Créame el lector: la lista de coincidencias se haría interminable.
Si las catedrales son «máquinas de resurrección» que siguieron patrones similares —si no idénticos— a los de pirámides y templos construidos siglos antes, habrá que convenir que los canteros medievales no fueron los primeros en plantearse la edificación de lugares sagrados como una vía para contactar con las esferas celestes superiores. Y es que precisamente parece ser ésa —la de ser «plataformas de lanzamiento» de las almas— la función última que se persiguió con el levantamiento de tan colosales construcciones.
Pitágoras, el célebre sabio matemático griego, descubrió durante sus veintidós años de residencia en Egipto que los antiguos pobladores del Nilo consideraban los solsticios como momentos especiales para esos «lanzamientos». Durante su transcurso se creía que podía abrirse una vía de comunicación con el reino de los muertos, que para Pitágoras y sus maestros egipcios estaba entre las estrellas. El propio sabio dictaminó que el solsticio de verano (21 de junio) abría la «puerta» para que los hombres ascendieran a ese reino, mientras que el de invierno (21 de diciembre) señalaba la «puerta» para que fueran los dioses quienes descendieran. Dos umbrales, pues, en los que pasar de un mundo a otro parecía mucho más fácil. ¿Puro mito?
No lo creo. El arte gótico, de hecho, nació con funciones astronómicas similares, si no idénticas, a las de los monumentos egipcios. ¿Casualidad? ¿Y lo es también que todo lo que rodea la construcción de estas primeras agujas de piedra esté tan envuelto en el misterio como las propias pirámides?
En efecto. Catedrales como la de Chartres se erigieron en Francia a partir de 1130, y en menos de cien años, sin que hoy sepamos aún de dónde salieron tantos maestros en el nuevo arte de construir arcos ojivales, se ponen en marcha no menos de ochenta obras góticas. Sólo durante el período de edificación de Chartres otras veinte seos comienzan a levantarse a un ritmo trepidante, moviendo más cantidad de metros cúbicos de piedra que durante el tiempo de construcción de las pirámides.
Francia tiene en el siglo XII unos quince millones de habitantes y, pese a los efectos demográficos y económicos de las cruzadas, no faltan dinero, recursos humanos e ingenio para acometer tantas obras. Los historiadores deben admitir la existencia de ciertas lagunas que impiden entender esta súbita fiebre catedralicia. Estudiosos modernos como el ya aludido Louis Charpentier —autor de cuatro ensayos sobre el problema que nos ocupa—
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se han planteado como única explicación a semejante afán constructivo el hallazgo por parte de los caballeros de la Orden del Temple de un secreto fabuloso en Tierra Santa que inyectó conocimientos y recursos a una Francia depauperada. ¿Y qué secreto pudo ser aquél?
Vayamos por partes…
En febrero de 1969 se publicaba por primera vez en España un curioso libro:
El misterio de la catedral de Chartres
. En él su autor, Louis Charpentier —probablemente un pseudónimo—, se preocupó por mostrar la existencia de un gigantesco «plan maestro» que explicara la repentina obsesión tardomedieval por edificar catedrales en todo el norte de Francia. Para Charpentier, detrás de aquel ímpetu creador se ocultaban los caballeros del Temple, recién llegados de Tierra Santa con el propósito firme de crear sobre su país una suerte de modelo a escala de una región del cielo conocida como Virgo.
Charpentier da todos los datos. La ubicación, la comparación de cada catedral con su correspondiente estrella, y hasta los detalles de magnitud. Pero olvida, creo que de forma deliberada, explicar algo básico: el porqué. ¿Por qué imitaban los primeros templos góticos la constelación de Virgo y no otra cualquiera? ¿Quizá para justificar así la advocación de las nuevas seos a la Virgen? Aunque ciertamente el culto a Nuestra Señora se inicia en la cristiandad alrededor de esas fechas, esa respuesta —la del evidente vínculo entre las Notre-Dame terrestres y la Virgen celestial— no terminó de satisfacerme.
Pero admito que la idea esbozada por Charpentier no podía ser más sugerente. Según este autor con apellido gremial, todas las catedrales erigidas bajo la advocación de Nuestra Señora entre los siglos XII y XIII en las regiones de Champaña, Picardía, Île-de-France y Neustria, se diseñaron para representar sobre el suelo esa precisa constelación. Y lo hicieron —es mi hipótesis— muy probablemente para continuar con una antigua tradición, milenaria, que buscaba imitar sobre el suelo lo que había en los cielos y obtener así el dominio sobre ciertas fuerzas de origen cósmico.
Veamos. Según Charpentier a cada catedral le correspondía una estrella de Virgo, de acuerdo con el esquema siguiente:
Chartres Gamma virginis (Porrima)
Reims Alfa virginis (Spica)
Bayeux Épsilon virginis (Vendimiatrix)
Évreux Virginis 484
Amiens Zeta virginis
Y como hemos visto, los antiguos egipcios ya hicieron algo parecido al construir en la meseta de Giza sus tres grandes pirámides imitando el cinturón de estrellas de la constelación de Orión. ¿Otra casualidad? Orión, casi sobra recordarlo, era para ellos el lugar por donde el alma de los difuntos accedía al Amenti, al más allá, y la región estelar hacia donde navegaría el
ka
del faraón para completar su viaje al mundo de los muertos. Semejante idea llegó incluso a Oriente, en concreto al Kurdistán iraquí, donde los seguidores de cierto califa llamado Yezid (siglo XI) marcaron siete lugares privilegiados, a través de los cuales creían que podrían alcanzar los cielos con ayuda de Lucifer. Los yezidíes escondieron esos enclaves bajo siete torres que imitaban la disposición de la Osa Mayor. Y afirmarían que esas «torres del diablo» —como las llamarían en adelante— cubrirían una superficie aún mayor que la dibujada por las catedrales francesas, extendiéndose por los actuales territorios de Irak, Níger, Siberia, Siria, Sudán, Turkestán y los Urales.
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La constelación de Virgo y la distribución de las primeras catedrales góticas en Francia, según Louis Charpentier.
Los templarios debieron, pues, acceder a aquel saber y —si hemos de creer a Charpentier— levantaron sus catedrales siguiendo un diseño celeste similar, y poniendo en marcha un proyecto que superaba en complejidad arquitectónica todos sus precedentes. Atención al dato: sólo el rombo que forma la silueta de Virgo sobre Francia, y que, en efecto, se obtiene uniendo con líneas rectas la ubicación de las primeras grandes catedrales góticas, se extiende sobre una superficie de 33.600 kilómetros cuadrados, y debió de requerir de sus constructores unos conocimientos geodésicos de la máxima precisión.
Es decir, dibujaron Virgo sobre un territorio mayor que el Principado de Asturias.
Pero ¿qué sentido tenía emprender una obra de tales proporciones? Fui incapaz de comprender este galimatías hasta que, accidentalmente, en uno de mis numerosos viajes a El Cairo —Egipto otra vez—, accedí a una vieja tradición local. Se trataba de una idea contenida en un libro fechado en el siglo I de nuestra era llamado el
Kore Kosmou
, y que formaba parte de los llamados escritos herméticos. En él se narra cómo la diosa Isis decidió un buen día revelar a su hijo Horus uno de los secretos fundamentales del dios de la sabiduría egipcio. Según Isis, Toth —la divinidad en cuestión— puso en manos de los hombres «los grandes misterios de los cielos» en una serie de libros que un día serían descubiertos junto al Nilo y cambiarían la percepción humana del mundo y de los dioses mismos. Esos libros, sigue refiriendo el
Kore Kosmou
, contienen «el conocimiento correcto de la verdad… las cosas secretas de Osiris… los símbolos sagrados de los elementos cósmicos»
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. Y advierte que cuando el hallazgo se produzca, será la señal inequívoca para que los dioses regresen, restauren una Edad de Oro largo tiempo perdida, y gobiernen de nuevo sobre la Tierra.
Ni que decir tiene que el descubrimiento de esos libros no se ha producido aún, pero bien es cierto que durante el dominio árabe de Egipto, y durante el Renacimiento después, corrió el rumor de que los textos de Toth —al que los griegos llamaron Hermes Trismegisto— circularon en pequeñas dosis en manos de iniciados, despertando un tremendo florecimiento de las artes y las ciencias. Es incluso probable que lo que descubrieran los templarios en el solar del antiguo templo de Salomón fuera una parte de esos libros, tal vez las célebres tablas de la ley de Moisés que él mismo pudo haber robado de Egipto antes del Éxodo, y que desencadenaron la furibunda persecución del faraón que se detalla en las Sagradas Escrituras hebreas. Charpentier, por cierto, ni niega ni confirma semejante idea.
Hipótesis aparte, si los escritos herméticos son una tibia filtración de lo que Toth nos dejó, es evidente que investigando su contenido podremos deducir a qué clase de «secretos de los cielos» se refería Isis en el
Kore Kosmou
. El análisis no es fácil, y debe hacerse estuchando la influencia que el acceso a aquellos escritos tuvo sobre árabes y europeos en los últimos siglos. Por ejemplo, uno de los libros inspirados en los escritos de Toth-Hermes más revelador se redactó precisamente en España. Me refiero a un tratado de magia conocido como
Picatrix
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, fechado en torno al siglo XII, y en el que su autor recoge lo que parece un método para fabricar talismanes siguiendo un complejo sistema de vigilancia de las estrellas.
Pero no se engañe el lector. Los talismanes de los que habla el
Picatrix
son mucho más que medallitas; se trata, en realidad, de supertalismanes que adoptan la forma de edificios y hasta de ciudades enteras, y que, como sus «parientes portátiles», imitan ciertas estrellas del firmamento con el propósito de destilar de ellas todo su poder. Es algo así como lo que explica pacientemente Hermes Trismegisto a su discípulo Asclepio en una de las citas que encabeza la primera parte de este libro.
Simple superstición o no, lo cierto es que la base de tan peculiar tratado reside en una inequívoca magia celestial o astrológica mediante la cual pueden concentrarse las fuerzas cósmicas en lugares específicos. Su autor, cierto Abul-Kasim Maslama, propuso incluso edificar una urbe que tuviera en cuenta esas correlaciones con estrellas para elaborar así una fabulosa fuente de poder y precipitar el cumplimiento de la profecía de Toth, que anunciaba la construcción de una ciudad para los dioses hacia el sol poniente. Pero ¿fue la búsqueda de ese poder, y la preparación del retorno de los dioses, lo que motivó a los constructores de las primeras catedrales? ¿Debe entenderse que la disposición de los templos de Chartres, Amiens, Bayeux, Évreux y Reims imitando el plano de Virgo buscaba, en realidad, la construcción de uno de esos supertalismanes de los que habla el
Picatrix
?
A la vista de lo expuesto, es una idea de lo más plausible.
¿O no?
Justo era reconocerlo: en aquella investigación había algo que no encajaba. Tanto el
Picatrix
como otras fuentes herméticas
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sugerían que la construcción de esa magnífica ciudad talismánica al poniente se consumó. Pero ¿dónde? ¿En el poniente egipcio, en la frontera con Libia? ¿Cerca, pues, del oasis de Siwa? ¿O tal vez aún más allá, dentro del abrasador desierto del Sahara? Revisé los textos, tratando de encontrar la clave, en la certeza de que cualquier pista al respecto podría llevarme a otro lugar de la Tierra con fuertes connotaciones astronómicas.
Fue entonces cuando encontré un párrafo revelador en la llamada profecía de Hermes-Toth, que me hizo recordar algo:
Esos dioses que gobernaron la Tierra serán restaurados, y se instalarán en una ciudad en el extremo más lejano de Egipto, y será fundada hacia el sol poniente y hacia la que toda la humanidad apretará el paso por tierra y mar.
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Aquel «por tierra y mar» me escamó. Cierto es que el texto delimitaba territorialmente el problema afirmando que esa ciudad se edificó en el «extremo más lejano de Egipto», pero me permití el lujo de saltarme ciertos prejuicios históricos. ¿Y si el
Kore Kosmou
, al que pertenece esta profecía, estuviera apuntando a alguna región al otro lado del Atlántico? La presunción, lo sé, era muy aventurada. Sin embargo, en 1994 encontré en torno al lago más alto del planeta, el Titicaca
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, en el corazón de los Andes, los vestigios de una civilización perdida que tenía decenas de puntos en común con los antiguos egipcios.
Los habitantes del Titicaca confeccionaban balsas de totora —un resistente junco local—, que eran virtualmente idénticas a las embarcaciones de papiro egipcias o a las usadas por otros pueblos mediterráneos, como los antiguos pobladores de Córcega
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. Pero había más: ambas civilizaciones gozaron de religiones solares, construyeron pirámides, utilizaron bloques monolíticos de doscientas toneladas e incluso mayores sin que el peso pareciera importarles, tenían similares preocupaciones astronómicas, organizaciones sociales equiparables… En fin, no sé si lo he dicho ya, pero hace ya tiempo que no creo en las casualidades. Y mucho menos, si éstas son de naturaleza arqueológica.