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Authors: Antonia J. Corrales

Tags: #Drama, #Romantico

En un rincón del alma (9 page)

Ella, me miraba en silencio, dejándome estar. Después, tras secar mis lágrimas con un pañuelo de papel, sonrió y dijo:

—¡Recuerda!, debes asegurarte que no sea un lugar con posibilidad de recalificar. No soportaría que me construyeran encima un adosadito…

Hoy, el ruido del agua golpeando el casco de este barco con forma de milhojas que recorre el Nilo, me produce nostalgia, tristeza, me hace sentir el vacío que su falta, su ausencia, ha dejado en mí. Las plañideras de mi alma, de mi corazón, lloran la pena.

Bajo su paraguas rojo me oculto; me cobijo. Intento aminorar el daño que aún me causa su adiós.

29

Nos acercamos a Luxor, antaño la gran ciudad de Tebas. Ezequiel dijo: «Tebas será con violencia sacudida…». Y Tebas, Tebas de las cien puertas, capital de los faraones del nuevo imperio, se dejó llevar por los acontecimientos dando la razón al profeta.

Al occidente, dominando la necrópolis de Deir el-Bahari, el templo de la gran dama del Nilo se alza jactancioso, desafiante, atrapando con su grandeza la esencia del dios Amon. Hatshepsut nos espera. Colérica y llena de furia levanta su mentón barbudo. Imagino su poderosa imagen, la grandiosidad de su creación, la soberanía de su reinado; el poder de su dualidad. El aire huele a hierbas aromáticas como olió entonces, cuando sus expediciones regresaron con éxito del mítico país de Put. Al imaginarla, me pierdo entre el murmullo del grupo que es absorbido por la sobrehumana dimensión de las columnas rectangulares que forman los pórticos de su templo. Percibo el vuelo del hijo de Isis y Osiris avisando de la cercanía, de la proximidad de su espíritu, amortajado en la rivera izquierda del Nilo; inmortalizado en el templo más hermoso del interminable Egipto. Su nombre, el nombre de la dama del desierto, borrado incesantemente por la codicia y el machismo, vuelve a ser exclamado, día tras día, con fascinación y respeto: ¡Hatshepsut!

Omar sonríe, sus labios perfilan una expresión cálida que envuelve mi corazón. El viento hace que el pelo me tape los ojos y roce mis labios. Él, alarga su brazo y señala la orilla, la torneada orilla que da acceso a Luxor. Su mirada roza el mechón anárquico que tapa mi boca y se detiene curiosa sobre las páginas que voy escribiendo para usted, sobre el paraguas rojo que, apoyado sobre mis muslos, espera a ser abierto para protegerme de este sol abrasador: del sol y de él.

De nuevo, siento esa sensación de nauseas, semejante a la que sentía aquellas mañanas de domingo. De aquellos domingos sembrados de pipas y regaliz, en los que padre, chaqueta de pana en mano, copaba los duros asientos del desvencijado y chirriante coche de viajeros con nuestra gran familia camino de la capital. Recuerdo a Jaime y Ricardito, que irremediablemente, domingo tras domingo, terminaban a porrazo limpio, a punto del descalabro, por aquellas chapas de Mirinda y cerveza, con las que, más tarde, al golpe seco de la toba de sus dedos corazón y pulgar, se alzarían vencedores de una imaginaria vuelta ciclista de latón. De chicos siempre se llevaron a matar. Sin embargo, años después, como si fuesen gemelos idénticos, eligieron la misma carrera, se casaron con dos hermanas y se establecieron en Australia. Nuestra relación siempre fue distante, efímera y extraña. A pesar de que padre luchó porque todos estuviéramos unidos, no lo consiguió.

Todavía puedo oír el llanto de Juanillo y ver aquel chupete impregnado de azúcar y anís con el que usted, madre, le hacía callar milagrosamente. La carita de pan de Carlota. Carlota era como Susanita, la de
Mafalda
, la estupenda
Mafalda
de Quino, con la que yo siempre me identifiqué. Jamás se separaba de su muñeca. Aquella lánguida muñeca de cartón piedra, enlazada de los pies a la cabeza, empachada de comida, encanijada por los besos y los abrazos incontrolados de su prematura mamá. Mientras tanto, yo, me adhería al entrañable polo de hielo, de naranja. Me perdía en su exquisito, en su artificial color, en el mandil blanco del heladero. En esos días supe con certeza lo que iba a ser de mayor. Sería vendedora de helados.

Sus manos, las manos de Omar, señalan uno tras otro los lugares más emblemáticos mientras yo sueño con rozar sus labios, con perderme entre sus brazos y siento miedo. Miedo a un futuro que sé, estaba escrito con antelación, con mucha antelación a este viaje.

30

El asesino de Sheela, Antonio, desapareció sin dejar rastro. Una vez concluida la autopsia, se dictó una orden de búsqueda y captura, la policía no consiguió localizarlo.

Remedios y yo nos encargamos de todo lo relativo al funeral de nuestra amiga. Días después recogimos las cenizas y las depositamos dentro de una bolsa que Remedios había confeccionado a mano con un pedazo de las cortinas rojas del herbolario. Nadie reclamó sus pertenencias, ni asistió al sepelio, por lo que tuve que hacerme cargo de
Amenofis
, su gato persa. El animalito vagó de mi casa al herbolario durante varios días. Se sentaba en la puerta y maullaba a la espera de que Sheela le abriera. La vecina me llamaba en cuanto escuchaba el penoso llanto del felino y yo, día tras día, me acercaba a buscarlo y volvía a trasladarlo. Así fue hasta que las cenizas de Sheela llegaron a casa. Desde aquel momento no volvió al herbolario. Se pasaba las horas durmiendo al lado del saquito rojo. Sólo abandonaba su vigilancia para comer o acercarse a la caja de arena. A excepción del día en que me marché. Aquel día,
Amenofis
, me acompañó hasta la salida y, como si supiera que su dueña definitivamente se había ido, echó a correr hacia el campo.

Como Sheela predijo, gané el certamen de pintura y canjeé los dos billetes por dinero en efectivo. Con el canje el premio perdía cuantía, pero en aquellos momentos no me sentía con fuerzas para realizarlo. Habían pasado demasiadas cosas, hechos que me habían marcado para siempre.

Después de lo acontecido, Carlos se mostró más cercano que nunca. Tomó unos días de vacaciones y se dedicó a mí. Contempló mis trabajos de pintura, leyó algunos de mis textos y vanaglorió, como nunca lo había hecho, mi capacidad para escribir y pintar. Incluso llegó a insinuarme que debía dedicarme a la literatura de manera profesional y que él podía buscarme algún contacto si yo estaba dispuesta a ello. No sé con exactitud lo que duró aquel falso éxtasis, pero sí recuerdo con claridad, cómo una mañana todo volvió a ser como en los comienzos. Se restablecieron sus viajes y sus tardías vueltas al anochecer. Regresó el olor a colonia femenina que desprendían sus corbatas de seda. Volvieron las llamadas telefónicas, las salidas de emergencia a la oficina…

Carlos tenía conciencia absoluta de lo que hacía. Para él aquellos escarceos no eran más que eso, escarceos sin importancia. Escarceos que siempre negaba. Lo negaba tanto y tan bien, que durante años le creí. Y el encanto se fue yendo poco a poco. Ya no era la soledad, la necesidad de sentirme mujer, persona, amante… el verdadero problema fue que llegó un momento en el que ya no quería ni necesitaba ser nada en su vida. Me había cansado de aguantar, de luchar, de buscar un instante único entre los dos que me emocionara, que le emocionase. Nos habíamos convertido en dos desconocidos que compartían, casa, cuenta corriente, hijos y cama.

El barco ha parado. Desde la superficie del agua, un rodaballo imaginario me llama equivocadamente Ilsebill. El rodaballo suspira, mientras que, mirándome de reojo, le hace un guiño escondido a Omar. Él me mira de soslayo y sonríe. Me sonríe sólo a mí.

Éste es el último día de crucero. Mañana saldremos en avión, de nuevo, y para mi desgracia, en avión, hacia El Cairo.

31

Anoche sus ojos fueron los míos. La luna iluminaba altiva el horizonte, un horizonte, madre, demasiado alejado del suyo, demasiado distante y diferente de todos los horizontes que pasaron por mi vida. Su línea estaba delimitada por la oscuridad de la mirada de Omar, por la dorada piel de sus manos, mientras el eco de las voces ahuecadas por los megáfonos llegaba perdido desde el gran Lago Sagrado.

El aire olía…, en realidad no olía a nada, ni tan siquiera el viento se dejaba sentir.
El rodaballo
caminaba junto a mí, y Günter Grass me insinuaba con extrema exigencia, con despecho, casi en un insulto, mi torpeza, mi lentitud en el arte de la lectura, en el don de la percepción rápida de las palabras. Mi ejemplar, el ejemplar de
El Rodaballo
, siempre me acompaña, inexorablemente en todos y cada uno de mis viajes. La historia de este pez al que Günter dio vida en la novela que lleva su nombre, se ha convertido en el pez de mi vida, en el entrañable pez de toda mi existencia. Las pocas páginas que he conseguido leer, hasta el momento, me han hecho no volver a comer rodaballo nunca más. Anoche, su silueta de aguas saladas, danzaba entre las sombras del dulce Nilo. Mientras leía los diálogos intentaba imaginar su voz pausada sin conseguirlo.

Omar sonreía arropado por la lejanía de la popa, y yo, procuraba omitir su presencia. Acerqué la novela tanto a mi cara que apunto estuve de caer por la borda, que estaba más cerca de lo que había calculado. Entonces, Omar, se acercó y nuestras miradas coincidieron peligrosamente. He de confesarla, madre, que la mía, mi mirada, estaba un poco perdida y ligeramente extraviada a causa del imprevisto cambio de posición de baranda.

La sombra del utópico y feo rodaballo volvió a surgir en la superficie del Nilo. Torciendo su boca aplanada intentó llamar la atención de Omar, pero mis manos cerraron la espléndida novela y el rodaballo se sumergió, una vez más, en sus páginas:

—¿Es
El rodaballo
?
El rodaballo
de Günter Grass —dijo dedicándome una vez más su espléndida sonrisa.

Asentí, con un gesto afirmativo de mi cabeza. Sin despegar los labios. ¡Qué iba a contarle yo, de aquel libro eterno que casi formaba parte de mi anatomía! Y así debí permanecer durante todo el tiempo, calladita. Pero me moría por hablar con él. Por hacerlo a solas, como estábamos en aquellos momentos. Y no se me ocurrió nada más estúpido que hacer lo que nunca había hecho; mentir:

—Es la segunda vez que lo leo —le dije con aire de intelectual.

Entonces el impresentable pez pareció dar un coletazo de enfado dentro de aquellas aguas de papel y la novela cayó al suelo dejando el tomo abierto justo a la mitad. Él miró el libro, después me miró a mí, se agachó, lo recogió del suelo y colocó la separata en su lugar. Deslizando la palma de la mano sobre la portada dijo:

—¡Qué curioso! La última mitad está como nueva.

—¿Siii? —contesté mirando el suelo del barco como si la novela aún permaneciera allí. Intentando evitar que notase el apuro que su observación me estaba causando.

Me dedicó una mirada entre condescendiente e irónica y me ofreció un cigarrillo. Guardé presurosa aquel hermoso acuario de papel en mi bolso, evitando así que el cotilla e impresentable pescado de alta mar me volviese a poner en apuros.

—Yo tampoco he acabado de leerlo —dijo burlón—. Hay tanto y tan bueno para leer, que cuando una lectura no nos llega, hay que dar paso a otra —concluyó mientras acercaba lentamente el extremo de mi cigarrillo a su mechero de gasolina.

Omar me gustaba, sí madre. Me gustaba muchísimo.

—¡Gracias! —dije.

—¿Whisky? —preguntó ofreciéndome su petaca.

Aquella fue la primera noche que pasamos juntos. Al amanecer el sol salió como siempre, como de costumbre. Mientras veía nacer la nueva alborada dije:

—Mira Omar, ¡allí! ¿Ves? Es Ra.

Todo había cambiado. El sol también.

Entonces, Omar, acariciando mis labios con sus dedos dijo:

—Debo regresar a mi camarote. En El Cairo finaliza mi trabajo con vuestro grupo. Me gustaría volver a verte, estar a tu lado mientras permanezcas en mi tierra. Quiero acompañarte a las pirámides. Quiero esparcir contigo las cenizas de Sheela, le debo el haberte conocido —dijo abriendo el paraguas rojo y, poniéndolo sobre los dos, ocultando nuestros rostros bajo él, me besó.

32

He llamado a Remedios hace apenas dos horas:

—Estaba preocupada. ¿Por qué no me has llamado antes? —dijo sin disimular su angustia y enfado.

—No quería hablar con nadie, al menos en los primeros días —le respondí con voz pausada—. ¿Tú estás bien?

—Sí…, bueno…, más o menos —respondió.

—Más o menos ¿qué? —le inquirí con preocupación.

—Al día siguiente de tu marcha encontraron el coche de Antonio en el embalse —dijo en tono de sentencia—, el cadáver no ha aparecido. Han rastreado el fondo pero no está. No está. Jimena, el cuerpo no está.

—Es imposible, imposible. Estaba borracho, completamente ebrio. No creo que se soltara.

—Y si lo hizo. Y si se soltó y está buscándote. Jimena, ¡por Dios! Tal vez Sheela se refería a ello cuando te dijo que si viajabas a Egipto no debías regresar a España nunca. Si salió con vida del embalse te estará buscando para matarte. No descansará hasta encontrarte…

Me costó Dios y ayuda que abandonase el tema, que cambiase de conversación. Después, cuando conseguí que se olvidara del asunto me hizo un informe exhaustivo de todo lo que había sucedido desde mi marcha. Me relató, casi gimoteando, lo apenada que estaba por Carlos que vagaba de su casa a la nuestra como un fantasma, preguntándola qué había hecho él mal para que me marchase de aquella forma. Diciendo lo mucho que me echaba en falta, lo mucho que me quería. El miedo que tenía a que no volviese:

—Jimena, mi Eduardo y yo, hemos estado apunto de decirle muchas cosas a Carlos, pero no somos quién, ¿sabes?…, no lo somos.

—Pues no, precisamente, tu Eduardo, es el menos indicado —le dije arrepintiéndome en el mismo momento de decirlo.

—Lo sé, lo sé, pero él, aunque no lo creas, te da la razón. Eduardo dice que has hecho bien en darte un respiro. Porque es un respiro, ¿verdad?

—No, no lo es. Le voy a pedir el divorcio. Lo nuestro hace años que ya no tiene sentido, ningún sentido. Cuando regrese me iré al pueblo, con mi madre. Seguiré pintando y quizás mueva las novelas por alguna editorial o agencia.

—De eso quería hablar contigo —dijo cortando mi alocución—. Verás, Mena y yo hemos hecho algo.

—Algo, ¿qué algo?

—Hemos enviado uno de tus textos, en el que cuentas tu vida, a una agencia literaria.

—¿Qué habéis hecho qué?

—Enviamos a una agencia literaria la obra que más nos gusta a las dos:
En un rincón del alma
. Y…, quieren representarte. Puedes ponerte en contacto desde allí con ellos. Tu hija les ha comunicado que estás de viaje en Egipto. Dicen que no hay ningún problema, que pueden esperar a que regreses.

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