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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

En busca de la edad de oro (8 page)

Frente a la Puerta del Sol, un bloque de cuarenta y cinco toneladas de peso, Óscar Corvison me explica cómo los habitantes del Altiplano usaron sus grabados como un eficaz sistema calendárico.

—La primera vez que estuve en Tiahuanaco para investigar su orientación astronómica fue hace veinte años, pero entonces sentí que no había llegado aún el momento de hablar.

Aquel «gigante» de cabellera nevada me invitó a sentarme junto a una mesa atestada de planos, croquis y cálculos matemáticos. Fue directamente al grano, casi como si tuviera su discurso preparado para una visita como aquélla.

—Entonces la comunidad científica no estaba preparada para admitir ciertas cosas —continuó—; hoy sí. Por ejemplo, si usted se fija en el muro de monolitos que hay detrás de la Puerta del Sol, se dará cuenta de que hay diez pilastras de piedra separadas equidistantemente entre sí, menos una, donde la distancia con la siguiente es el doble de las demás. Esto, desde mi punto de vista, indica claramente que en aquel hueco falta una pilastra, la séptima del conjunto, que una vez restaurada en su lugar completaría un calendario astronómico preciso.

—¿Un calendario?

Corvison empezaba a hablar demasiado rápido para mí. Su deducción me desconcertó. Temí haberme perdido en la explicación y pedí que me lo repitiera todo otra vez. El «gigante» esbozó una sonrisa paternal antes de proseguir.

—Sí, claro. Las once pilastras completas marcan veinte posiciones del Sol en diferentes momentos del año y, a la vez, señalan la aparición de ciertas constelaciones en el firmamento nocturno del Altiplano. Para llegar a esa conclusión, he dedicado dos años de mediciones en el lugar, y a calcular el desplazamiento del Sol respecto a los monolitos debido a la oblicuidad de la eclíptica.

—Entiendo. Y con eso ha podido datar el conjunto… supongo.

—Sí. Las piedras fueron orientadas marcando posiciones celestes del 9000 a.C, cuando menos.

—¿Y qué constelaciones marcaban?

—Varias. Por ejemplo, cuando el Sol se ponía sobre la undécima pilastra, esa noche Orión emergía por el centro del muro. Cuando se ponía sobre la décima, eran las Pléyades. Sobre la quinta, la Cruz del Sur… ¿No es extraordinario?

Esta pilastra de andesita debería estar colocada, según Óscar Corvison, en el muro que puede verse en el fondo de la imagen. Sólo así este conjunto recuperaría su antigua función como medidor del movimiento de las estrellas, y Tiahuanaco volvería a ser la «computadora estelar» en piedra que fue antaño.

Corvison revolvió en el pequeño mar de papeles que se desbordaba sobre la mesa de su estudio, al tiempo que comenzaba a desarrollar una explicación metafísica —que ciertamente no esperaba encontrar allí— de todo aquel embrollo de orientaciones y fechas.

—Siguiendo las investigaciones previas de Posnansky, yo he encontrado la pilastra que le falta a ese muro calendario.

—¿De veras? —El rostro de Corvison se iluminó ante mi interés.

—Está a 229 metros de sus compañeras, y yo creo que fue removida en tiempos remotos por ciertas fuerzas negativas.

—¿Fuerzas negativas?

—Sí, eso creo. El conjunto de Tiahuanaco funcionaba como una especie de máquina de precisión para medir el tiempo y regir la vida agrícola y religiosa de sus gentes. Si algunas piezas clave de ese mecanismo se retiraban, la «máquina» dejaba de funcionar. ¿Lo comprende? Por eso, una vez encontrada la pilastra, estoy luchando para que se vuelva a restablecer en su lugar original y se dé un paso adelante en la restauración exacta del recinto.

Tiahuanaco resucitará

Las explicaciones esotéricas de Corvison se prolongaron durante un buen rato. Tanto, que finalmente decidimos volvernos a ver a la mañana siguiente al pie mismo de las ruinas para examinar
in situ
sus planteamientos. Él no es, ni de lejos, el único científico del Altiplano que lee en clave mágica y energética los monumentos de Tiahuanaco, pero sí quien más lejos está llevando sus planteamientos. Y es que, desde 1997, Corvison libra una dura batalla propagandística y legal contra el INAR —hoy conocido como Dirección Nacional de Arqueología (DINAAR)—, que se opone a colocar la séptima pilastra del muro calendario en su lugar. Sus responsables aducen que, aunque la piedra procede de la misma cantera y se asemeja a las que forman esa pared, no se puede estar del todo seguro de que tal monolito pertenezca al templo del Kalasasaya, que es como se llama ese enclave.

Empezaba a comprender por qué Oswaldo Rivera no quiso acompañarme al estudio de Corvison… Pero le agradecí en silencio que nos hubiera puesto en contacto.

Entre bloques de piedra tallados, canalizaciones de agua semienterradas y desniveles del terreno que a buen seguro esconden estructuras pendientes de ser excavadas, Corvison se lamenta de la ceguera de las autoridades. Y allí mismo, procede a ampliarme su tesis: según él, por cuestión de fechas —y siguiendo al pie de la letra las alusiones de Platón a una isla y su capital, Poseidón, que se hundió hace unos 12.500 años— la Atlántida y Tiahuanaco coexistieron en el tiempo. En ese período del «primer Tiahuanaco» la ciudad tenía su propio puerto, cuestión que por cierto parecen reforzar las enormes piedras del vecino conjunto monumental de Puma Punku y que muchos estudiosos creen que son muelles de desembarco de mercancías.

El trabajo estelar del sur

Pero, exactamente, ¿qué función cumplió Tiahuanaco en el pasado? ¿Por qué sus constructores pusieron tanto empeño en alinear unas pilastras de piedra de cuarenta toneladas de peso cada una? ¿Para marcar ciertas efemérides cósmicas? La búsqueda de respuestas plausibles a estas preguntas, me obligó a sumergirme de nuevo en los trabajos del escritor escocés Graham Hancock, y en especial en su libro
El espejo del paraíso
[51]
. En esa obra, Hancock plantea una tesis tan osada como fascinante: según él, las civilizaciones del pasado de la Tierra que más conocimientos de astronomía tuvieron construyeron sobre sus territorios impresionantes monumentos que imitaban ciertas constelaciones del firmamento. Exactamente aquellas que emergían cada noche por los puntos cardinales hacia la primavera del 10500 a.C… como si de esa forma trataran de marcar semejante fecha.

Pues bien, en el 10500 a.C, el norte geográfico «daba a luz» cada noche la constelación del Dragón. En Angkor, Camboya, unas ruinas fechadas alrededor del siglo XI d.C pero construidas sobre templos de edad imprecisa, imitan en el suelo la constelación del Dragón y su orientación al norte. En Egipto el asunto es más complejo aún, pues en la meseta de Giza las tres grandes pirámides imitan el cinturón de la constelación de Orión, que en el 10500 a.C. emergía exactamente por el sur. Mientras tanto, la Esfinge estaba orientada hacia el este por donde surgía la constelación de Leo…, y casi no hace falta recordar que la Esfinge tiene cuerpo de león.

Pero ¿y en el oeste? En el 10500 a.C. el oeste estaba vacío de constelaciones importantes, al menos desde el hemisferio norte. Sin embargo —y he ahí la clave— se daba la curiosa circunstancia de que en el hemisferio sur era visible perfectamente la constelación de Acuario. Y claro, Hancock no pudo evitar hacer sus cabalas sobre el monumento que pudo completar el «espejo estelar» formado por las grandes civilizaciones del pasado: «Quizá sea Tiahuanaco —escribe Hancock—, pues tiene características pronunciadas acuarianas en los motivos acuáticos de las dos grandes estatuas dentro del Kalasasaya y en los canales de conducción de agua del lado oeste de la pirámide de Akapana».

De aceptar su conclusión habría que inaugurar una nueva vía de investigación histórica. Una que se ocupara de establecer quién, en tan remoto pasado, planeó que ciertos lugares de la Tierra imitaran los «pilares» del cielo, y cómo se las arregló para llevar a cabo tan minuciosamente su plan.

Volveré sobre esto más adelante. Pero antes me interesa demostrar que estos «supercartógrafos» volaban y eran capaces de trazar mapas colosales sólo visibles desde el aire.

4
Perú: ¡Volaban!

No fue necesario ir demasiado lejos. O relativamente. A fin de cuentas, vencer mil quinientos kilómetros en un continente como América para llegar al siguiente misterio, no es en realidad mucho. Lo complicado, en cualquier caso, son los transportes y la necesidad de olvidar el concepto preciso y mecánico del tiempo que se vive en Europa.

Superados ambos obstáculos, el resto fluye. Y las más de las veces con resultados sorprendentes.

Llegué a Ica, la principal ciudad del sur de Perú, aquel mismo mes de abril de 1999. Conmigo viajaban Rosa María Alzamora —mi «ángel de la guarda» en los Andes—, y Vicente Paris, un sagaz investigador con el que había compartido un salto anterior a Perú en 1994. El calor apretaba como jamás lo hubiera sospechado poco antes en el Altiplano, y en mi cabeza bullían ideas y conceptos nuevos sobre lo que acababa de ver en las montañas bolivianas. En el fondo, sólo necesitaba confirmar que en aquella región del planeta, mucho antes de la llegada de los conquistadores en el siglo XVI, floreció una gran variedad de culturas técnica y socialmente muy avanzadas. Es decir, que aquí, como en África, también se vivió una Edad de Oro sin parangón y que, por tanto, el fenómeno que perseguía era de escala planetaria.

Ica dispone de un museo arqueológico inequívoco para comenzar una búsqueda como aquélla. Refinados objetos tallados o moldeados por las culturas locales reflejan un pasado glorioso, sensible. Pero, por encima de todo, la ciudad posee un discreto aeródromo que resultaría clave para mis propósitos. Me permitiría alcanzar, a veinte minutos de vuelo de allí, una región en la que me aguardaban muchas sorpresas: Palpa.

Vicente Paris y yo descubrimos admirados que cerca de Nazca se extienden kilómetros de líneas y figuras que casi nadie ha sobrevolado, y que multiplican exponencialmente el misterio de esa región del planeta. ¿Por qué sus habitantes trazaron dibujos que sólo podemos ver hombres modernos capaces de volar? (Foto: Rosa María Alzamora.)

La mayoría de los turistas que llegan hasta allá lo hacen buscando un excitante vuelo sobre otro valle cercano y mucho más famoso. Conocido como Nazca —aunque con más precisión habría que decir «Pampa Colorada»—, sobre su suelo rocoso se dibujan miles de kilómetros de líneas que parecen apuntar a ninguna parte. Rectas inabarcables, figuras animales y hasta formas geométricas como trapecios o espirales se reparten sobre un territorio virtualmente plano y desprovisto de vegetación. Se trata, casi sobra decirlo, de un misterio que sólo se deja ver desde el aire, y al que, ingenuamente, pretendía arrancar una brizna de la densa oscuridad que lo rodea.

Naturalmente, mis acompañantes y yo volamos hacia allí en cuanto arreglamos algunos trámites imprescindibles.

Palpa, Perú

Al principio creí que el desierto me estaba jugando una mala pasada. Pero no. A doscientos metros por debajo del frágil casco metálico de la avioneta que Teresa Palacín, gerente de Aerocóndor, había tenido a bien prestarme, un mar de extrañas figuras parecían estar mirándome desde las suaves faldas de los cerros cercanos. Al principio —torpe de mí— me costó distinguirlas sobre el manto pardo formado por el polvo del desierto, pero en cuanto los ojos se habituaron a los contrastes sutiles del suelo, todo un mosaico de imágenes comenzó a dejarse ver como si de un desfile de modelos se tratara.

El piloto, al verme dar un respingo en el asiento contiguo, sonrió complacido.

Sesenta años antes de nuestro vuelo, un especialista en paleo-irrigación de la Universidad de Long Island llamado Paul Kosok vio algunas de ellas por primera vez. Su sorpresa, claro, también fue mayúscula: grandes figuras antropomorfas, con aspecto de aves, monos, cetáceos e insectos se mezclaban en una danza caótica entre otra maraña de líneas rectas y curvas que sólo —y lo repito una vez más: sólo— podían verse desde cierta altura. Fue el 22 de junio de 1939, a bordo de un avión Fawcett, cuando Kosok se dio cuenta del valor de aquellas enormes figuras, y decidió estudiarlas a fondo por primera vez.
[52]

Me ajusté los auriculares, y aferrando mi fiel Canon, tomé aire antes de sentir un nuevo golpe de timón.

Alejandro Arias, el hombre al cargo de la moderna Cessna 172 en la que estaba tratando de emular aquel histórico vuelo, me hizo un gesto para que echara un vistazo a la derecha.

—¡No se pierda lo que hay allá abajo!

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