
, que me habían convertido en una completa inútil en el ámbito doméstico y familiar.

Paulatinamente fui sintiendo que la vida se me escapaba. Se me iba sin vivirla, sin habitar cada uno de sus instantes, de esos momentos irrepetibles e irrecuperables. La química que había entre Carlos y yo, en los comienzos de nuestro matrimonio, pasó a formar parte única y exclusivamente del bote de Ajax, la lejía, o el detergente para la ropa. Nuestros respectivos trabajos nos tenían tan invadidos que cuando nos reencontrábamos lo más inmediato y vital era dormir.

Creo que entonces, en aquellos días, fue cuando comenzamos a ser unos completos desconocidos que vivían juntos y tenían planes de futuro, pero que apenas se relacionaban más que lo necesario para que aquello, nuestro matrimonio, siguiera funcionando.

Cuando la química voló, llegó el tiempo en el que los sentimientos invernan. Las paredes recién decoradas cogieron solera, antigüedad. En los cuadros ya no había pinceladas por descubrir. La mirada, nuestra mirada, se perdía en una búsqueda peregrina, angustiosa y vital por encontrar algo nuevo, por volver a sentir.

13

Al cansancio y el desorden emocional de ambos, le siguió la intolerancia, la falta de empatía mutua. Aquel maravilloso lunar de mi pómulo que tanto le gustaba a Carlos, que piropeaba con ingenio, se convirtió en una espantosa verruga que, según él, crecía con cada uno de mis mosqueos. Cuando me dijo aquello, sólo me faltó la escoba para ser una auténtica bruja. Después, sus ronquidos comenzaron a molestarme de tal forma que, tras varias noches durmiendo en la habitación aledaña, viendo como él ni se alteraba, como descansaba plácidamente, enrabietada, me planteé una denuncia en el departamento de medioambiente o propinarle un susto repentino que terminara con aquel ruido de una vez por todas. No lo hice por miedo a que le diera un infarto. Tras aquello llegaron las broncas por los insultantes y minúsculos pelos de la barba repartidos por el lavabo y sus aledaños. El mosqueo al ver diariamente los calzoncillos del revés, inmóviles, mostrando sus costuras, desmayados ante mis ojos en el lateral de la cama. Los zapatos repartidos, como si de mojones se tratara, en cada rincón del dormitorio, mientras el zapatero se mostraba vacío. Me ponía enferma su insultante desidia, su descaro, su pasotismo, ante las tareas cotidianas que, gracias a mí, mantenían nuestro hogar en condiciones salubres. Él no entendía que hubiera que fregar; pasar el polvo, retirar los productos caducados de la nevera y los armarios, tirar la basura a diario, colgar las corbatas y los trajes. Ni tan siquiera encontraba el cesto de la ropa sucia que yo había colocado estratégicamente a la derecha de la bañera, para que no hiciese más esfuerzo que estirar un brazo y dejar caer la muda. Y lo más terrible era la carita de niño bueno, de no haber roto nunca un plato, del típico turista despistado que no entiende el idioma en el que le hablan, que ponía cuando yo le abroncaba. Carlos, no parecía comprender, o no le interesaba hacerlo, que a mí me molestaba tanto o más que a él hacer todas aquellas labores, y que no me quedaba otra si quería tener la ropa limpia, comida en la nevera… Su máxima era: «Deberías tomarte todo con más calma.», su máxima y su única solución.

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