La bestia de caliza no se inmutó al vernos llegar. Los árabes la llamaban Abu-Hol, un nombre que muchos tradujeron como «padre del terror» y que a mí me resultaba poco menos que ininteligible. ¿Terror a qué? Inspiraba respeto, cierto, pero ¿terror? Los antiguos egipcios, mucho menos dramáticos que los árabes que les siguieron a partir del siglo X de nuestra era, la conocieron en cambio como
Horem-Akhet
, «Horus en el horizonte».
Y es curioso: a la luz de lo que aquel grupo de «infiltrados» se disponía a hacer, ésa debía de ser una de las pocas definiciones acertadas para el coloso. Los treinta visitantes nocturnos de la Esfinge habían cruzado el Atlántico sólo para vigilar la salida del Sol de aquel preciso día, situados justo entre las patas del león de piedra. Tal vez como hace al menos cuarenta siglos los sacerdotes-astrónomos del faraón hicieron en una jornada como ésta.
Y es que aquél no iba a ser un amanecer más.
Su autobús había sido fletado precisamente para que el grupo contemplara el primer equinoccio del año 2000 desde una atalaya tan especial. La excitación era evidente. Casi todos, seducidos por las recientes hipótesis que atribuyen a los monumentos de la meseta de Giza conexiones con determinados cuerpos celestes, habían elegido una agencia de viajes especializada en «excursiones místicas»
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para sentir la energía de la Esfinge aquel 20 de marzo.
Callé prudentemente. A fin de cuentas, había conseguido sumarme a aquella expedición que contaba con todos los parabienes de los responsables arqueológicos del área de las pirámides, y no era cuestión de alterar un programa que me brindaba la oportunidad de hacer ciertas comprobaciones arqueoastronómicas
in situ
. No olvidaba que gracias a aquel grupo había logrado sortear el celo de unas autoridades que prefieren ni oír hablar de las funciones astronómicas de sus monumentos. A ellos, todo lo que se refiera a conocimientos avanzados procedentes de fuentes de sabiduría ancestrales y desconocidas les hace desconfiar. La Atlántida, los extraterrestres o las «hermandades secretas» de constructores minusvaloran, según su manera de ver las cosas, unas obras que edificaron con esfuerzo y tesón sus antepasados.
Pero el misterio es el misterio. La Esfinge y las pirámides no sólo resultan un enigma de tremendas implicaciones por sus anomalías físicas —bloques de hasta doscientas toneladas (casi el peso de trescientos coches) pueden hallarse en la meseta de Giza
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—,sino por cuestiones más formales, como la ausencia de inscripciones de la época de su construcción que ayuden a entender quién las levantó y por qué. Sin esas inscripciones, sin el cuerpo de un solo faraón descubierto en el interior de una pirámide
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, y rodeados de los monumentos más grandes jamás diseñados por el hombre, el misterio sigue vigente desde hace siglos.
Distribución de las tres grandes pirámides de la meseta de Giza y su posición respecto al cinturón de Orión. La coincidencia de las posiciones relativas de ambos conjuntos terminó de consolidar la teoría de que los faraones quisieron imitar esas estrellas en el suelo. (Archivo Robert Bauval.)
Preparé el trípode y la cámara fotográfica, y con cuidado cargué una película especial en el tambor de la Canon, disponiéndome a inmortalizar todo lo que pudiera ocurrir.
Lo primero que comprobé fue la ubicación estratégica de la policía arqueológica. Debía estar atento. No sólo había entrado camuflado en el recinto de la Esfinge en plena madrugada, durante la primera noche del equinoccio de primavera del nuevo milenio, sino que además lo hacía acompañado de la «bestia negra» que llevaba seis años poniendo en jaque a las celosas autoridades egipcias con sus teorías: Robert Bauval.
Este ingeniero nacido en Alejandría, de familia belga y maltesa, había saltado a la escena pública en 1994 gracias a un ensayo en el que trataba de explicar la peculiar disposición de las tres pirámides de Giza y responder a la pregunta de por qué la menor de ellas —la atribuida al faraón Micerinos, de la IV dinastía— se construyó desviada de la diagonal que unía las otras dos. En su estudio
El misterio de Orión
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, Bauval argumentaba que la clave para descifrar ese enigma residía en el firmamento. Según él, los antiguos constructores de pirámides levantaron el monumento de Micerinos desviado del eje imaginario sobre el que se asientan Keops y Kefrén porque así imitaban la disposición de las tres estrellas del llamado «cinturón de Orión».
La idea tuvo pronto otras confirmaciones. Y una de ellas tenía miles de años de antigüedad: los llamados
Textos de las pirámides
. Se trata de un conjunto de escritos hallados en «tumbas» de la V dinastía (2465-2323 a.C), en Sakkara, en el que se contiene la literatura religiosa más antigua que se conoce. Estas inscripciones comenzaron a esculpirse unos setenta años después de darse por terminada —al menos según la arqueología ortodoxa— la última de las grandes pirámides de Giza. Su proximidad cronológica, por tanto, puede revelarnos mucho acerca de la función exacta de estas montañas de piedra, y despejar la duda de si éstas cumplieron alguna vez una función astronómica.
Estos
Textos de las pirámides
comenzaron a ser estudiados en 1881 por el egiptólogo francés Gastón Maspero, y aunque constituyen una de las fuentes documentales más impresionantes del mundo antiguo, son aún relativamente poco conocidos fuera de los círculos especializados.
Lo sorprendente, en cualquier caso, no es su edad, sino lo que narran. «Estos documentos —escribió Bauval— dicen en términos absolutamente inequívocos que el difunto rey Osiris se convertía en una estrella en la constelación de Osiris-Orión.»
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Para Bauval aquel hallazgo fue un triunfo. Demostraba sin género de dudas que la imitación del «cinturón de Orión» no fue una decisión caprichosa de los antiguos constructores de pirámides. Todo lo contrario. Más bien se trataba de la consecuencia última de alguna clase de teología estelar hoy completamente olvidada. O casi.
Con la edición en inglés de los
Textos de las pirámides
elaborada por R. O. Faulkner
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sobre su mesa de trabajo, Bauval transcribió algunos pasajes inequívocos que confirmaban parcialmente su teoría:
Oh rey, eres esta Gran Estrella, la Compañera de Orión, que atraviesa el cielo con Orión, que Navega el Otro Mundo (Duat) con Osiris; asciendes por el este del cielo, te renuevas en tu debida estación y rejuveneces a tu debido tiempo. El cielo te ha parido con Orión… (TP 882-883).
Y estas mismas inscripciones añadían más adelante:
El rey es una estrella… (TP 1583).
El rey, una estrella brillante y que viaja lejos [… ] el rey aparece como una estrella… (TP 262).
No hay duda, pues. Los egipcios identificaban al rey muerto con su dios Osiris, y a éste con la constelación de Orión, y creían que el faraón, tras su óbito, emprendía un viaje lleno de dificultades hacia el más allá, en donde se convertiría en inmortal pasando a engrosar el número de astros del firmamento. Pero ¿y las pirámides? ¿Qué papel cumplieron en este empeño? ¿Sirvieron acaso como «máquinas» para guiar las almas de los reyes hacia su reposo eterno en los cielos? ¿No sería ésa una aplicación más lógica que la de meras tumbas?
Distribución del interior de la Gran Pirámide. Las líneas delgadas que parten de las cámaras del rey y la reina corresponden a los mal llamados «canales de ventilación».
Algo así cree Robert Bauval que, además, pronto sumó a su teoría los hallazgos realizados en 1964 por el egiptólogo Alexander Badawy y la astrónoma Virginia Trimble. Los descubrimientos de esta pareja en las pirámides se ajustaban como un guante a las nuevas ideas de Bauval.
Ambos estudiaron con especial detenimiento los dos conductos, de unos 20 x 20 centímetros de lado, que partían de la Cámara del rey de la Gran Pirámide y que atraviesan toda la mampostería del edificio hasta salir al exterior. Tradicionalmente considerados como «canales de ventilación» —pese a lo ridículo que resulta sostener esa idea en relación a una tumba—, Badawy y Trimble quisieron comprobar si aquellas galerías tenían otra función. Tal vez la tarea simbólica de guiar el alma del faraón hacia ciertas estrellas a las que podían estar alineados los dos estrechos conductos.
Su intuición dio en el blanco. Lo primero que hizo Badawy fue desestimar que los conductos que estaba estudiando sirvieran para ventilar el recinto. De haber sido diseñados para esa función, los constructores no los hubieran hecho tan empinados, sino que se hubieran limitado a trazar unos canales horizontales, enfrentados el uno al otro, dejando que el aire se introdujera en el monumento formando una agradable y renovadora corriente. Pero no era así. Los canales tenían una inclinación de 44,5 grados el conducto sur, y 31 el norte
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, lo que llevó a sospechar a Trimble de su alineación estelar y a desestimar su propósito oxigenador. ¡Y lo demostró!
Ajustando los datos de la inclinación de los canales al firmamento nocturno que podía contemplarse sobre Giza hacia el 2600 a.C, Trimble verificó que el canal sur apuntaba directamente hacia la región del cielo en la que se encontraba el cinturón de Orión. Ninguna otra estrella de gran magnitud podía verse desde esa posición. ¿Casualidad? Ni Badawy, ni ella, ni por supuesto Bauval cuando comprobó sus datos con mediciones más precisas e instrumental mucho más moderno, creían a esas alturas ya en ellas.
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Todos estos descubrimientos condujeron a Robert Bauval a desarrollar la hipótesis de que detrás de la construcción de las pirámides se escondía un magnífico plan astronómico. Un plan exacto, pulcro, cuyo descubrimiento precedió a otros de similar naturaleza.
Hasta cierto punto era previsible. Si la teoría de la correlación de las pirámides con el cinturón de Orión era tan correcta como parecía, ¿por qué no pensar que el resto de monumentos de Giza tuvieron también un significado astronómico para sus constructores? ¿Por qué no iba a tenerlo, sin ir más lejos, la propia Esfinge?
En uno de sus últimos libros
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, Bauval afirmaba que la Gran Esfinge había sido construida, entre otras cosas, como una especie de gran marcador de equinoccios. Durante dos días al año (alrededor del 21 de marzo y el 21 de septiembre, al principio de la primavera y el otoño, respectivamente), el día y la noche tienen exactamente la misma duración. Además, a diferencia de los solsticios, el Sol durante esos dos momentos surge exactamente por el este, proporcionando un dato geoastronómico de inestimable valor para la fijación del resto de los puntos cardinales.
Los egipcios dieron su justa importancia a este fenómeno, orientando la Esfinge hacia el lugar equinoccial del horizonte de Giza.
Horem-Akhet
era, pues, el guardián del horizonte.
—Señalarlo con un monumento así de inequívoco —me explicó Bauval frente a la Esfinge, en aquel amanecer del equinoccio de 2000—, debió de hacerse con la intención de indicar a las generaciones posteriores un punto de referencia fundamental. Una señal para los iniciados en el arte astronómico de que toda Giza era un «reflejo del cielo», y que actuaba de ancla entre el mundo de arriba y el de abajo.
No le respondí.
Aquella idea no era del todo nueva. A finales de 1998, menos de dos años antes del viaje de Bauval y mío a Egipto, las principales librerías norteamericanas recibían un nuevo «huésped». Se trataba del último trabajo del escritor e investigador de enigmas históricos Graham Hancock. Conocido por sus excelentes ensayos previos sobre el Arca de la Alianza
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y la existencia de una avanzada civilización que vivió antes de la última era glacial en la Antártida
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, su nueva obra,
El espejo del paraíso
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,era el resultado de varios viajes realizados por él y su esposa Santha en busca de pruebas que demostrasen que en la noche de los tiempos ya existieron pueblos con avanzados conocimientos astronómicos. Culturas que no se limitaron a marcar «lugares equinocciales» sino que incluso conocían fenómenos tan sutiles —a la vez que importantes— como la precesión.