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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

En busca de la edad de oro (9 page)

El grito de Alejandro, tratando de hacerse oír entre el infernal estruendo de las hélices, nos obligó a los tres pasajeros a mirar hacia donde señalaba con el dedo.

—¡Esto no lo vio nunca Kosok! —insistió—. ¡Ni siquiera sospechó que las líneas se extendían tan lejos de Nazca!

Asentí mecánicamente con la cabeza, y mientras instalaba el zoom a mi cámara en medio de los temblores del aparato, registré mentalmente las coordenadas que el pequeño GPS de Arias marcaba cada dos segundos. Allí, en efecto, había algo fuera de lo común. Una singular sucesión de figuras antropomorfas de características muy extrañas habían sido «vaciadas» del fondo del desierto y resaltaban vivas sobre la colina. La técnica era sencilla y no requería grandes alardes tecnológicos: consistía en apartar el polvo del desierto con las manos o un palo, dejando al descubierto el suelo blanquecino que quedaba debajo. En ese lugar casi no llueve —apenas un centímetro cúbico de agua al año—, lo que, evidentemente, contribuye a preservar para la eternidad cualquier línea que rasgue el desierto. Ahora bien, el misterio no está en el método con el que se trazaron las figuras, sino en la precisión empleada en la confección de sus grandes dibujos y, sobre todo, en la finalidad que persiguieron quienes los elaboraron.

Mientras disparaba una fotografía tras otra, me preguntaba cómo habría casado Kosok esas figuras vagamente humanas con su teoría de que las líneas de esta región sirvieron como una especie de marcador astronómico. Como un calendario en el que las líneas señalaban los puntos del horizonte por los que emergían determinadas estrellas en momentos específicos del año. Kosok, de hecho, entregó sus notas a la matemática alemana Maria Reiche y la incitó a concentrarse sólo en las líneas y su función astronómica, ignorando a estos gigantes o a otros grandes geoglifos hallados en la costa atlántica…
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¿Por qué?

El desafío estaba servido. Uno de aquellos titanes de arena, el más occidental del «desfile» que ahora tenía delante, poseía un cuerpo cuadrado y presentaba dos orificios a la altura de sus hipotéticos pechos. María Reiche, la mujer que estudió Nazca durante más de cuatro décadas hasta su muerte en 1998, examinó algunas fotos del «monstruo» que ahora cuelgan de las paredes de su casa-museo. Pero se abstuvo de comentarlas. Y no me extraña: de su cráneo —tan cuadrado como su cuerpo— emergían, además, cuatro brazos a modo de cabeza de Medusa. A su lado se adivinaba otra testa redonda con dos ojos formados por círculos concéntricos y una suerte de rayos a modo de aureola, y más allá los trazos de una tercera figura se diluían sin remedio en la arenisca. ¿Qué era aquello? ¿Por qué no lo había visto nunca reseñado en ninguno de los numerosos libros que existen sobre Nazca? ¿Había alguna razón para que aquellos geoglifos —el nombre técnico que reciben estas formaciones desde los años sesenta— no apareciera registrado en ningún catálogo arqueológico?

Alejandro sonrió al adivinar mi sorpresa.

Poco podía imaginar entonces que las maravillas que guardaba aquel valle no habían hecho más que empezar a mostrarse…

Un gigante de cabeza cuadrada miraba desde el suelo directamente a nuestra avioneta. ¿Qué secreto guarda este coloso raspado en el polvo del desierto?

Y eso que hacía sólo veinticinco minutos que habíamos despegado del aeropuerto que la compañía Aerocóndor posee junto al hotel Las Dunas de lea. Allí, el día anterior, había trazado gracias a Teresa Palacín y a Ricardo Herrán, su jefe de pilotos, la estrategia a seguir. Esta vez no quería sobrevolar las famosas y cercanas líneas de Nazca en la no menos célebre Pampa Colorada. Deseaba ver con mis propios ojos algo que se había convertido en mucho más que un rumor durante los últimos años, y al que ni Kosok ni otros investigadores posteriores habían prestado demasiada atención: que en los valles aledaños de Nazca, especialmente en el área de Palpa, existía todo un universo de líneas y figuras prácticamente desconocidas para la opinión pública. Figuras que algunos autores, como el suizo Erich von Dániken
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, habían tildado ya de «astronautas» y que no hacían sino añadir más misterio si cabe a esa inhóspita región del planeta.

Rumbo a Palpa

La ciudad de Palpa se encuentra a unos 25 kilómetros al norte de Nazca. Es una plaza de ambiente colonial ubicada en el corazón de una pequeña meseta montañosa muy erosionada sobre la que los pilotos de Aerocóndor vuelan sólo de vez en cuando. De hecho, cada vez que lo hacen, suelen terminar encontrando algo nuevo en el suelo.

—Lo hermoso que tiene el trabajo que realizamos —comenta Ricardo Herrán al despedirse de mí en el aeródromo de lea antes del despegue— es que permanentemente estamos descubriendo cosas. Para ver algunas figuras influye muchísimo la hora, la altitud, el mes del año, las condiciones meteorológicas. A veces, da la impresión de que este desierto permite a unas personas ver ciertas cosas que no permite a otras. Y eso es muy excitante.

Cuando conocí a Herrán llevaba a sus espaldas más de 12.000 horas de vuelo. Llegó a Nazca en 1978 y desde entonces hasta hoy asegura haber descubierto y catalogado 324 nuevos geoglifos. Algunos, curiosamente, fueron destapados tras las lluvias torrenciales de El Niño que arrasaron parte de la región en 1998, revelando que bajo las líneas que hoy se ven existieron otras aún más antiguas que fueron cubiertas por el polvo y por los nuevos diseños. Él mismo admite que si algo han aprendido los pilotos y los expertos que han estudiado las líneas es que existen figuras trazadas sobre otras de más edad que resurgen en las condiciones más inesperadas. Es más, hoy saben que muchos de los
graffiti
que se grabaron en suelo de Nazca fueron después borrados por nuevos dibujantes que, cuando menos, trabajaron de forma ininterrumpida sobre el desierto durante ochocientos años. ¿Y para qué?

Ingenuamente, con aquella visita a Palpa pretendía encontrar respuesta a ese interrogante sobrevolando intensamente aquellas «nuevas» líneas. Sin embargo, más que respuestas, lo que coseché fueron nuevas dudas. Un buen montón de ellas.

Algo debí haber supuesto al examinar la nutrida colección de fotografías que exhibe el pequeño museo aerofotográfico del aeródromo de lea, recién estrenado. Pero no lo hice. Aquellos «pulpos», seres con cabezas triangulares, pumas o cruces de brazos regulares se me antojaron remotos vestigios de una civilización desconocida, difíciles de alcanzar y más aún de estudiar. Me equivoqué.

El propio Herrán me sacó de dudas.

—Muchas de estas figuras están en Palpa. Es más —dijo señalando algunas de las fotos del museo, tomadas por él mismo—, creo que los geoglifos de ese sector son aún más interesantes que los que enseñamos diariamente a los turistas en Nazca.

—¿Y usted me los mostraría?

—No se preocupe —sonrió—. Tendrá usted un piloto que le llevará directamente al lugar.

Herrán cumplió. Habló con Alejandro Arias en el despacho de pilotos del aeródromo durante unos minutos, señalando sobre un mapa la ruta a seguir, y me tendió la mano murmurando un escuálido: «Ya está. Feliz vuelo», antes de perderse en dirección a los barracones de descanso de los empleados de la compañía aérea.

Y despegamos.

Nada más entrar en el área de Palpa, un extraño gigante, diferente a todo cuanto puede verse en la vecina Nazca, pareció emerger del desierto para darnos la bienvenida. Se trataba de una gran figura de cabeza cuadrada, coronada por un extraño penacho que formaba una semicruz sobre su cabeza. Sus brazos, alzados, sostenían sendos objetos indescifrables y su mirada y gesto neutro parecía perderse, como el de todos los «humanoides» que veríamos en sus alrededores, en la profundidad del espacio. Y es que, en efecto, otros gigantes, como si fueran miembros de una misma procesión, salieron al paso a pocos metros del primero, sobre la misma colina. Pareciera que toda la ausencia de seres antropomorfos que se detecta en Nazca se compensara aquí con esas extravagantes representaciones. De aspecto muy erosionado, da la impresión de que su antigüedad es mayor que la del «mono», la «araña» o el «colibrí» de Nazca. Pero ¿cuánto más antiguas?

Von Dániken sobrevoló ya algunos de estos gigantes en el otoño de 1995 y en su libro
Arrival of the Gods
hizo notar su extraordinaria similitud con otro titán de 121 metros de longitud grabado a 1.300 kilómetros de allí, sobre el Cerro Unitas, en el desierto chileno de Atacama. Como los de Nazca, el coloso del Cerro Unitas —descubierto por el general de las Fuerzas Aéreas chilenas Eduardo Jensen— presenta la misma corona de «rayos» o cruz alrededor de su cabeza, con idénticos ojos cuadrados y una especie de mono colgado de su brazo derecho. Tiene la misma manufactura que los gigantes de Palpa, y sin duda su estudio obligará pronto a los expertos a preguntarse hasta dónde se extendieron los «artistas» que los trazaron y por qué los hicieron.

El investigador suizo —autor de best sellers internacionales como
Recuerdos del futuro
o El
oro de los dioses
— sostiene que «no es una buena idea estudiar Nazca aislada de otros lugares»
[55]
, y propone comparar los geoglifos hallados en Palpa con otros descubiertos en los desiertos peruanos de Majes y Sihuas en el departamento de Arequipa, o cerca de Moliendo, también en Perú, o en Chile, México y California.

Una extraña sucesión de rayas y puntos, como un gigantesco código morse grabado en el desierto, emergió de repente frente a nuestra avioneta. ¿Qué quisieron decir los habitantes de Palpa?

Al menos una cosa parecen tener en común todos estos grabados: que únicamente pueden verse desde el aire. Por supuesto, Dániken tiene su hipótesis al respecto. Según él, en algún momento remoto, una expedición extraterrestre tomó tierra en Nazca trazando sobre el suelo líneas para facilitar la navegación aérea que, tiempo después, cuando los «dioses» se hubieron marchado, serían imitadas
ad infinitum
por los habitantes de aquellas regiones. ¿Osada presunción? Sin duda. No obstante, también en Palpa, Dániken ha encontrado un nuevo geoglifo para sustentar su tesis. Se trata de una extraña franja de puntos en forma de aspa excavados a lo largo de una parrilla de líneas paralelas que totalizan 15 columnas de anchura y que recuerdan una especie de tarjeta perforada de los antiguos ordenadores. La Ancient Astronaut Society —una agrupación que defendió las ideas de Dániken hasta su disolución en 1999— ya habló de esta extraña franja a finales de los años ochenta, pero sólo recientemente se la ha comparado con ciertas señales terrestres trazadas cerca de los aeropuertos, para advertir a los pilotos de la altura a la que vuelan y cuánto deben descender para aterrizar.

Esos sistemas, que reciben los nombres clave de VASIS (Visual Approach Slope Indicator System) y PAPI (Precisión Approach Path Indicator) suelen ser luminosos, pero los hay que se limitan a signos geométricos gigantes cortados, pintados o quemados en el suelo. ¿Es esto lo que pretendieron representar en Palpa? ¿Y para orientar a qué navegante aéreo del pasado?

Creí que el piloto bromeaba conmigo, pero no. Allá abajo podía verse claramente la silueta de un colibrí con un pequeño «avioncito» en su cuerpo.

En mis archivos no pude encontrar ninguna respuesta convincente a estos interrogantes. Sin embargo, Alejandro Arias, el piloto que me asignara Herrán para desvelarme los secretos de la «otra» Nazca, guardaba un as en la manga. Motivado tal vez por la animada conversación sobre estas teorías que sostuvimos antes de despegar, decidió llevar la Cessna hasta un extremo del valle.

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