El autor de
La cena secreta
indaga en algunos de los más apasionantes misterios históricos que aún no han hallado una «respuesta oficial». Para ello ha viajado a todos los lugares que se citan en el libro, y los resultados de sus investigaciones no dejarán indiferente a nadie: las pirámides de Gizé, que reproducen el cinturón de Orión, o la impresionante red de túneles que recorren el subsuelo de los templos de Cuzco son algunos de los fascinantes temas recogidos en la obra.
Javier Sierra
En busca de la edad de oro
ePUB v1.0
Creepy21.09.12
Título original:
En busca de la edad de oro
Javier Sierra, 2000.
Editor original: Creepy
ePub base v2.0
Éste es un libro muy especial para mí. Fue gestado entre viaje y viaje, a pie de escalerilla de avión, repasando antiguos reportajes y cuadernos de notas que llevaban años aguardando a ser «resucitados» y completados, y que ahora han cumplido eficazmente su función ayudándome a revivir momentos intensos de mi trayectoria de investigación tras los misterios del pasado. Lo redacté, curiosamente, entre el primer equinoccio y el primer solsticio del año 2000, a caballo entre El Cairo y Güímar, en Tenerife, a la sombra de sus respectivas pirámides. Y quizá no por casualidad.
Allí, junto a Robert Bauval y Graham Hancock, vibré con lo que significa dedicar una vida al estudio de los muchos enigmas que nos rodean. Ellos han revolucionado la manera de entender el luminoso legado de nuestros antepasados, descubriendo con sus obras —que comentaré oportunamente en estas páginas— la existencia de una «ciencia ancestral», capaz de levantar piedras de doscientas toneladas o de alinear monumentos con determinadas estrellas del firmamento de especial importancia espiritual. Una sensación similar —como si fuera capaz de «tocar» la fuente original de la que surgió nuestra civilización—, la tuve cuando en 1994 y 1999 viajé a los Andes con Vicente Paris, a quien admiro por su dedicación y empeño. Y otro tanto puedo decir de lo que viví junto a Manuel Delgado, Enrique de Vicente y Nacho Ares, que me abrieron las puertas de Egipto, junto a Roberto Pinotti, que hizo lo propio con las de Italia, y también junto a Ricardo Vílchez, en Costa Rica, a Beatriz Martín, con la que descubrí a Julio Verne en el sur de Francia, o a Rosa María Alzamora, que me inició en el Perú de la más pura tradición andina. Todos ellos, a su modo, me enseñaron a transitar por un mundo lleno de misterios, donde lo más importante ha resultado ser el saber hacer la pregunta oportuna en el momento adecuado… y tomar buena nota de la respuesta recibida.
De eso, por cierto, sabe mucho Alfonso Martínez, técnico del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT), que me sacó de dudas —y me planteó otras nuevas— en más de una ocasión. Y también Andrés Blázquez, Juan Sol y Gloria Abad, su perspicaz esposa, así como Eva Pastor, los primeros lectores de
En busca de la Edad de Oro
, cuyas puntualizaciones redondearon las páginas que siguen.
Cada parte de esta obra contiene sus preguntas y sus respuestas. Muchas no son definitivas —la búsqueda es un ejercicio inacabable—, ni siquiera requieren que el lector las lea en orden, de principio a fin. Lo único que necesitará es un espíritu abierto y una mente inquisitiva. Facultad que me inculcaron mis padres desde mi infancia, con los que también estoy en deuda.
Sin las vicisitudes vividas junto a cada uno de ellos —y sin cuantas almas ha puesto el destino en mi camino en estos últimos diez intensos años, que no menciono aquí por falta de memoria y espacio— este libro sería bien diferente. Probablemente, carecería de espíritu.
¿Quiénes somos?
¿De dónde venimos?
¿Adonde vamos?
Aquel artículo me dejó perplejo. Terminé de leerlo —ahora dudo que fuera por casualidad— mientras ultimaba los preparativos de mi primer viaje a Egipto. Corría el mes de marzo de 1995 y faltaba poco para que diera el esperado salto al país de los faraones.
Todavía hoy cuando repaso las notas de aquellos ya casi olvidados días, me invade cierta sensación de irrealidad. No puedo evitarlo: sus ocho páginas de apretado texto y abigarrados cálculos me abocaron entonces a la investigación de un enigma de gigantescas implicaciones, abriéndome la puerta a un campo de trabajo en el que, de alguna manera, la más pura vanguardia científica y la más remota tradición histórica se daban la mano.
Iré por partes.
El informe al que me refiero
[1]
fue publicado a principios de aquel mismo año en la revista norteamericana
Astronomy and Astrophysics
. En él, dos astrónomos franceses —Daniel Benest y J. L. Duvent— se cuestionaban algo tan aparentemente trivial como si la estrella Sirio era o no un sistema estelar integrado por tres astros.
Como digo, me sobrecogí.
Ambos expertos llevaban años estudiando las anomalías orbitales de este peculiar cuerpo celeste —el más brillante del firmamento nocturno—, y habían formulado un modelo teórico para explicarlas que partía de la hipótesis de que Sirio era en realidad una estrella triple. La noticia era, en cualquier caso, sorprendente, pues desde mediados del siglo XIX Sirio había sido considerada una estrella binaria, integrada por dos soles.
El astro se encuentra, además, a tan sólo 8,7 años luz de nosotros y pese a su relativa cercanía a la Tierra a los astrónomos les había sido imposible confirmar visualmente la existencia de esa tercera componente estelar de la que hablaban Benest y Duvent.
Sirio A es, en efecto, una estrella muy luminosa. De hecho, su brillo impidió que alguien distinguiese a su segunda compañera —Sirio B— hasta 1862, fecha en la que el astrónomo norteamericano Alvan Clarke la ubicó por primera vez con su telescopio
[2]
.Clarke dedujo entonces que Sirio B era una estrella del tipo «enana blanca» y aportó la información necesaria para que otros determinaran que tardaba algo más de medio siglo —50,04 años exactamente— en completar una órbita alrededor de su hermana mayor. Es más, hasta más de un siglo después, en 1970, nadie fue capaz de fotografiarla.
Mi perplejidad, no obstante, iba más allá del simple enigma astronómico. Hasta cierto punto era lógico que me preguntara que, si tan difícil había sido demostrar la existencia de Sirio B, ¿qué otras dificultades no habría que vencer para detectar a Sirio C? Por de pronto, su descubrimiento era puramente matemático. Esto es, ni los franceses ni ningún otro astrónomo hasta la fecha habían sido capaces de detectar la tercera Sirio con instrumentos ópticos.
Pero, como digo, mi asombro no se apoyaba en aquellos cálculos. El misterio que se escondía tras este hallazgo radicaba, en realidad, en que mucho antes de que ningún astrofísico especulara con la existencia de un tercer miembro en el sistema estelar de Sirio, un antropólogo ajeno a la observación de los cielos ya sabía que ésta era una estrella triple.
Su fuente de información, naturalmente, no era matemática ni astronómica. Sus datos procedían de ciertas tradiciones africanas de varios siglos de antigüedad que se referían a esa región del cielo con una abundancia de detalles tal que sólo podían ser fruto de una imaginación desatada o el producto de una revelación ancestral de origen incierto.
Y en este caso, se trataba de lo segundo. Una revelación que nuestro antropólogo recogió entre la tribu de los dogones, en Malí, y que le obsesionó hasta su muerte en 1956. Me refiero al parisino Marcel Griaule.
Resumiré el enigma.
En las notas, artículos y libros de este concienzudo estudioso a los que he ido accediendo en estos últimos años
[3]
,figuran abundantes alusiones a la religión dogona y a su extraña insistencia en seguir la evolución de la estrella Sirio en sus cielos. A diferencia de Alvan Clarke, los dogones jamás poseyeron un telescopio y pese a ello veneraban a una «compañera estelar» de Sirio a la que llamaban Po Tolo. El suyo, como ya supondrá el lector, distaba mucho de ser un culto superficial. De Po Tolo parecían saberlo todo. Decían, por ejemplo, que se trataba de un astro «muy pesado» e incluso celebraban unas fiestas cada cincuenta años para venerar cada una de sus grandes órbitas en torno a Sirio A. Sólo en fechas recientes hemos sabido que Sirio B es una estrella tan densa que «una cucharilla de té de su terreno pesaría aquí cerca de un cuarto de tonelada»
[4]
y que, en efecto, su período orbital es el dado por esta etnia africana. ¿Imposible?
Por si fuera poco, los dogones refirieron a Griaule la existencia de una tercera «compañera» a la que llamaban Emme Ya, de la que dijeron que era «cuatro veces más ligera» que Po Tolo, y que también emplea medio siglo en completar su órbita alrededor de la mayor de sus hermanas.
Los dogones se convirtieron en una pesadilla para Griaule casi desde su desembarco en África. Y con razón. Este antropólogo de aspecto circunspecto y escuálido, que llegó a Malí en 1931 al frente de una misión que llamó Dakar-Yibuti, se sintió cautivado por la vida y costumbres de todas las tribus de la región de Bandiagara, y sobre todo por sus peculiares cultos astronómicos. Pronto supo que malinkés, bambaras, bozos y dogones habitaban desde épocas remotas la entonces llamada África Occidental Francesa, entre las fronteras de Malí y del Alto Volta, desarrollando una cultura autóctona compleja. De hecho, de los primeros trabajos que este antropólogo envió a París se desprendía ya que aquellas cuatro etnias habían construido una sociedad madura, organizada en torno a prolongados procesos de iniciación y regida por castas poseedoras de ciertos secretos que les hacían poderosas y respetables a ojos de su pueblo. Pero ¿de qué secretos se trataba?
Intrigado, Griaule se ganó poco a poco la confianza de los nativos y fue accediendo a misterios que ningún hombre blanco había escuchado jamás. Sus primeras expediciones se desarrollaron entre 1931 y 1939, interrumpiéndose con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Fue un período muy fértil para sus investigaciones. Obtuvo abundantes placas en blanco y negro de la vida cotidiana y los ritos de muchos de estos pueblos, y se trajo consigo a París máscaras, utensilios domésticos y hasta cabañas enteras que después expondría el Museo del Hombre, en la plaza del Trocadero, en sus vitrinas.
Pero sus mejores trabajos aún estaban por llegar.
Poco podía imaginar Griaule lo que le esperaba al término de la contienda en Europa, a su regreso a Malí. En 1947, cuando el «primer mundo» se preparaba para la guerra fría, Griaule regresó a tierras dogonas. En Tombuctú reclutó a un teniente del ejército que resultaría clave en su nueva empresa, y se lanzó a una nueva campaña de visitas a la región de Bandiagara, cuna de la cultura dogona.
Koguem Dolo sería su nuevo intérprete. El mejor. De hecho, se vería obligado a emplearse a fondo en su trabajo, pues uno de los cuatro linajes locales, el de los Dyon, acababa de honrar al antropólogo con el beneficio de la compañía de Ogotemmeli, un guerrero y adivino del clan que le iniciaría en los secretos que el francés tanto deseaba conocer.
Lo que aprendió con Ogotemmeli en los tres años siguientes sobrepasó con creces todo lo que había recopilado durante los dieciséis anteriores en la región. Ogotemmeli dominaba el
dogo so
, la «palabra-lenguaje de los dogon», una especie de idioma ritual que sólo conocían los integrantes de cierta Sociedad de las Máscaras que, según supo después, preservaba un antiguo saber relacionado con el firmamento y los orígenes de la especie humana.