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Authors: Antonia J. Corrales

Tags: #Drama, #Romantico

En un rincón del alma (10 page)

—Pero Remedios, ¿cómo habéis hecho eso?, la obra está sin terminar.

—Para ti nada está acabado nunca, siempre andas con las correcciones a cuestas. La obra, terminada o no, es buenísima. Quiero pensar que no vas a desaprovechar la oportunidad, ¿verdad?

—Por el momento lo voy a dejar estar.

—Pero ¿cómo puedes decir eso?

—Ahora lo único que quiero es descansar, no pensar en nada. Tengo dinero para estar aquí dos meses. El visado también lo arreglé para permanecer en el país el mismo tiempo. Quiero tomar fotografías para mis óleos. En cuanto a la novela, ya te he dicho que está inacabada. Durante el viaje estoy escribiendo unas cartas a mi madre que seguramente incluiré en la obra.

—Tú sabrás lo que debes hacer…, nadie mejor que tú lo sabe. Nosotras enviamos el texto porque creímos que te gustaría…, pero veo que no te ha hecho gracia. En cuanto a tu hija…, deberías llamarla. Está contigo, apoya todo lo que haces, pero necesita saber que estás bien, ¿no crees?

33

Cuando llamé a Mena su voz sonó como un soplo de vida a través del auricular:

—¿Cómo estás?, ¿por qué no me has llamado antes?

—Lo siento cariño, debí llamarte el mismo día que desembarqué, pero no tenía fuerzas para hacerlo y menos que me quedaron después de hablar con tu padre.

—Está enfadado conmigo. No me perdona que te guardase el secreto. Ya sabes…, es muy tozudo. Creo que si no vuelves pronto le matarás. En el fondo no sabe vivir sin ti.

—Pues deberá acostumbrarse. Voy a pedir el divorcio —hubo un silencio que me pareció durara una eternidad—. Mena… ¿estás ahí? —le cuestioné preocupada por su falta de respuesta.

—Sí —respondió en un murmullo.

—Hija, ¿qué pasa? Creo que no deberías sorprenderte. Conoces mi situación. Has vivido mi desventura, mi soledad. Sabes todo lo que he luchado por mi matrimonio. Esto se veía venir desde hace tiempo. No me puedes pedir que aguante más, no tiene sentido y sería egoísta por tu parte.

—Las personas cambian, mamá —dijo en tono recriminatorio—. Y él está cambiando. Es un buen hombre, papá es un buen hombre. Nunca nos ha tratado mal y jamás nos ha faltado de nada.

—Sí Mena, a mí me han faltado muchas cosas, entre ellas respeto y atención emocional.

—Pero ¿por qué no le das una oportunidad? Es la primera vez que te marchas y ahora es cuando él se ha dado cuenta de lo mucho que te necesita. Te perdonó tu infidelidad —dijo refiriéndose a Andreas—, ¿eso no cuenta para ti?

—¡Qué me perdonó…! —exclamé indignada.

—Sí mamá, lo supo dos meses después y jamás te dijo nada porque entendió que era culpa suya.

—Lo supo y te lo comenta a ti y a mí no me lo dice, ¡increíble!, increíble y vergonzoso. ¿Cuándo te lo ha dicho? —cuestioné violenta.

—Después de tu llamada desde Egipto. Estaba destrozado y creía que te habías marchado con alguien, que no viajabas sola. Yo le insistí en que no era así, que sólo necesitabas estar un tiempo alejada de la rutina, pensar. Pero como no te despediste de nadie más que de Remedios, pensó que el viaje no lo hacías en solitario. En cierto modo es lógico, ¿no crees?

—Pues no, no lo creo. Y si él me ha perdonado una infidelidad no sé cuántas le he perdonado yo…, he perdido la cuenta —dije con rabia.

—Mamá, lo sé, te entiendo y tienes toda la razón, pero creo que deberías meditar. Papá está destrozado, te doy mi palabra.

—Mena, cariño, ya no hay nada que meditar. No hay nada que perdonar. Quiero a tu padre, siempre le querré, es algo indudable y que no puedo negar, pero ya no estoy enamorada de él. Y él, tú misma lo has dicho, me necesita, sólo me necesita. Eso no es querer…

El llanto de ella me llegó a través del auricular claro y desgarrador. Jamás soporté oírla llorar, jamás. Hablamos sobre ello durante unos minutos más, hasta que conseguí calmarla, hasta que ella consiguió que la prometiese que hablaría al regresar con su padre, que intentaría que él comprendiese, porque así, al menos, le evitaría seguir hundido en la desesperación, como ella aseguraba que estaba Carlos. Sobre Adrián me dijo que no le daba importancia a mi viaje y menos a la reacción de su padre. Para él aquello era una crisis lógica dada la situación que vivíamos ambos y que él conocía desde hacía tiempo. También hablamos sobre la respuesta de la agencia literaria, sobre sus próximos exámenes y me hizo temblar de preocupación cuando me relató sus desventuras con el joven estudiante de medicina que la tenía el corazón roto. Temblé porque ella, para los asuntos del amor, era igual que yo; utopía en el sentido más amplio de la palabra.

—Calculo, si todo va bien, que estaré dos meses aquí —le dije entusiasmada—. Quiero hacer fotografías para varios seriados que se enclavarán en Egipto. Creo que podré colocarlos con suma facilidad. También quiero ponerme con la novela que habéis mandado a la agencia. Si la termino y me gusta el resultado, quizás tome en serio el dedicarme a la literatura. Voy a buscar un apartamento o una pensión porque los hoteles se me escapan de presupuesto.

—Si necesitas dinero se lo pido a papá y te lo envío —dijo.

—Bajo ningún concepto. Cuando vea que no puedo continuar aquí, regreso. Tengo el billete abierto. En el caso de que suceda algo puedes dejarme recado en el hotel. Cuando tenga la nueva dirección te la daré.

—¿Puedo darle a papá el teléfono del hotel? —cuestionó temerosa.

—No —respondí tajante.

—Tú sabrás lo que haces, pero creo que, en lo referente a papá, te equivocas… ¡Ah!, imagino que Remedios te ha dicho que encontraron el coche de Antonio en el embalse. El muy hijo de su madre debió sufrir un accidente y encima tuvo la suerte de salir con vida y escapar…

34

Llevo tres semanas en esta ciudad y hasta hoy no he podido retomar la escritura. Al fin conseguí alquilar un apartamento. Es un ático. La terraza dobla en tamaño a la parte destinada a la vivienda. De no haber sido por Omar, es posible que aún siguiera en el hotel.

Mañana, Omar y yo, saldremos a buscar lienzos y óleos. No tenía pensado comenzar los cuadros aquí. En un principio pensé tomar primero las fotografías y empezar los seriados ya en España, en el pueblo, junto a usted madre. Pero Omar me ha sugerido hacer los bocetos con modelos que dice posarán para mí sin problemas en la misma calle si así lo deseo. Creo que es una idea fantástica.

Después de terminar el crucero volvimos a reencontrarnos en el hotel y desde entonces no ha pasado una noche sin que durmamos juntos. Esta relación es extraña, si no fuera por los sentimientos que ambos mostramos sin control, diría que es un tanto irreal. Apenas sé de él. No me ha contado nada de su vida. Tampoco le he preguntado. Nos limitamos a estar juntos, a vivir el momento, el presente inmediato como si ambos lo supiésemos todo de los dos. Él escucha fascinado todo lo que yo le voy relatando.

No sé el tiempo que podré aguantar en esta situación tan anodina. Cuando se marcha por la mañana, cuando no me dice dónde se va, a qué hora va a regresar o si lo va a hacer, muero un poco. Y siento miedo, el mismo miedo que sentía con Andreas, porque tengo el presentimiento de que él, tarde o temprano, también me abandonará. Y esta vez, madre, no sé si podré sobrellevarlo.

Anoche, mientras dormía, dibujé su cuerpo desnudo. Fui trazando uno a uno los contornos de su piel, sus manos, sus piernas, su espalda…. Lo hice llevada por una pasión desmedida, extraña, igual que me sucedió cuando lo retraté por primera vez; cuando ni tan siquiera sabía de su existencia, cuando aún no le conocía. Al despertarse me sorprendió con la paleta en la mano. Miró el cuadro, se levantó y vino hacia mí. Me abrazó y besó mis manos que aún temblaban. Después secó las lágrimas que corrían por mis mejillas. Mientras sus dedos rozaban la superficie de mis labios dijo:

—No voy a dejarte, te doy mi palabra. Has llegado a mi vida como una tormenta de arena y aún ando un poco desorientado. ¿Lo entiendes? —asentí sin creerle—. Debes ser paciente conmigo —concluyó en tono de súplica.

Creo en lo que dice, pero no puedo evitar pensar que por encima de sus sentimientos, de sus intenciones, hay algo más fuerte que convierte sus palabras en una quimera. Me estremezco cada vez que le veo atravesar el umbral de la puerta y perderse entre el tumulto, cuando su figura se desvanece entre los apresurados viandantes, cuando se difumina como si él sólo fuese un fantasma. Sé que tarde o temprano le perderé.

—¡Gracias! —le dije cuando se marchaba.

—Me gustas Jimena. Me haces sentir bien. ¡Cuídate! A las cinco. ¿Hemos quedado a las cinco? —preguntó.

Asentí con un gesto afirmativo de mi cabeza y le sonreí, mientras se alejaba camino del ascensor. Como siempre, corrí hacia la terraza para ver su silueta desdibujarse una vez más y, como siempre, como cada vez que se marcha, no sé por qué, madre, volví a llorar.

35

Raquel es mi casera. Una bruja vieja y sabia que se marchó de España intentando recuperar a su hija. La hija que le robó un esposo despechado. Ante la falta de apoyo de la justicia, lo único que pudo hacer para estar al lado de su pequeña, para verla una vez a la semana, fue establecerse en Egipto. Compró un pequeño apartamento con los beneficios que le dio la venta de su casa en España y el ático que me ha alquilado a mí. Con la renta y algún que otro trapicheo, desde hace años, se gana la vida; subsiste medianamente bien. Al establecerse en este país, consiguió ver a su pequeña todas las semanas, pero ello no le sirvió prácticamente para nada. La niña, por voluntad propia, fue perdiendo el contacto paulatinamente con Raquel. Tomó la familia del padre como única y también su religión. Poco a poco, se distanció de su madre y del entorno occidental de ésta.

Cuando la conocí me impresionó su fisonomía. La belleza fría de sus facciones que parecía había tomado rasgos orientales, como si estos, desde siempre, le pertenecieran. Su físico era tan inusual, tan fuera de estereotipos, que le propuse posar para mí. Aceptó con una única exigencia: que el boceto fuese para ella. A lo que accedí gustosa. Desde entonces todos los días tenemos una cita ineludible.

Durante nuestros encuentros, Raquel, se ha ido acoplando a mi vida como si fuese una pieza indispensable del engranaje que forma mi existencia, cuadrando perfecta y milimétricamente en su lugar de ensamblado. Lo último que le relaté fue el asesinato de Sheela. Lo hice después de que ella, sin saber nada del nefasto suceso, me preguntase qué iba a hacer con las cenizas de mi amiga.

—¿Has pensado donde vas a esparcir sus cenizas? —dijo señalando el saquito rojo que yo tenía siempre colgado en el palo del caballete.

—¿Cómo puedes saber eso? —le inquirí con expresión de sorpresa.

—Lo he intuido. Lo que no sé es a qué se debe esa sensación de temor que te asalta cada vez que te llaman de España y por qué cuando recibes esas llamadas miras la bolsita roja.

Dejé la paleta y el pincel. Cogí la bolsita con las cenizas de Sheela y me senté junto a ella. Le relaté todo lo que habíamos vivido Remedios y yo junto a Sheela. Lo que ella significaba para nosotras. Le expliqué como llegamos a formar un trío inseparable: Remedios rubia, Sheela pelirroja, y yo morena, características que, unidas a nuestras actividades esotéricas, nos hicieron dignas merecedoras del apodo de «Las brujas de Eastwick».

—El paraguas rojo del que no te separas es de ella, ¿verdad? —inquirió cogiéndolo—. ¿Sabes que, contrariamente a lo que muchas personas piensan, es un símbolo de protección muy fuerte?

—Sí. Sheela me lo dijo —respondí—. Era de su madre. A ella se lo regaló una anciana meiga para que la protegiese tanto de lo malo como de lo bueno que pudiera sobrevenirle, porque a veces, lo bueno, después trae consigo algo nefasto.

—Así es. La lluvia y el sol pueden ser beneficiosos o perjudiciales. Si tienes un parapeto para ambos, puedes dosificar los dos fenómenos en su justa medida —respondió sonriendo—. Esa es la simbología real del paraguas: la protección. Y el color rojo simboliza la fuerza, la belleza, el éxito y el amor.

No sé cómo, pero lo hizo. Repitió una a una las palabras de Sheela. Quizás fue aquello lo que me llevó a contarla lo acontecido, que Sheela parecía estar hablando a través de ella diciéndome: «desahógate, ¡hazlo!». Por ello, comencé a contarle todo sin un previo, sin que ella me preguntara qué había sucedido la noche en que Sheela murió:

—Aquel día, Sheela, había quedado en llamarme sobre las doce. Desde que denunció a Antonio y el juez dictó una orden de alejamiento, ella, todos los días, antes de acostarse, me telefoneaba. Por la tarde me había comentado que se desplazaría a la ciudad, quería hacer unas compras. Dijo que se retrasaría porque pensaba cenar con un viejo amigo. Quedó en llamarme a su regreso para confirmar que estaba bien, pero no lo hizo. Sobre la una de la madrugada telefoneé repetidas veces al herbolario y a su casa sin recibir respuesta. A las dos volví a insistir y, entonces, el teléfono del herbolario comunicaba. Esperé unos quince minutos y volví a marcar el número que seguía comunicando. Lo que me alertó.

»Desde que recibió la última y más terrible de las palizas yo tenía un juego de llaves de su casa y de la tienda. Preocupada por su falta de respuesta y la posible desconexión de la línea telefónica del herbolario, decidí desplazarme hasta la tienda y comprobar si todo estaba bien. Cuando llegué, la tienda permanecía cerrada. Entré y nada más atravesar el umbral vi el reguero de sangre que salía por el quicio de la puerta del almacén. Corrí, corrí desesperada.

»Al verla tendida sobre el suelo, con la cabeza torcida hacia un lado, inmóvil, cubierta de sangre y golpes, supe que había muerto, que Antonio la había matado. La escena era dantesca, inhumana. Llorando, furiosa, desesperada e impotente me dirigí hacia el teléfono para llamar a la policía. Colgué el auricular para recuperar la conexión y volví a levantarlo temblorosa, lanzando insultos y maldiciones contra él. Entonces, por la ventana que daba a la parte trasera del local, vi su coche, el coche de Antonio. Él estaba tendido sobre el volante. Sin pensarlo solté el teléfono y desencajada fui a por él.

»Cuando abrí la puerta del vehículo su cabeza se ladeó ligeramente hacía la derecha. Estaba inconsciente, presa de un evidente coma etílico. Empujé su hombro y su cuerpo cayó sobre el asiento contiguo. Sin pensarlo volví a la tienda y llamé a Remedios. Le di indicaciones precisas de que fuese a recogerme en cinco minutos al embalse. Volví al coche y empujé, no sin esfuerzo, a Antonio sobre el asiento derecho.

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