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Authors: Bernard Cornwell
Primero intentó hablar con Agravain, el comandante de la guardia de Arturo, pero lo encontró de mal humor y decidió que el más comprensivo de los que rodeaban a Arturo era yo, de modo que empezó a asaetearme a preguntas sobre la nobleza de Dumnonia. Quería saber quién estaba casado y quién no.
—¿Y el príncipe Gereint? ¿Es casado, es casado?
—Si, señor —le dije.
—¿Y ella goza de buena salud?
—Si, por cuanto yo sé, señor.
—¿Y el rey Melwas? ¿Tiene reina?
—Murío, senor.
—¡Ah! —se animó al punto—. Es que ¿sabéis?, tengo hijas —me dijo con entusiasmo—, dos hijas, y las hijas deben contraer matrimonio, ¿no es cierto? Las hijas solteras de nada sirven a hombre ni a bestia. Aunque debo deciros que una de mis queridas hijas se ha prometido. Me refiero a Ginebra. Va a casarse con Valerin. ¿Conocéis a Valerin?
—No, señor.
—Un buen hombre, buen hombre, si, buen hombre, pero no... —Hizo una pausa mientras buscaba el término correcto—. ¡No posee riquezas! No posee tierras de verdad, ¿sabéis? Unos pocos terrenos llenos de espinos, creo, pero ninguna fortuna contante y sonante. No posee rentas ni oro, y un hombre sin rentas ni oro poco vale. ¡Ginebra es una auténtica princesa! Y también su hermana, Gwenhwyvach, que no tiene ningún pretendiente, ¡ninguno! Vive exclusivamente de mi bolsa, y bien sabe Dios cuán magra es mi bolsa. Sin embargo, la cama de Melwas está vacía, ¿no es así? ¡Una buena idea! Aunque es una pena renunciar a Cuneglas.
—¿Por qué, señor?
—¡Al parecen no quiere a ninguna de mis hijas! —replicó Leodegan indignado—. Se lo propuse a su padre, como sólida alianza entre reinos vecinos; un arreglo perfecto. Mas no puede ser. Cuneglas ha puesto los ojos en Helledd de Elmet y, según se dice, Arturo casará con Ceinwyn.
—Yo no lo sé, señor —repuse con inocencia.
—Ceinwyn es muy bella. ¡Si, muy bella! También lo es mi Ginebra, pero va a casarse con Valerin. íAy de mi! íQué lástima! Ni rentas ni oro, ni dinero ni nada más que unos prados anegados y un puñado de vacas enfermas. ¡No le va a gustar! Está acostumbrada a las comodidades, si, a Ginebra le gustan las comodidades, pero Valerin no sabe siquiera qué es la comodidad. Vive en una porqueriza, por lo que sé. Pero es un jefe. ¡Hay que ver! ¡Cuanto más se adentra uno en Powys, más hombres se encuentran que se autoproclaman jefes! —suspiró—. ¡Pero Ginebra es princesa! Creí que alguno de los hijos de Cadwallon, que viven en Gwynedd, la querría por esposa, pero Cadwallon es un hombre extraño. No le gusto mucho, no me ayudó cuando vinieron los irlandeses.
Calló, rumiando en silencio la gran injusticia de que había sido objeto. Ya habíamos viajado bastante en dirección norte; la gente y el paisaje resultaban extraños. En Dumnonia estábamos rodeados por Gwent, Siluria, Kernow y los sajones, pero aquí la gente hablaba de Gwynedd y Elmet, de Lleyn y de Ynys Mon. Lleyn era la antigua Henis Wyren, el reino de Leodegan, del cual formaba parte Ynys Mon, la isla de Mona. Ambas estaban ahora bajo dominio de Diwrnach, uno de los lores irlandeses de la otra orilla del mar que buscaban extender sus reinos en tierras britanas. Pensé que Leodegan debía de haber sido presa fácil para hombre tan temible como Diwrnach, famoso por su crueldad. Hasta Dumnonnía había llegado noticia de que pintaba los escudos de sus guerreros con sangre de los que mataba en la batalla. Se decía que era preferible luchar contra los sajones que contra Diwrnach.
Sin embargo, nos dirigíamos a Caer Sws para instaurar la paz, no para hablar de guerra. Caer Sws era una ciudad pequeña y lodosa construida alrededor de una guarnición romana carente de todo atractivo, asentada en un valle ancho y plano junto a un profundo vado del Severn, llamado aquí río Hafren. La capital del reino de Powys era Caer Dolforwyn, una bonita colina coronada por una piedra real, pero Caer Dolforwyn, al igual que Caer Cadarn, carecía de agua y de espacio suficientes para alojar cómodamente una corte real, con el tesoro, las armerías, las cocinas, las despensas y demás; por ese motivo, de la misma forma que los asuntos cotidianos se solucionaban en Lindinis, el gobierno de Powys se ejercía desde Caer Sws, y sólo en momentos de peligro o durante celebraciones importantes procedía la corte de Gorfyddyd a trasladarse río abajo, hasta la cima dominante de Caer Dolforwyn.
Las construcciones romanas de Caer Sws habían desaparecido, pero el salón de festejos de Gorfyddyd estaba construido sobre los cimientos de piedra de una antigua villa romana, con sendos pabellones nuevos a los lados, uno para Arturo y otro para Tewdric. El rey de Powys era un hombre taciturno cuya manga izquierda colgaba vacía sobre un costado por obra de Excalibur. Era de edad mediana y constitución robusta; abrazó a Tewdric con una expresión suspicaz en sus pequeños ojos, sin el menor asomo de cariño, y farfulló unas palabras de bienvenida. Permaneció en silencio, resentido, cuando Arturo, que no era rey, se arrodilló ante él. Sus jefes y guerreros tenían largos bigotes trenzados y pesados mantos, empapados por la lluvia que no había cesado de caer en todo el día. El salón olía a perros mojados. No había más mujeres que dos esclavas, encargadas de traer y llevar un jarro de hidromiel del que Gorfyddyd se servía con harta frecuencia. Más tarde supimos que se había aficionado a la bebida durante las largas semanas que siguieron a la pérdida del brazo, cercenado por Excalibur, las cuales pasó con gran fiebre para consternación de sus hombres, que no confiaban en su recuperación. Tratábase de un hidromiel espeso y fuerte de cuyos efectos se esperaba que el gobierno de Powys pasara de manos del amargado y ofuscado Gorfyddyd a espaldas de su hijo Cuneglas, Edling de Powys.
Cuneglas, joven, de rostro redondo, expresión inteligente y largos bigotes oscuros, dábase con gusto a la risa y poseía un carácter tranquilo y amistoso. Resultaba evidente que Arturo y él eran almas gemelas. Juntos salieron de caza a las montañas durante tres días seguidos, y por las noches se dedicaron a la fiesta y a escuchar a los bardos. No abundaban los cristianos en Powys, pero tan pronto como Cuneglas supo que Tewdric era cristiano, convirtió unas despensas en iglesia e invitó a los sacerdotes a rezar. Incluso asistió a algún que otro sermón, aunque después manifestó que prefería a los viejos dioses. El rey Gorfyddyd opinaba que la iglesia era una insensatez, pero no prohibió a su hijo que observara tal deferencia para con el rey Tewdric, aunque se ocupó debidamente de que un druida rodeara la improvisada capilla de un círculo mágico.
—Gorfyddyd no está plenamente convencido de que deseemos la paz —nos advirtió Arturo la segunda noche—, pero Cuneglas le ha persuadido. Así pues, y por el amor de Dios, permaneced sobrios, no desenvainéis la espada y no provoquéis peleas. Al menor chispazo, Gorfyddyd nos expulsaría y nos declararía la guerra otra vez.
Al cuarto día se reunió el consejo de Powys en el gran salón. La cuestión principal del día era establecer la paz, lo cual, y a pesar de las reservas de Gorfyddyd, se logró con prontitud. El rey de Powys, apoltronado en su sitial, asistió a la proclamación pronunciada por su hijo. Cuneglas anunció que Powys, Gwent y Dumnonía serian aliadas, sangre de la misma sangre, y que cualquier ataque a cualquiera de ellas seria tomado como un ataque a las demás. Gorfyddyd asintió con un gesto, aunque sin el menor entusiasmo. Cuneglas continuó hablando y dijo que tan pronto como se consumara su matrimonio con Helledd de Elmet, dicho reino se uniría asimismo al pacto, de forma que los sajones se verían rodeados por un frente común de reinos britanos. Dicha alianza era la mejor ventaja que Gorfyddyd ganaría por firmar la paz con Dumnonia, pues podría combatir contra los sajones, y el precio que Gorfyddyd exigía a cambio de la paz era el reconocimiento de que Powys se situaría a la cabeza de dicha guerra.
—Desea proclamarse rey supremo —protestó Agravain, dirigiéndose hacia los que estábamos en las últimas filas del salón.
Gorfyddyd también exigió la restauración en su trono de su primo Gundleus de Siluria. Tewdric, el más afectado por los ataques silurios, se mostró reacio a reponer a Gundleus en el trono, y nosotros, los dumnonios, no estábamos dispuestos a olvidar el asesinato de Norwenna; por mi parte, odiaba además al hombre que tanto mal había causado a Nimue, pero Arturo nos había convencido de que la libertad de Gundleus era un precio nimio a cambio de la paz, de modo que el traidor Gundleus recuperó su poder con todos los honores.
A pesar de que Gorfyddyd pareciera reacio a firmar el tratado, debía de estar convencido de sus ventajas, pues se mostró bien dispuesto a pagar el precio más elevado de todos para zanjarlo definitivamente. Deseaba que su hija Ceinwyn, la estrella de Powys, contrajera matrimonio con Arturo. Gorfyddyd era adusto, suspicaz y severo, pero amaba a su hija de diecisiete años y la colmaba de todo el cariño y de toda la ternura que le quedaban en el alma; el hecho de que deseara casarla con Arturo, que no era rey ni poseía siquiera titulo de príncipe, era prueba de que estaba convencido de que sus guerreros debían dejar de lado la lucha contra los paisanos britanos. Del mismo modo, tal compromiso ponía de manifiesto que Gorfyddyd, igual que su hijo Cuneglas, reconocía que Arturo representaba el poder real de Dumnonia, de modo que durante la gran fiesta que siguió al consejo, Ceinwyn y Arturo quedaron formalmente comprometidos.
La ceremonia de compromiso fue considerada de importancia suficiente como para que el consejo en pleno se trasladara de Caer Sws al salón de festejos de la cumbre de Caer Dolforwyn, lugar más auspicioso. Dicha cumbre recibía su nombre de la pradera que se extendía a sus pies, nombre que significaba, con toda propiedad, pradera de la doncella. Llegamos a la puesta del sol, cuando la cumbre se hallaba envuelta en el humo de las grandes hogueras donde se asaban venados y cerdos. A gran distancia bajo nuestros pies, el Severn describía una curva de plata en el valle y, hacia el norte, las grandes cordilleras se perdían en dirección a la oscura Gwynedd. Decían que en los días claros se veía Cadair Idris desde el pico de Caer Dolforwyn, pero aquella tarde una lejana cortina de lluvia empañaba el horizonte. Cuando el sol tiñó de escarlata las nubes de poniente, una pareja de milanos reales salió volando de entre las tupidas copas de los gruesos robles que poblaban las faldas bajas del monte; todos convinimos en que la presencia de dos aves volando a hora tan tardía era un presagio maravilloso de lo que estaba a punto de suceder. En el gran salón los bardos cantaban la historia de Hafren, la doncella humana que había dado nombre a Dolforwyn y que se había convertido en diosa cuando su madrastra trató de ahogaría en el río al pie de la colina. La canción duró hasta el ocaso total del sol.
La ceremonia se llevó a cabo durante la noche para obtener la bendición de la diosa Luna. Arturo se preparó convenientemente; abandonó el salón durante una hora y volvió revestido de todo su esplendor. Hasta los hombres más aguerridos contuvieron el aliento al verlo entrar, pues llegó con armadura completa. La cota de escamas, con placas de plata y oro, destellaba a la luz de las antorchas, y las plumas de ganso de su yelmo plateado que se asemejaba a una calavera acariciaron las vigas del techo a su paso por el pasillo central. El escudo, repujado en plata, brillaba a la luz; y Arturo avanzó barriendo el suelo con el manto blanco. En los salones de festejos no se llevaban armas, pero aquella noche plugo a Arturo portar a Excalibur. Llegó pues hasta la alta mesa a grandes pasos, como un conquistador que impone la paz; incluso Gorfyddyd de Powys contempló boquiabierto el avance hacia el estrado del que otrora fuera su enemigo. Hasta el momento Arturo había sido hacedor de la paz, pero esa noche quería recordar a su futuro suegro el alcance de su poder.
Unos momentos más tarde Ceinwyn hizo su entrada en el salón. Había permanecido oculta en las habitaciones de las mujeres desde nuestra llegada a Caer Sws, y ese encierro tan sólo había conseguido aumentar las expectativas de los que jamás habíamos visto a la hija de Gorfyddyd. Confieso que muchos de nosotros esperábamos que la estrella de Powys nos decepcionara, mas en verdad su hermosura sobrepasaba con mucho la de la más esplendorosa estrella. Entró en el salón rodeada de sus damas y su visión dejó sin aliento a los hombres. A mí me cortó la respiración. Tenía su tez el color claro común entre los sajones, pero en ella adquiría un candor y una delicadeza más sutiles. Parecía muy joven por su expresión tímida y su actitud recatada. Iba vestida de lino teñido de amarillo dorado, el tinte de la resma de abejas, con estrellas blancas bordadas alrededor del cuello y del borde del vestido. Su cabello dorado era tan sedoso que brillaba como la armadura de Arturo, y su talle tan grácil que Agravian, que estaba sentado a mi lado en el suelo del salón, comentó que no serviría para alumbrar hijos.
—Cualquier criatura de tamaño regular moriría en el intento de pasar entre esas caderas —dijo agriamente; a pesar de todo compadecí a Ailleann, quien con toda seguridad habría deseado que la esposa de Arturo no fuera más que una conveniencia dinástica.
La luna ascendía sobre la cima de Caer Cadarn cuando Ceinwyn avanzó despacio, tímidamente, hacia Arturo. Llevaba en las manos una correa, dádiva destinada a su futuro esposo en señal de que pasaba de la tutoría de su padre a la de él. Arturo se azoró y a punto estuvo de dejar caer la correa cuando Ceinwyn se la entregó, un mal presagio a fe mía, pero todos sin excepción, incluso el propio Gorfyddyd, tomaron la cosa a chanza; entonces Iorweth, el druida de Powys, formalizo el compromiso de la pareja. Las antorchas temblaron cuando unieron sus manos con una guirnalda de hierbas. Arturo ocultaba el rostro tras el yelmo plateado, pero Ceinwyn, la dulce Ceinwyn, estaba radiante de dicha. El druida los bendijo y encareció a Gwydion, la diosa de la luz, y a Aranrhod, la diosa dorada de la aurora, que fueran sus más caras protectoras y que bendijeran a toda Britania con el don de la paz. Un músico tañó el arpa, los hombres aplaudieron y Ceinwyn, la maravillosa Ceinwyn de plata, lloraba y reía por el regocijo que le colmaba el alma. Aquella noche entregué mi corazón a Ceinwyn, como muchos otros hombres. Se sentía bienaventurada, y no era de extrañar, pues con Arturo veiase libre de la pesadilla de toda princesa, es decir, contraer matrimonio según los dictados de su país, no según el deseo de su corazón. Una princesa podía ser entregada en matrimonio a cualquier chivo viejo, panzudo y maloliente si con ello se aseguraba una frontera o se establecía una alianza, pero Ceinwyn había encontrado a Arturo, en cuya juventud y bondad cifró sin duda el fin de sus temores.