Con todo, la aportación más destacada de Hancock, su tesis de que hubo un grupo de astrónomos ancestrales que crearon observatorios a lo largo de todo el planeta cuyas edificaciones imitaban determinadas constelaciones, está vinculada a los santuarios camboyanos de Angkor.
Construidos entre los siglos IX y XII de nuestra era por monarcas de la dinastía Jemer, los templos de Angkor son unas impresionantes construcciones de piedra sembradas de motivos serpentiformes. La tradición que los acompaña habla de unos misteriosos «Nagas» o «reyes-cobra» de características semidivinas, cuyos retratos y símbolos aparecen esculpidos por doquier. Aparte de lo que los textos védicos dicen de ellos, poco se sabe de estos Nagas salvo que llegaron a Angkor para «marcar el lugar».
Curiosamente, Angkor se encuentra exactamente a 72 grados al este de Giza —un número precesional, como vimos—, y la disposición de sus 72 (!) templos parece imitar la constelación del Dragón sobre el mapa de la región. Orientados aquéllos con precisión a los cuatro puntos cardinales, Hancock quiso hacer
in situ
, en 1997, una comprobación elemental: descubrir qué posición ocupaba la constelación del Dragón en el equinoccio de primavera de 10500 a.C.
La respuesta del
Skyglobe
casi le dejó petrificado. En ese momento, las estrellas del Dragón estaban en su punto más bajo del horizonte, justo en el norte, tal y como sucedía con las pirámides de Giza y Orión. Es más, desde Angkor en esa fecha podía verse Leo en el este y Orión en el sur, marcando los ejes del cielo. ¿Era Angkor otra página de ese «calendario geográfico» descubierto en Giza? ¿Y cómo se transmitió esa tradición a través de los siglos que separan la IV dinastía de los señores de Angkor?
Investigaciones posteriores revelaron demasiados puntos de coincidencia entre Camboya y Egipto: ambos conjuntos se edificaron a toda prisa en menos de cuatro siglos, en ambos se practicaban ceremonias similares para hacer «vivir» las estatuas de sus líderes, en ambas culturas se creía que un dios pesaba las almas de los muertos en un juicio, acompañado por otras divinidades que cumplían idénticas funciones; y por si fuera poco el propio nombre de Angkor tiene un significado propio en el lenguaje de los faraones:
ankh hor
significa algo así como «Horus vive».
Hancock sostiene, pues, que Angkor fue una especie de marcador o mojón geodésico plantado en Camboya para reflejar la constelación que en el 10500 a.C. se encontraba marcando el norte geográfico. Siguiendo su lógica, en el pasado una civilización X distribuyó mojones semejantes por todo el planeta con arreglo a números propios de la precesión como el 72 (que marca el número de años que tardan las estrellas en recorrer un grado en el cielo), el 108 (72 más su mitad, 36; esto es, 1,5 grados de desplazamiento) o el 54 (la mitad de 108). Y su propósito —o al menos uno de ellos— debió de ser el de anclar en tierra una fecha estelar concreta… por algo que Hancock no revela.
Y es que a 54 grados al este de Angkor se encuentra la isla de Pohnpei, en pleno océano Pacífico, y en donde —como en Egipto y Camboya— floreció una cultura que dejó grandes construcciones de piedra que hoy configuran varios templos y casi un centenar de islas artificiales construidas con basalto y coral. Por Pohnpei, y más específicamente por su santuario de Nan Madol, pasaron antes investigadores como Andreas Faber-Kaiser
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o Erich von Dániken
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, sin hallar apenas respuestas al enigma que plantea una cultura capaz de mover ingentes toneladas de piedra en medio del más duro aislamiento geográfico.
Como en los enclaves anteriores, en Nan Madol también se habla de dioses reyes —seres semidivinos— que edificaron el santuario, construyeron las islas y dejaron una tradición que hablaba de las pruebas a superar por los difuntos antes de ingresar en una región estelar. Olosopa y Olosipa, los dioses constructores en cuestión, también fueron excelentes astrónomos y dejaron su legado —si hemos de creer en la cronología ortodoxa— en las mismas fechas en que se edificó Angkor. Lo verdaderamente curioso es que, como en Egipto, Angkor y Nan Madol se edificaron sobre enclaves sagrados ancestrales de origen desconocido. Lugares previamente «marcados» por los dioses.
Algo parecido sucedió también con las primeras catedrales góticas europeas, edificadas en lugares sagrados paganos hacia los siglos XI y XII, en plena efervescencia arquitectónica en Camboya y Pohnpei. Uno de los primeros en darse cuenta de esa conexión estelar fue Louis Charpentier, autor del sugerente ensayo
El misterio de la catedral de Chartres
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. Este investigador francés afirmó que las catedrales francesas de Reims, Chartres, Amiens, Bayeux, Évreux, Étampes, Laon y Notre-Dame de l'Épine reproducían sobre el suelo de Francia la constelación de Virgo. Ese «mapa» fue confeccionado, según Charpentier, siguiendo las indicaciones de un grupo de iniciados de la Orden del Temple que heredó su sabiduría de fuentes ancestrales en Jerusalén, adonde pudo llegar desde Egipto. De lo que se trataba era de crear «entradas al Reino de Dios —escribió— y eso requiere una ciencia más sofisticada que la de los cálculos de fuerzas y resistencias».
Los cálculos de Charpentier han sido revisados por numerosos autores desde la publicación de su libro sobre Chartres. Casi todos coinciden en señalar que las catedrales citadas por él no dibujan nada parecido a Virgo, aunque otros monumentos góticos sí parecen reflejar en tierra constelaciones como la Osa Mayor
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, también conocida como el Gran Carro. Por el momento, Hancock no ha prestado atención a estos monumentos celestes europeos.
Pero ése no ha sido, desde luego, mi caso. Mi interés por las catedrales y por los enigmas que rodearon el surgimiento del arte gótico nació hace ya algunos años a la sombra de la catedral de Chartres. Y se consolidó al descubrir una singular coincidencia. Me explicaré.
Por alguna razón no especialmente obvia los antiguos constructores de templos góticos en Europa —en particular aquellos edificados en torno al siglo XII— parecían sentir una peculiar fascinación por los solsticios. De hecho, mientras que es en los equinoccios cuando la duración del día y la de la noche se equiparan, es únicamente durante los solsticios (en junio y en diciembre) cuando el Sol parece detener su inexorable avance sobre el horizonte, marcando su punto de nacimiento, de orto, más extremo.
En el pasado, ese «parón solar» fue tenido como algo muy importante, una señal de cambio, y la mayoría de los pueblos de la antigüedad aguardaban impacientes la llegada de tan particulares días para ajustar sus calendarios agrícolas o religiosos. Incluso hoy sabemos que en Europa o América del Sur, nuestros predecesores marcaban en las montañas vecinas el punto por donde salía el Sol esos días, construyendo allí torres o edificios que anunciaran la llegada de los solsticios.
De alguna manera, ese saber se transmitió de generación en generación, y de pueblo en pueblo. Pero en los últimos siglos su aplicación práctica no se dejó ver tan claramente como durante el esplendor del período gótico europeo.
Sin ir más lejos, en Chartres, una villa del norte de Francia con una impresionante catedral levantada en 1220, arquitectos y vidrieros se confabularon para conseguir que en cada nuevo solsticio un rayo de sol atravesara a mediodía un pequeño agujero practicado en el vitral de San Apolinar, y que éste fuera a estrellarse contra una muesca en el suelo en forma de pluma. Hoy todavía lo hace. Y en tan señalada fecha la catedral se despeja de sillas y se permite que los fieles admiren el fenómeno.
Pero no se trata de un capricho aislado. Otro de esos «milagros» de luz se produce desde esa misma época en Vézelay sede de uno de los primeros templos propiamente góticos del siglo XII. En él, en esos dos momentos del año a los que me refería, una sucesión de «manchas de luz» filtradas por las vidrieras trazan una especie de camino sobre el suelo. Se trata de siete haces de rayos solares, muy precisos, que marcan el eje de la nave como si quisieran revelar al creyente la existencia de un sendero metafísico que señalara el camino para llegar hasta el Cielo.
¿Capricho de arquitectos? ¿Un temprano ejemplo de la búsqueda del placer estético? ¿O más bien habría que pensar que lo que ahora es espectáculo cumplió en el pasado una función trascendente? Y en ese caso, ¿para qué querrían los remotos arquitectos de Chartres y Vézelay marcar un «camino» hacia el Cielo y mostrarlo así a sus fieles?
Le di vueltas a aquellos interrogantes durante meses. Y finalmente aquellos cuidados «efectos especiales» terminaron recordándome la función última de los
Textos de las pirámides
, que enseñaban al faraón el camino a seguir hasta llegar a las estrellas… ¿Demasiada especulación? Quizá no tanta. De hecho, durante los meses que dediqué a la documentación de mi novela
Las puertas templarías
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, hubo algo que me sobrecogió. Algo que descubrí en agosto de 1999, pocos días después del eclipse total de Sol que dejó a oscuras todo el norte de Francia y media Europa, y que me forzó a tomar un camino cuyo fin aún no vislumbro.
Veamos. El 13 de agosto a mediodía, bajo un sol de justicia, ascendí la que llaman la Colline Éternelle de Vézelay, con el propósito de hacer algunas averiguaciones acerca del fenómeno lumínico del solsticio al que antes me referí. Aparqué el coche en la plaza de Champ de Foire, cerca de la entrada principal al recinto fortificado de la ciudad, y subí a paso lento el monte sobre el que se asienta Vézelay, rumbo a la basílica de la Madeleine.
Deliberadamente huí de la avenida comercial que atraviesa el burgo, y opté por rodear la ciudad por el Chemin de Ronde hacia la Cruz de San Bernardo y a un camino lateral que me conduciría a mi objetivo. Jamás imaginé que encontraría algo así.
La basílica de la Madeleine es un edificio gótico singular. De aspecto externo sobrio, cobija una nave central con arcos de medio punto muy altos, al estilo de los de la mezquita de Córdoba, y una colección de capiteles de inestimable valor simbólico. Sin embargo, lo más sorprendente estaba fuera, en el tímpano principal de la basílica.
Tuve que mirar dos veces antes de aceptar lo que veían mis ojos. Allá arriba, en el pórtico que viera a Bernardo de Claraval convocar la segunda cruzada, se dibujaba una escena bien conocida para mí. A la derecha de Jesús en majestad, un ángel que sostenía una balanza, pesaba el alma de los difuntos. Aquellos que no superaban la prueba y su alma inclinaba el fiel hacia abajo, eran obligados a caminar hacia un monstruo con cabeza de cocodrilo que daría cuenta de ellos para siempre.
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Temblé.
La escena me era conocida, en efecto, ¡porque la había estudiado en el
Libro de los Muertos
egipcio! Se trata, como el lector habrá adivinado, de uno de los textos religiosos más antiguos del mundo, que tuvo su momento de máximo apogeo hacia el 1500 a.C, durante el Imperio Nuevo faraónico. De hecho, en uno de sus 190 capítulos —en el CXXV para ser exactos— se describía una situación idéntica a la de Vézelay, pero dibujada al menos veinticinco siglos antes. Anubis, el dios del más allá, pesa el alma del faraón difunto y le advierte de que si ésta pesa más que la pluma de Maat, la diosa de la justicia, que se encuentra en el otro platillo de la balanza, querrá decir que ha sido un rey pecador y perecerá engullido por un monstruo con cabeza de cocodrilo, cuerpo de león y patas de hipopótamo que aguarda a su derecha.
No podía ser una coincidencia. Tanto el tímpano principal de la basílica de la Madeleine en Vézelay (
arriba
), como el de la catedral de Notre-Dame de París (
centro
) representaban una escena idéntica al llamado «juicio final» del
Libro de los Muertos
egipcio. En él, el dios Anubis pesa el alma del faraón en una balanza antes de decidir su salvación eterna o su condena a ser devorado por un monstruo con cabeza de cocodrilo. Balanza y monstruo aparecen en los juicios finales de esos dos templos góticos. ¿Cómo sobrevivió ese mito a lo largo de más de treinta siglos?
Evidentemente, aquello era más que una simple coincidencia. Era —ahora estoy seguro de ello— la prueba absoluta de que al menos entre los constructores de templos del Imperio Nuevo y los del período gótico había un mismo fondo religioso. Una tradición precristiana relacionada con el paso al más allá y, como me he propuesto demostrar en estas páginas, con la orientación de sus recintos sagrados a estrellas muy concretas del firmamento nocturno.
Pero ahí no acabó todo.
La firma «egipcia» de los constructores de catedrales se encuentra también explícita en el pórtico central de la fachada de Notre-Dame de París, donde puede admirarse otra escena de «pesado del alma». ¡Y de qué me extraño! Según Christian Jacq, más conocido hoy por ser el autor de novelas de éxito sobre el antiguo Egipto que por sus trabajos sobre astrología o esoterismo medieval, en lugares como Vézelay las pistas egipcias se multiplican hasta el infinito. Por ejemplo, en los capiteles del interior de la basílica, donde un monje introduce los dedos en la boca de un difunto como los sacerdotes egipcios lo hacían durante las ceremonias de «apertura de la boca» a las momias
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. Y eso por no hablar de similitudes más sutiles como las que existen entre los papiros sagrados egipcios y los textos litúrgicos medievales. Tanto unos como otros se iniciaban con tinta roja, y en los últimos esa peculiaridad terminó conociéndose como las «rúbricas», es decir, las «rojas».
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