Ésta, a grandes rasgos, demuestra que las estrellas no están siempre fijas en el firmamento, sino que se desplazan siguiendo un ritmo muy particular y difícil de calcular. La existencia de ese movimiento se deduce, no obstante, de la minuciosa observación de los movimientos de las estrellas en la bóveda celeste a través de los siglos. Se trata de un desplazamiento casi imperceptible —apenas un grado en el firmamento cada setenta y dos años— que surge como consecuencia del viaje de la Tierra a través del espacio.
La Tierra, además de sus conocidos movimientos de rotación —sobre sí misma— y de traslación —alrededor del Sol— posee otro más, que hace que el eje del planeta oscile como una peonza, trazando un círculo imaginario en los cielos que completa cada 26.000 años aproximadamente. Y alguien, en el pasado, sin satélites ni ordenadores, sin planisferios ni calculadoras, se dio cuenta de ello.
La idea, sin embargo, tampoco era de Hancock. Antes que él, científicos como la doctora Hertha von Dechend, de la Universidad de Frankfurt, y Giorgio de Santillana, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, defendieron en un ensayo publicado en 1969
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que en los mitos de pueblos de todo el mundo existen suficientes indicios para sostener la existencia de un saber astronómico al que sólo accedían ciertas castas de iniciados. Un saber al que estos profesores le atribuyen al menos ocho mil años de antigüedad y que comprendía la anotación y comprensión del fenómeno de la precesión.
La Tierra realiza varios movimientos simultáneamente. Uno diario alrededor de su propio eje, otro anual alrededor del Sol y un tercero —llamado «de precesión»— en el que el eje longitudinal de la Tierra se mueve como una peonza trazando un giro completo cada 26.000 años.
Es más: ambos terminan reconociendo que antes del inicio de las civilizaciones sumeria o egipcia debió de existir una «casi increíble civilización ancestral» que culturizó Egipto, Sumer, India, Grecia y México, dejando huellas profundas en sus sistemas de creencias. Quizá ello explique por qué todos estos pueblos construyeron pirámides o terrazas escalonadas orientadas a determinados «accidentes» astronómicos, por qué veneraban serpientes como criaturas dadoras de conocimiento o por qué sus respectivos cultos perseguían la consecución de la inmortalidad del ser humano.
Supongo que el destino funciona así. Y supongo también que quien maneja sus hilos debió de prever algo semejante.
En 1993 Graham Hancock y Robert Bauval se encontraron y aunaron esfuerzos para desarrollar, entre otras cosas, la teoría de la correlación de Orión con las pirámides de Giza. Ambos compartían, sin saberlo, el mismo agente literario, y Hancock había oído hablar de Bauval durante el escándalo que siguió a la divulgación de unas imágenes tomadas en la Gran Pirámide por un pequeño robot en el «canal de ventilación» de la pared sur de la Cámara de la Reina. En las tomas, filmadas por un sofisticado ingenio construido por el ingeniero alemán Rudolf Gantenbrink, aparecía una especie de pequeña puerta de piedra a sesenta metros de profundidad dentro de la pirámide, que bien podría flanquear el paso a una cámara intacta en el seno del monumento.
Los responsables de aquel trabajo científico decidieron actuar con prudencia y no divulgar las imágenes, pero Gantenbrink, a través de Bauval, hizo llegar sus tomas a la opinión pública, generando un considerable escándalo internacional y reactivando, sin querer, el interés de miles de personas por los misterios del antiguo Egipto.
Ya entonces, tiempo antes de que
El misterio de Orión y Las huellas de los dioses
se publicaran, ambos decidieron aunar esfuerzos y elaboraron un plan de trabajo alrededor de la Esfinge que se puso en marcha en mayo de 1995.
Su asociación, sin embargo, superó todas las previsiones. Un año después no sólo habían demostrado que la situación de las estrellas Al Nitak, Al Nilam y Mintaka —las tres que conforman el cinturón de Orión— fueron la fuente de inspiración para la disposición de las tres grandes pirámides de Giza, sino que éstas se construyeron para marcar una determinada posición de la constelación de Osiris en los cielos: exactamente su situación más baja sobre el horizonte egipcio, en el equinoccio de primavera de 10500 a.C.
Robert Bauval y Graham Hancock han revolucionado las bases de la egiptología con su propuesta de que las pirámides y la Esfinge de Giza imitan posiciones celestes del año 10500 a.C. Ellos creen que los antiguos egipcios eran consumados astrónomos.
En el cielo de esa fecha, reconstruido en sus ordenadores gracias al programa
Skyglobe
, que «mueve» las estrellas a las posiciones que ocupaban en el día y año que se introduzca en su base de datos, el cinturón de Orión tenía exactamente la misma orientación en el cielo que las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos. Y aún hay más. Ambos descubrieron que «al amanecer del equinoccio vernal de 10500 a.C, estando el Sol a unos 12 grados por debajo del horizonte, la Gran Esfinge miraba directamente a su contrapartida celeste, la constelación de Leo, que tuvo lo que los astrónomos llaman su orto helíaco en ese momento».
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Y, por lógica, surgió su último hallazgo: que en esa fecha remota, en el horizonte del sur de Giza, exactamente por el mismo lugar donde se perdía el Nilo, emergía allí mismo el brazo blanco de la Vía Láctea, el «Nilo celestial» de los habitantes de aquella región.
¿Qué quería decir todo esto? Fácil. Que Giza era un reflejo especular de una situación estelar lejanísima en el tiempo. Era algo así como la hoja de un calendario de enormes proporciones que marcaba aquella fecha concreta.
Bauval y Hancock se quedaron perplejos. ¿Qué ocurrió en el año 10500 a.C. que mereciera la pena «recordarse» en piedra? Al principio, se desesperaron. En ese momento de la historia no existía aún la civilización egipcia según la arqueología ortodoxa. Entonces, ¿por qué los constructores de las pirámides «marcaron» esa fecha con tanta exactitud?
Buceando en la cronología de Egipto escrita por los propios habitantes del Nilo —como la redactada por el sacerdote heliopolitano Manetón, hacia el siglo III a.C, o la contenida en textos como la Piedra de Palermo y el Papiro de Turín—, se descubre que los constructores de pirámides se referían con frecuencia a cierto «Tiempo Primero» o
Zep Tepi
, en el que la Tierra estuvo gobernada por dioses poderosos.
Esa Edad de Oro es referida incluso en la Estela del Sueño, que el faraón Tutmosis IV (1401-1391 a.C.) ordenó colocar entre las patas de la Esfinge. La estela en cuestión se refiere a la meseta de Giza como el «espléndido lugar del Tiempo Primero»
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, en clara alusión a la vinculación de esta zona con aquel instante —¿mítico?— en el que los dioses regían Egipto.
Bajo la Esfinge se levanta una estela de granito que define a la meseta de Giza como el «espléndido lugar del Tiempo Primero». ¿Corresponde ese «Tiempo Primero» al 10500 a.C?
En 1996, en su libro
Guardián del Génesis
, ambos autores terminarían desglosando una antigua creencia egipcia según la cual en ese oscuro período de tiempo el Nilo estuvo gobernado por unos enigmáticos
Shemsu-Hor
o «compañeros de Horus». Al parecer, se trataba de una estirpe de seres semidivinos, que gozó de grandes conocimientos astronómicos y que legó a sacerdotes y faraones su sabiduría en forma de relatos míticos y lugares señalados. Éstos, pues, a falta de otros candidatos, debieron de ser los que orientaron las pirámides hacia la posición de Orión en 10500 a.C, los que situaron a la Esfinge mirando el punto del horizonte por donde en aquella fecha emergía la constelación de Leo (la Esfinge, no lo olvidemos, es un león con cabeza humana) y quienes se dieron cuenta de la circunstancia de que hace más de doce mil años la Vía Láctea emergía en el mismo lugar del horizonte de Giza por donde se perdía el Nilo de vista. Todo un espejo del cielo.
Hasta hoy nos han llegado referencias de aquellos
Shemsu-Hor
en las paredes de templos como Edfú o Dendera, en el Alto Nilo, donde los jeroglíficos indican que los cimientos de esos recintos descansan sobre los de otros templos ancestrales construidos por estos misteriosos personajes. Era como si allí hubieran pretendido «marcar» algo. Pero ¿qué?
La identidad de estos «sabios» antiguos es un enigma. De ellos apenas sabemos que se sintieron fascinados por la estrella Sirio —que más tarde encarnaría la diosa Isis—, y por la constelación de Orión, contrapartida estelar de Osiris. Y que templos como Edfú los orientaron no a los lugares de salida y puesta del Sol como fue común en Egipto, sino a los puntos por donde emergían las constelaciones de Orión en el sur y la Osa Mayor en el norte. Y así, templos o pirámides han comenzado a ser vistos a raíz de los trabajos de Hancock y Bauval como «máquinas astronómicas» afines a la creencia egipcia de que el alma de los difuntos debía atravesar una serie de pruebas hasta alcanzar un lugar en el firmamento, el Duat, por donde ingresar al Amenti, al más allá. Estas construcciones debieron de servir para guiar ese camino…
Subí hasta la cima de la pirámide del Sol, en Teotihuacán. Al lugar en el que la tradición local dice que los hombres se convierten en dioses.
Pero ¿se trata sólo de una creencia egipcia? En El
espejo del paraíso
, Hancock afirma que no. A fin de cuentas, la idea de los sabios astrónomos fundadores de civilizaciones se encuentra también en México, donde sus antiguos pobladores veneraron a un rey-dios llamado Quetzalcóatl, que dio las indicaciones pertinentes para edificar el complejo piramidal de Teotihuacán, cuya función simbólica parecía ser la de «convertir a los hombres en dioses» y la de marcar el movimiento de la constelación de las Pléyades. Algunas tradiciones nahuales describen someramente ese proceso y cómo éste era controlado por unos misteriosos «seguidores de Quetzalcóatl»
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, también versados en los secretos del Universo. Tanto que la avenida de los Muertos de este complejo es, según demostró en los años veinte Stansbury Hagar del Instituto Brooklyn de Artes y Ciencias, una representación de la Vía Láctea como camino a recorrer por los difuntos hasta el más allá. Y eso por no hablar de otros enclaves como Uxmal, con templos distribuidos a imitación de Aries, Tauro o Géminis, o Utatlán a imagen de Orión.
«Muchas, si no todas las ciudades mayas —escribió—
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fueron diseñadas para reflejar en la Tierra el supuesto diseño de los cielos… En cuatro lugares —Uxmal, Cinchen Itzá, Yaxchilán y Palenque— puede ser reconocida una secuencia zodiacal casi completa.»
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